Hace un par de años, un libro de notable difusión en el ámbito anglosajón, sacó a la luz el hecho de que, en el conjunto de los países desarrollados, y desde el comienzo de la década de los 60 del pasado siglo, las series estadísticas de las encuestas de población vienen mostrando el continuo aumento del número de hogares habitados por una sola persona[1]. FRANCISCO GALVACHE

Como era de esperar, el análisis de los datos relativos al fenómeno, procedentes de distintos países y contextos, conduce a los expertos a establecer correlaciones significativas entre él y diferentes factores; y, dada la peculiar sensibilidad de nuestra época, a subrayar que la primera y más relevante de ellas sería la existente entre su crecimiento y el grado de prosperidad de las sociedades afectadas. En apoyo de esta tesis se aportan datos de varios países de Europa, de Estados Unidos e incluso de algunas de las nuevas potencias emergentes: China, la India y Brasil.

A este respecto, el profesor de Sociología en la Universidad de Nueva York, Erick Klinenberg, llega a la conclusión de que, por primera vez en la historia de la humanidad, un creciente número de personas prefiere vivir en solitario[2], alegando en defensa de su inédita preferencia no pocas y –según él– plausibles razones.

Etiología del fenómeno

Entre las causas de este fenómeno de alcance global, los sociólogos señalan la existencia de factores de diversa índole, algunos de los cuales merecen ser valorados muy positivamente: el incremento de la esperanza y calidad de vida –que, en los países donde el estado de bienestar funciona, facilita a mayor número de ancianos una vida autónoma en sus propios domicilios– y la cada vez más generalizada independencia de la mujer tras su incorporación al mundo del trabajo profesional retribuido, estarían entre ellos; mientras que otros como la continua escalada de los divorcios, el creciente número de las parejas de hecho, el vertiginoso descenso de los matrimonios y el sensible aumento del número de solteros de larga duración, proyectan sombras amenazantes sobre el futuro del matrimonio, y de la familia. Entre estos últimos merece la pena distinguir los que lo retrasan –por motivos más o menos entendibles– hasta edades inhabituales en otro tiempo, de aquellos otros que, de entrada y aun de salida, prefieren eludir el matrimonio sine die.

La clara renuncia a contraer compromisos estables de índole conyugal se evidencia, de forma explícita, en las declaraciones, situaciones y modos de vida de personas de diferente edad, sexo y condición social o laboral que, aun contando con la necesaria autonomía económica, prefieren vivir solos y al margen de compromisos. Según manifiestan muchos de ellos, la soledad que –cabría suponer– les amenaza, no les afectaría de especial manera porque –aducen– “vivir solo no es estar solo”[3], sobre todo cuando el dinamismo de las nuevas sociedades, la liberalización de las costumbres y la revolución de las nuevas tecnologías habrían pulverizado los prejuicios de la vieja moral y las barreras que el espacio, el tiempo y la precariedad imponían a las relaciones personales, en un pasado todavía no lejano. Lo cual –se asegura– estaría muy en consonancia con los valores de la modernidad.

Aun contando con la necesaria autonomía económica,
muchas personas prefieren vivir solos y al margen de compromisos

El individualismo rampante y sus protagonistas

Por otra parte –piensan– la soltería ni implica la abstinencia irremediable ni es una opción irrevocable. Después de todo, vivir solo o en pareja son situaciones que cabría alternar. Todo dependería del deseo de cada cual y de las circunstancias. Y es que –se argumenta– no sería razonable la imposible pretensión de vivir constantemente a contrapelo. De esto habría tomado buena nota la llamada conciencia colectiva. Y, así, de forma progresiva, un creciente número de gentes estarían interiorizando que los compromisos de larga duración –no digamos ya los de naturaleza matrimonial tan llenos de responsabilidades– no sólo suelen ser cargas incómodas de conllevar, sino que, en no pocas ocasiones, pueden llegar a convertirse en verdaderas cárceles de la libertad; entendida esta, naturalmente, como ausencia de frustrantes ataduras.

Además –se añade– la globalización, que a todos impone, hoy, un notable grado de interdependencia funcional, relativiza, a nivel individual y en el orden práctico, muchos de los inconvenientes que tradicionalmente supuso vivir solo. La vida social de nuestro tiempo –que habría ganado en apertura, riqueza, flexibilidad y en dinamismo– facilitaría, al solitario, recursos eficaces para la ordinaria administración de su hogar, oportunidades de potenciar las relaciones sociales y profesionales, de conseguir tiempo para sí mismo y capacidad de control de la propia intimidad.

Y así, ante los ojos de muchos, este modelo de vida aparece como signo de éxito personal, social, y aun de madura autosuficiencia. En consecuencia, a alcanzar esa pretendida madurez del vivir autónomo debería orientarse el proceso de realización personal de un hombre nuevo que, por fin, gracias al desarrollo científico-tecnológico, fuente de prosperidad y de autonomía, estaría viendo liberada su individualidad de la esclavizadora dependencia a la que le habría sometido, durante cientos de miles de años, una sociabilidad hipertrofiada por la necesidad de paliar la escasez de recursos a la hora de cubrir necesidades de cualquier índole.

El cine y la televisión vienen siendo buenos escaparates de individuos que han abrazado este nuevo ideal de vida. Películas y series nos muestran círculos de amistades de alegres hombres y mujeres solteros o divorciados, jóvenes o cercanos a la mediana edad –entre los 25 y los 50 años–, pertenecientes a grupos de afines por trabajo y/o aficiones, que viven solos en apartamentos urbanos, que frecuentan conciertos, gimnasios, bares y locales after work, y hacia quienes se orientan campañas publicitarias de toda índole: de promociones de soluciones habitacionales, de industrias del mueble adaptable, de la moda y el deporte, de comida para llevar, de la automoción, de agencias de viajes que ofrecen paquetes singles de ocio vacacional… Campañas, en fin, dirigidas a bolsas de población que se nutren de gentes que han desembarcado en ellas desde el hogar de sus padres –reciente y tardíamente abandonado en muchas ocasiones–, o procedentes de la ola de rupturas familiares de las que muchas de ellas son divorcios.

Todo lo anterior y, sobre todo, lo que se refiere al descrédito del matrimonio y a la creciente frecuencia con la que se recurre al divorcio como solución de los conflictos de pareja, mucho tienen que ver con fenómenos más complejos que discurren bajo la superficie de tales hechos y a mayor profundidad; fenómenos que vienen de mucho tiempo atrás y que, siendo de naturaleza cultural, se apoyan en un concepto de persona que contrasta radicalmente con el que –aun con dificultad– continúa vigente en nuestras sociedades. A ellos quisiera referirme ahora; pero por razones lógicas de oportunidad y espacio, sólo intentaré ponerlos en relación con cuestiones que son inherentes a la persona humana: su individualidad y su sociabilidad inseparables, destinadas a crecer armoniosamente, en el seno de su intimidad, y en diálogo profundo con las de sus semejantes. Diálogo que, por otra parte, dinamiza desde su origen los procesos de socialización que cristalizan en sociedades cooperativas y solidarias.

Francisco Galvache es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, y orientador familiar por el ICE de la Universidad de Navarra.

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[1]Klinenberg, E. Going Solo: The Extraordinary Rise and Surprising Appeal of Living Alone (2013), Duckworth Overloock, London.
[2]Ibídem.
[3]Ibídem.