Dicen que a las grandes obras de arte se puede acceder a través de múltiples puertas y ventanas, que en función del lugar desde donde se las contemple ofrecen una determinada visión de conjunto, una lectura particular, un nivel de significación novedoso; quizás por eso no exista una forma canónica de abordar el Quijote, la más importante obra de nuestra literatura; una dificultad que, bien mirada, se convierte en aliciente, en posibilidad de acercamiento personal. MAGDALENA VELASCO KINDELÁN
El Quijote es sin duda una obra de madurez. Cuando se publicó en Madrid la primera parte, Miguel de Cervantes tenía ya 58 años. Había dedicado su vida a tareas dispares –soldado, funcionario– y padecido los horrores de la guerra, en Lepanto, y del cautiverio (durante cinco años, hasta su liberación por frailes trinitarios, estuvo preso en una cárcel en Argel). A su vuelta a España, se casó con Catalina de Salazar, una joven de Esquivias (Toledo), e intentó abrirse camino en el teatro y en la novela –con La Galatea–, pero sin suerte.
En 1605 salió a la luz la primera parte de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que sí obtuvo un éxito notable (la imprenta madrileña de Juan de la Cuesta hizo en pocos meses tres ediciones más, a las que les sucedieron con el tiempo muchas otras). Cervantes fue publicando desde ese momento el grueso de su obra, culminada por la segunda parte del Quijote, en 1615, y Los trabajos de Persiles y Sigismunda, en 1617 (aparecida un año después de su muerte).
Cabría decir mucho sobre el escritor alcalaíno, sobre sus peripecias y su obra imperecedera, pero no queda otra que ceñirse aquí a las andanzas del hidalgo manchego don Alonso Quijano, un loco-cuerdo por culpa de las novelas de caballerías que decide a edad bastante avanzada lanzarse a la aventura. En la primera parte recorre La Mancha, y llega hasta Sierra Morena; en la segunda atraviesa Aragón y llega hasta Barcelona, de la que regresa vencido a su patria chica, un pueblo manchego del que no se nos dice el nombre –del que el autor no quiere acordarse–, y que algunos identifican con Argamasilla de Alba, cerca del Toboso.
Estructuras paralelas
A menudo se afirma que la segunda parte supera a la primera –quizás por sus diálogos atinados y la habilidad con que las historias secundarias se entretejen con la principal–, pero resulta una opinión demasiado atrevida. Lo cierto es que la estructura de ambas es parecida, con sus respectivos primeros capítulos introductorios: en la primera parte, hasta el capítulo siete, se nos presenta al personaje, y se nos narra su primera salida, su primera vuelta a casa y la moraleja consiguiente (la quema de gran parte de su biblioteca por el cura y el barbero con la entusiasta participación de la sobrina y el ama); en la segunda, enlazada de modo muy ingenioso con la primera, aparece un nuevo personaje, Sansón Carrasco, el estudiante socarrón que orquesta la vuelta a casa del caballero, lo cual es detonante de las nuevas andanzas.
A cada introducción le sigue luego un buen número de capítulos acerca de las aventuras del hidalgo: en la primera parte, aparecen entre otras los molinos de viento, los rebaños, la venta y los galeotes; en la segunda, las aldeanas en sus burros, el caballero del verde gabán, la cueva de Montesinos, etc.
Al periplo de aventuras le sucede una etapa novelesca o cortesana, bien en la Venta de Palomeque el Zurdo, en la primera parte, bien en el Palacio de los Duques, en la segunda. Aquí entran en escena numerosos personajes –Dorotea, Cardenio, doña Clara, Altisidora, entre muchos otros–, cuyas historias y aventuras se entremezclan con las de don Quijote.
Ambas partes culminan con la vuelta a casa del protagonista: en la primera, sobre una carreta tirada por pacientes bueyes; en la segunda, como preámbulo de la muerte que espera al caballero.
A menudo se afirma que la segunda parte del Quijote supera a la primera,
pero resulta una opinión demasiado atrevida
Personajes
El Quijote abarca casi todo el espectro de las novelas de la época –pastoril, cortesana, morisca, sentimental, picaresca, popular, etc.–, lo que la convierte en un experimento extraordinario. También recoge espléndidos ejemplos de discursos oratorios, casi todos puestos en boca de don Quijote, entre los que quizás destacan el de la Edad de Oro que el caballero “endilgó” a unos atónitos cabreros, el de las armas y las letras y el de la caballería andante pronunciado ante la mesa de los Duques.
El Quijote presenta una inmensa colección de personajes, más de 500, de los que alrededor de una décima parte son mujeres; sobre ellas emerge siempre Dulcinea, inspirada en una moza del Toboso, Aldonza Lorenzo, que le gustó en su momento a don Quijote y cuyo recuerdo ahora, como un sueño febril, le desvela y trastorna. En cuanto al resto de actores, cabe decir que pertenecen a diversas clases sociales: aristócratas, hidalgos, eclesiásticos, labradores ricos y, sobre todo, gente del pueblo llano –aldeanos, cabreros, soldados, muleros, criadas, etc.–, un retrato abigarrado, en suma, de la España de fines del siglo XVI.
Pero son don Quijote y Sancho quienes representan dos maneras universales de ser y de vivir. Don Quijote es la imagen del hombre de firmes convicciones, austero, honesto, honorable y culto. La realidad diaria y mostrenca tiene poca importancia para él, si acaso para volcar en ella su idealismo y su heroísmo característicos. Hay en él un fondo de bondad que le hace generoso, y también una obcecación que le hace airado. Su fe, su patriotismo y su hondo sentido de la justicia podrían dibujar los rasgos de un hombre cabal, pero su terrible y ciega creencia en los mundos de caballería ha acabado por distorsionarlos hasta la locura.
Sancho Panza, en cambio, nada tiene de loco: es un labrador analfabeto, padre de familia, cazurro y realista, listo y depositario de una sabiduría popular que se expresa en refranes y reflexiones llenas de sentido común y también de vulgaridad.
A ambos les une un sincero afecto mutuo, respetuoso e incluso admirativo, si bien cada uno sigue su propio camino; es precisamente de esa relación dialógica de la que nacen los frutos, inolvidables e irrepetibles, de la obra.
Sancho Panza nada tiene de loco: es un labrador analfabeto, padre de familia,
cazurro y realista, listo y depositario de sabiduría popular
Obra maestra del lenguaje
La lengua castellana es la lengua de Cervantes porque el Quijote es una obra maestra del lenguaje: Cervantes domina la frase larga, bien construida, natural, transparente y, con frecuencia, cargada de ironía bienhumorada. Quizá los Duques sean retratados con frialdad y falta de intimidad, ya que representan a los poderosos que se aprovechan de su posición para burlarse de quien en verdad no merece burla, sino admiración compasiva, pero, en general, el humor de la obra es siempre benevolente; el ser humano es aceptado en todo su ser, comprendido también en su debilidad o ridiculez.
Dice Ángel Rosenblat, en su estudio acerca de la lengua del Quijote, que la figura retórica más abundante es la antítesis, y que esa continua contraposición de ideas y conceptos es la base del perspectivismo de la obra; Cervantes viene a decir que la verdad es la verdad pero que cada cual la ve desde su punto de vista: lo que para uno es motivo de risa, a otro le causa pena. Sancho cree, por ejemplo, que don Quijote debe pagarle un sueldo mensual (“quiero saber lo que gano”). Don Quijote, en cambio, cree que Sancho debe ir a resultas de las ganancias que el destino les depare, como han hecho todos los escuderos de los caballeros andantes, que han llegado a reyes. De sus posturas enfrentadas surge una deliciosa discusión, en la que ambos tienen razón.
Cervantes viene a decir que la verdad es la verdad pero que
cada cual la ve desde su punto de vista
El mensaje de Cervantes
¿Cómo ha de interpretarse el Quijote? ¿Como una andanada contra los libros de caballerías? Esto parece claro y, sin embargo, la clave de más calado probablemente resida en otra parte, al menos a tenor de la interpretación que de la novela se ha hecho a lo largo del tiempo: en el siglo XVII, se vio como una obra de risa (los grabados de la época reflejan los disparates de don Quijote y sus fracasos); la época romántica lo consideró un héroe que triunfa en el fracaso; en el siglo XIX, se identificó con el ser de España, la nación empeñada en heroicos proyectos que no son sino obras malogradas (en este sentido, Lord Byron dijo: “El Quijote es un gran libro que mató a un gran pueblo”).
Entonces, a la vista de todo esto, ¿qué quiso decir realmente el autor? Unamuno sostuvo que Cervantes no sabía lo que decía, que su creación era superior a él mismo. Pero, paradojas unamunianas aparte, ¿cuál es el mensaje? ¿Quizá que aquel que se empeña en perseguir sus ideales es sólo un loco abocado al fracaso? Pero entonces, ¿por qué despierta don Quijote nuestra admiración? ¿Realmente fracasa, o representa el triunfo del espíritu sobre la materia? ¿Qué quiere decir que sea un loco-cuerdo? ¿Qué significa su victoria sobre sí mismo en la playa de Barcelona?
La dificultad de responder de manera inequívoca a estas cuestiones es la razón de su éxito. En realidad, estas no son preguntas para un personaje, más bien para una persona o, tal vez más precisamente, para un pueblo.
Magdalena Velasco Kindelán es catedrática de Literatura.