Hoy día la paridad de los cónyuges en todos los problemas familiares es una idea justamente consolidada en la mayor parte del mundo civilizado. Las decisiones que inciden suficientemente en la vida familiar deben por tanto, en justicia, ser tomadas de común acuerdo. TOMÁS MELENDO
Sin embargo, en la práctica las cosas no resultan tan sencillas. Por un lado, sigue aún vigente una propensión generalizada, y quizá no del todo errónea, a considerar determinadas cuestiones de la competencia más de uno que del otro; pero lo que provoca las mayores dificultades es siempre el amor propio, que se manifiesta con virulencia en el momento de querer imponer, con la mejor de las intenciones y con el sincero convencimiento de buscar el bien de todos, el propio modo de pensar.
Una regla de oro para evitar que tales marejadas turben la calma familiar pudiera ser esta: discutir e incluso pelearse –intentando siempre seguir el decálogo del buen discutidor– antes de adoptar una decisión; pero después, una vez tomada, saber hacerla propia aun cuando otra nos hubiera gustado más. Semejante modo de proceder no es debilidad ni estupidez; por el contrario, es demostración de espíritu deportivo y, sobre todo, de amor hacia el cónyuge y hacia los hijos.
Consideremos la hipótesis de tener que modificar el lugar de residencia por motivos de trabajo del marido. Acaso la última decisión corresponderá en tales circunstancias a él, no sin antes haber sopesado todas las razones de la mujer y eventualmente, a tenor de sus edades, las de los hijos. Si al término la mudanza se demostrara evitable y, por ende, no se llevara a cabo, ante las posibles dificultades que pudieran surgir, el marido hará suya la decisión tomada y en lugar de recriminar a la mujer: “Ves, si me hubieses hecho caso y hubiéramos cambiado de ciudad…”, se empeñará en hacer más llevadera la situación y en quitar todo el hierro posible al asunto. Por el contrario, si determinaran trasladarse y, después, en el nuevo lugar, los hijos encontraran algunos inconvenientes, la mujer no estará siempre lamentándose con el marido y diciéndole: “Ves, te lo había dicho”, sino que sabrá sonreír y animar a los chicos para que superen los obstáculos iniciales.
De este modo, la decisión tomada, aun cuando no se demostrara la mejor, constituirá para los cónyuges un signo tangible de unidad y de amor, una señal que sin duda está muy por encima de los inconvenientes que pueden surgir de una elección u otra, porque contribuye a consolidar la unión, la armonía y la paz, haciendo de la familia una auténtica piña, compacta e indestructible.
La decisión tomada, aun cuando no se demostrara la mejor,
constituirá para los cónyuges un signo tangible de unidad y de amor
En torno a la educación de los hijos
Dentro de este ámbito de cuestiones, y tal vez como una de las esferas más determinantes, nos encontramos con el conjunto de decisiones que afectan o versan de manera directa sobre la educación de los hijos. No creemos pecar de utópicos al sostener que con mucha frecuencia, en un matrimonio con algunos años de vuelo y medianamente bien avenidos, las preocupaciones o los roces más inquietantes surgen alrededor de este extremo. La relación entre los cónyuges ha entrado ya en esa fase en la que, aun cuando no falten menudencias que a veces puedan herir la propia sensibilidad o el amor propio, se han establecido los mecanismos para superar con fruto esas diferencias e instaurar a un nivel más alto la armonía y el afecto profundo de la pareja. Lo que, sin embargo, puede preocupar es que mi marido o mi mujer, con una actuación concreta, esté introduciendo una quiebra en la formación de los hijos y echando por tierra mis esfuerzos de años para conducirlos por el camino adecuado: por ejemplo, rompe, al permitir un capricho en las comidas, el empeño acordado para que los chicos eliminen de su vocabulario el “no me gusta” y acojan agradecidos lo que en cada caso se les sirve; o, por una especie de compasión mal entendida, al sustituir en el encargo que le corresponde al hijo cansado, disminuye su sentido de responsabilidad y fomenta inconscientemente una pereza y un apunte de egoísmo que retrasará con bastante probabilidad su proceso de maduración…
Dos observaciones se imponen en este campo: a) normalmente, la gravedad que atribuimos a la intervención inoportuna se encuentra más determinada por el hecho de estar contrariando nuestro criterio que por el mal objetivo que pueda causar en el chico o en la chica; b) excluyendo situaciones muy excepcionales, resulta preferible que el hijo no advierta una discrepancia en las convicciones de sus padres –que los siga viendo unidos– a la presunta ganancia que pudiera derivarse de una rectificación pública de la conducta presuntamente equivocada, con la consiguiente descalificación del otro cónyuge.
Las preocupaciones o los roces más inquietantes entre los cónyuges surgen
alrededor de la educación de los hijos
Unidad de inspiración y orientación pedagógicas
Con expresión un tanto más ardua, y yendo al fondo del asunto, cabría sostener que el pluralismo axiológico –la diversidad de principios y convicciones– favorece en los adultos y en los niños las elecciones que resultan menos costosas. Y que, por ende, cuanto están en juego valores inalienables, resulta imprescindible la unidad de inspiración y orientación pedagógicas (en nuestro caso, de los padres): de lo contrario, cuando lleguen las dificultades, el hijo optará convencido por la alternativa que le dicta el egoísmo. Si un pequeño pasea por la tarde con sus padres y pide que le compren unas chucherías, una madre medianamente formada se las negará si esa mañana ya le proporcionó una cantidad apreciable de ellas. El chiquillo puede insistir, con argumentos más o menos sonoros y pronunciados; y es posible que el padre, menos atento a fomentar la templanza del crío que a mantener la tranquilidad apacible de ese rato en común, anime a su mujer a adquirirlas o incluso lo haga él mismo. Parece lógico y humano que entonces el pequeño se ponga del lado de su padre, incapaz de advertir los motivos por los que su madre le negaba el capricho; y esto, justamente, porque, en medio del desacuerdo, una de las dos autoridades le ha dado la razón a él.
Tomás Melendo es catedrático de Metafísica por la Universidad de Málaga.