Convengo con una amplia mayoría de personas de todo tiempo y lugar en que sólo existe un tipo de familia, tan variada y cambiante como los colores de un caleidoscopio pero que presenta una cualidad natural esencial: se basa en el amor incondicional entre un hombre y una mujer, abierto a la vida. Este amor, llamado tradicionalmente conyugal para distinguirlo de otros que también dan sentido a nuestra existencia –ya sea el amor a mis cosas o aficiones ya el amor a Dios o incluso al trabajo–, se caracteriza, así pues, por la elección consciente de entregarse por completo, enteramente, a otra persona.
JOSÉ IGNACIO CANTERO

La definición más aceptada de amor es la que proporciona Aristóteles: “querer el bien para otro en cuanto otro”, una frase cuyo sentido resulta interesante analizar con cierto detenimiento. El animal tiene su vida determinada por sus instintos –con los que busca su propio bien–, de modo que se siente irresistiblemente atraído hacia aquello que le produce placer y repelido por aquello que le produce dolor. Tiene una gran capacidad instintiva para reconocer lo que es bueno o es malo para su supervivencia y, por consiguiente, actúa de forma automática, predecible en un altísimo grado. Por el contrario, el hombre es capaz de buscar el bien en sí mismo, con independencia del placer o dolor que acompañe a ese bien, hasta el punto incluso de renunciar libremente a su propia vida por un bien superior. El motor que impulsa a obrar de ese modo, que está en conformidad con un determinado proyecto de vida, se conoce con el nombre de amor, al que cabría añadir un apellido: de benevolencia. Nada de esto se opone, sin embargo, al otro gran motor que impulsa al hombre, el deseo, en virtud del cual actúa de forma muy similar a los animales. En todo caso, la lógica del amor que rige el comportamiento del hombre ya maduro ha de purificar los deseos que se despiertan en él, potenciando aquellos que dan sentido pleno a su vida y apartando o encauzando aquellos otros que se lo quitan.

El riesgo de desfamiliarizar la familia

La gran mayoría de personas que se encaminan al matrimonio transitan en un primer momento por el sendero del enamoramiento. En esta fase inicial, junto a la atracción física que despierta la persona de quien uno se enamora afloran también, con poderosísima fuerza, los sentimientos –de sincero afecto, de ternura, de entusiasmo–, con tal fuerza embriagadora, de hecho, que este amor apenas suele ser capaz de ir más allá de las meras emociones.

No es infrecuente que, por esto último, se recele de la calidad de este amor, de su dimensión, por así decirlo, biológico-afectiva. El problema que acompaña a esta desconfianza, sin embargo –que nos lleva muchas veces a poner el acento en los derechos y deberes propios de la familia más que en el origen, y realidad esencial, de ella misma–,  es que implica una componente de riesgo, la de acabar desfamiliarizando la familia.

En este sentido, cito a Fabrice Hadjadj, que en su singular libro ¿Qué es una familia? (Nuevo Inicio, 2015) señala:

“Esta desfamiliarización de la familia procede de nuestras mejores intenciones de fundamentarla, pero lo que acaba ocurriendo es que, en lugar de reconocer que, desde el punto de vista de la existencia concreta, la familia es el fundamento del amor, de la educación y de la libertad, pretendemos fundamentar la familia en el amor, la educación y la libertad, y así la convertimos en una realidad secundaria que se ajusta a ciertos valores”.

La lógica del amor que rige el comportamiento del hombre ya maduro ha de
purificar los deseos que se despiertan en él

Inteligencia, voluntad, sentimientos

Pese a lo expuesto, huelga decir que el amor no se reduce ni mucho menos a enamoramiento: a medida que, a través de la amistad, el trato de los enamorados crece, el vínculo sentimental establecido entre ambos evoluciona hacia un conocimiento recíproco más y más profundo. Esta segunda etapa, conocida tradicionalmente como noviazgo, es la etapa del discernimiento. La persona sigue aquí presente en su dimensión psicológico-afectiva, pero empieza a manifestarse también, y de forma creciente, en su dimensión racional-espiritual, allí donde opera la inteligencia y la voluntad.

Culminada esta etapa, y si nada lo impide, la inteligencia –impulsada por el sentimiento, ya no cegada por él– evaluará la situación y presentará a la voluntad una elección consciente y libremente asumida, la de entregarse por completo a otra persona, aceptándola y queriéndola tal como es, con objeto de formar una familia. Y en el momento en que a través de la voluntad se lleva a cabo este acto de donación recíproca, en la boda, la naturaleza del amor de los contrayentes se transforma radicalmente, pues se hacen entrega mutua y definitiva de todo lo que son, en la dicha y en la desdicha, en la salud y en la enfermedad, en los momentos de júbilo y en los de dolor, el resto de sus días.

Pero, aunque el amor conyugal, como vemos, hunde sus raíces en la voluntad, no quisiera dejar de insistir en que están presentes en él todas las dimensiones de la persona, las cuales corresponden a las etapas aquí descritas: la biológica, la afectiva y la cognitiva-espiritual. A este respecto, Hadjadj dice:

“La particularidad de estos lazos familiares es que no se fundamentan primordialmente en una decisión, sino en un deseo, que no provienen primordialmente de una convención, sino de un impulso natural. Sin duda, el deseo debe asumirse en una decisión (o, mejor, en un consentimiento) y la naturaleza se despliega a través de aspectos convencionales. Pero estos lazos tienen que ver primordialmente con algo que nos traspasa, con una donación, que viene del otro y va al otro y que, por tanto, sobrepasa nuestros cálculos. Eso nos lleva más allá de nosotros mismos, más allá de nuestros proyectos individuales (¿quién puede forjarse el proyecto de tener una suegra?), porque nos abre al otro sexo y a la otra generación, porque nos hace interesarnos por un tiempo que ya no es el nuestro”.

La naturaleza del amor de los contrayentes se transforma radicalmente,
pues se hacen entrega mutua y definitiva de todo lo que son

La familia, escuela de caridad

El hombre necesita de una familia, ya sea de sangre ya espiritual, para aprender a amar. El crecimiento personal en la vida familiar es la mejor forma –tal vez la única forma– de encontrar la felicidad, la cual se encuentra aparejada al perfeccionamiento de la persona, al vivir de acuerdo con la lógica del amor, como decíamos con anterioridad, pues la búsqueda egoísta del placer y del éxito se revela incapaz de dar pleno sentido a la propia vida.

La vida familiar nunca es perfecta, por mucho que el proyecto común que los cónyuges llevan adelante sea robusto y vigoroso. Tiene mucho de aventura, con todo lo que ello implica de azaroso, imprevisible, incluso de arriesgado, y está salpicada de circunstancias desagradables y muchas veces sobrevenidas por sorpresa, de un buen número de dificultades, en definitiva, en las que los cónyuges, unidos, encuentran en todo caso la ocasión para dar lo mejor de sí, para darse al otro y ser felices en la felicidad del otro y en la del resto de miembros de la familia.

A estas y otras dificultades y al elemento clave para afrontar y superar dichas dificultades se refiere Hadjadj cuando, con palabras chocantes, define la familia:

“La familia es siempre el amor entre el viejo gilipollas y el joven atontado, y eso es lo que la hace tan admirable, hace de ella la escuela de la caridad. La caridad es el amor sobrenatural al prójimo, al que no ha sido elegido y que, a primera vista, nos resulta antipático […] ¿Qué es, por tanto, una familia? Podemos vislumbrarlo a partir de lo que ya hemos dicho: la familia es el cimiento carnal de la apertura a la trascendencia. La diferencia sexual, la diferencia generacional y la diferencia entre esas dos diferencias nos enseñan a volvernos hacia el otro en tanto que otro. Es el lugar del don y de la recepción incalculable de una vida que se despliega con nosotros pero a pesar nuestro, y que siempre nos impulsa hacia delante en el misterio de la existencia”.

José Ignacio Cantero es presidente de la Asociación de Orientación Familiar PREF.