Al igual que en los campos de la economía o de la física, existen en la comunicación pública leyes universales, aplicables con independencia de la validez intrínseca de los mensajes transmitidos. JUAN MANUEL MORA GARCÍA DE LOMAS
De los nueve principios de la comunicación que expondré a continuación, tres se refieren al mensaje que se quiere difundir; tres a la persona que comunica; y tres al modo de hacer llegar ese mensaje a la opinión pública.
Veamos primero, pues, los que se refieren al mensaje:
Liderazgo
En primer lugar, el mensaje ha de ser positivo. Somos propensos a seguir las banderas que levantan las personas que desean promover proyectos, personas que hacen realidad el conocido principio “es mejor encender una lumbre que maldecir la oscuridad”.
Quizá tiene que ver con la virtud de la esperanza y con el deseo de superación. El caso es que aceptamos el liderazgo de quien propone soluciones y no se limita a señalar problemas. En cierto modo, un promotor de valores ha de tener el espíritu del emprendedor, de quien desea sacar adelante una empresa con la ayuda de otros, no con el espíritu negativo del que siempre encuentra defectos en las propuestas ajenas.
Ciertamente, no es sólo cuestión de comunicación, sino de algo más profundo: de entender y formular de forma positiva los propios valores. Con frecuencia, vemos cómo personas que pretenden defender ideas intervienen solamente para criticar a aquellos que postulan las ideas contrarias. Adoptan una actitud reactiva, quejumbrosa, que llega incluso a modelar la propia visión del mundo en función del paradigma que critican, no en función de su propia propuesta positiva.
Un promotor de valores ha de tener el espíritu del emprendedor,
de quien desea sacar adelante una empresa con ayuda de otros
Relevancia
En segundo lugar, el mensaje ha de ser relevante. La comunicación no es sobre todo lo que yo digo, sino lo que el otro entiende. Y los procesos de difusión de ideas se producen en un mundo saturado de información, de propuestas políticas –“vótame”– y de ofertas comerciales (“cómprame”). Los ciudadanos son como esos pobres conductores que sufren los atascos de las grandes ciudades, aturdidos por el ruido ensordecedor de las bocinas. En esa atmósfera saturada tiene que abrirse paso nuestro mensaje, no a base de ruido sino a base de sentido.
Podemos recordar en este punto una distinción de Tomás de Aquino. El teólogo napolitano dice que hay dos tipos de comunicación: la primera es la locutio, que consiste en ese fluir monótono de palabras acerca de cuestiones que no interesan en absoluto al interlocutor. La segunda es la illuminatio, que consiste en arrojar alguna luz sobre la inteligencia del interlocutor, que le ayude a comprender mejor el complejo mundo donde vive, o a entender mejor su misterioso corazón. La relevancia implica el arte de encontrar aquello que realmente preocupa al otro. De ahí la importancia de la escucha. Se ha dicho que la prudencia a la hora de tomar decisiones presupone “una silenciosa escucha de la realidad”. Podríamos decir que eso implica una atenta escucha de las personas.
En ese sentido, comunicar no es discutir para vencer, sino dialogar para convencer. La búsqueda de la relevancia, el deseo de iluminar, de convencer sin derrotar, marca profundamente la actitud de quien comunica.
Comunicar no es discutir para vencer, sino dialogar para convencer
Claridad
En tercer lugar, el mensaje ha de ser claro. La claridad es necesaria siempre, pero de modo particular cuando se trata de difundir cuestiones complejas. Es una cualidad relevante, por ejemplo, en el trabajo de divulgación que se realiza desde una universidad. Implica transformar el conocimiento erudito, el fruto de años de investigación, en un idioma comprensible. La comunicación no es compatible con la oscuridad del lenguaje: hay que buscar palabras sencillas y claras, aun sabiendo que no se trata de transmitir de modo banal argumentos difíciles. De ahí el valor de la retórica, la literatura, las metáforas, las imágenes, los símbolos, para transmitir ideas y valores.
Se sabe que el ritmo de las noticias de la televisión se va volviendo cada día más rápido. En algunos países, los espectadores no toleran un plano que dura más de nueve segundos sin hacer zapping, y es muy difícil decir algo relevante en ese tiempo. Recuerdo la rapidez de un ministro italiano al que preguntaron ante las cámaras y los micrófonos si su gobierno estaba en crisis. “Mi gobierno es como la torre de Pisa. Siempre inclinada, nunca se cae”.
El esfuerzo por la claridad ha de ser un esfuerzo permanente. A veces, cuando no somos bien entendidos o bien interpretados, nos justificamos echando la culpa a los demás: “el otro no me entiende por su ignorancia”. Quizá es verdad, pero trasladar la responsabilidad al receptor es la mejor forma de bloquear la comunicación.
Juan Manuel Mora García de Lomas es vicerrector de Comunicación de la Universidad de Navarra.
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