La realidad viene definida por la necesidad, de tal modo que podemos decir que una cosa es real en la medida en que la necesitamos o en la medida en que está en relación con algo que necesitamos. Necesitamos, por ejemplo, beber y comer, como cualquier otro ser vivo, pero es evidente que no es imprescindible beber refrescos para saciar la sed ni comer caviar para saciar el hambre. Así que conviene saber, antes que nada, qué es lo necesario. ARMANDO SEGURA

La vida cotidiana pertenece a la categoría de “realidad necesaria”. No hay un solo ser humano que no la tenga. Cabe pensar en una persona tan original y creativa que se dedique cada día a profesiones distintas, o tenga diversas mujeres, diversos hijos, etc., pero aun admitiendo esa posibilidad, tampoco así es demasiado imprevisible: al fin y al cabo, si lo que hace es cambiar cada día, en más de un sentido todos los días hace lo mismo.

Cada uno de nosotros, invariablemente, bebe y se alimenta, duerme, satisface toda una serie de necesidades biológicas… pero no sólo eso; cumple, además, con al menos un mínimo de rutinas, de horarios, de situaciones que se repiten a lo largo del tiempo. Y es que convivimos con la repetición. Eso es real, existe. Podremos hacer distintas tareas o desempeños pero siguiendo siempre un guion básico, anterior y preestablecido.

La familia, imperativo del amor

Una de esas realidades necesarias y cotidianas es la familia. Todos tenemos una familia porque el hombre solitario, decía Aristóteles, es un dios o un monstruo, y no parece que ninguno de nosotros quepa en alguna de esas dos categorías.

La familia es tan necesaria como comer o beber. Para formarla y mantenerla viva, sin embargo, son necesarios unos hábitos que nada tienen que ver con un imperativo biológico o con un imperativo del deber o de la responsabilidad contraída, sino con el imperativo del amor.

El seguimiento y mantenimiento de nuestra familia se presenta en principio como la rutina familiar, una rutina determinada por los ciclos de la vida familiar –y personal– y por los ciclos de la vida profesional. Dedicamos nuestras vidas a trabajar y a reponer fuerzas para poder seguir trabajando, de tal forma que constituyen los dos ciclos básicos, necesarios, de los que podemos hacer depender todo lo demás.

La vida cotidiana pertenece a la categoría de “realidad necesaria”:
no hay un sólo ser humano que no la tenga

Amor y rutina

Lo bueno es que el amor hace nuevas todas las cosas. La naturaleza humana está hecha de carne, sangre, inteligencia y voluntad, como un todo integrado e inseparable: si sólo fuera carne y sangre, no sería humano; si sólo fuera inteligencia y voluntad, tampoco.

Aunque convengamos que las partes de esa totalidad no son iguales, que la carne es en realidad una subordinada de la inteligencia y la voluntad, la persona ama –cuando lo hace verdaderamente– desde ese todo integrado e inseparable.

Los ciclos de vida familiar y profesional pueden compararse de algún modo con los ciclos vitales de las especies animales: hay animales sociales con un gran sentido de la profesionalidad, capaces de dividir el trabajo convenientemente y de culminar con éxito todo un proceso de atracción entre los sexos, cortejo y apareamiento.

La diferencia de los seres humanos con respecto a los anteriores radica en lo que somos capaces de aportar de novedoso, no en lo que encontramos ya dado por la naturaleza. La rutina de nuestra vida familiar y profesional esconde dentro de sí un mecanismo interior, un corazón que cada persona ha de hacer palpitar para conseguir personalizar su día a día. Esa personalización de la rutina es el acto creativo de cada momento.

La diferencia de los seres humanos con respecto a los animales radica en lo que somos capaces de aportar de novedoso

La felicidad se conquista

La rutina atenaza porque no siempre le damos su aliento vital necesario, el amor, que inventa constantemente, que crea lo que no hay, que agradece, que perdona, que nunca se deprime porque hay algo divino, cordial, íntimo y fuerte en el corazón de las cosas más triviales, más cotidianas. El secreto de la felicidad consiste en saber exprimir el jugo espiritual que la rutina contiene en su interior. Ésa es nuestra tarea.

Armando Segura es catedrático de Filosofía en la Universidad de Granada.