Vae victis! (“¡Ay de los vencidos…!”). Esta sencilla frase de Breno, un jefe galo enfrentado al omnímodo poder de Roma, plasma, de manera concisa, el nefasto destino que aguarda a los perdedores de cualquier guerra. Perdedores que, sin embargo, no pocas veces han atraído la mirada del arte, despertado la necesidad de inmortalizar su papel en la historia, aunque a menudo éste solo haya sido, simple y llanamente, el de haber caído ante un oponente más poderoso. ESTHER RODRÍGUEZ FRAILE
En las primeras civilizaciones, la guerra era la actividad de la que dependía la grandeza de un imperio: conquistar, amurallar, defender, sucumbir para, en muchos casos, volver a renacer, constituyen los hitos que jalonan las cronologías antiguas. Prueba de ello dan, por ejemplo, los restos arqueológicos hallados desde Egipto hasta Persia, pasando por todo el valle mesopotámico, que revelan al detalle las campañas militares que emprendieron sus dirigentes, así como la prosperidad que sus victorias reportaron a sus pueblos. En todas estas pretéritas civilizaciones, sin excepción, se exalta la figura de un rey que, gracias a su bravura e inteligencia y a la protección que le ofrecen los dioses –de los que es, como poco, vicario–, dirige a los suyos con mano firme y arrasa las tierras de aquellos que osan oponérsele.
Pero si el poderío militar mide el prestigio del monarca durante su reinado, tras la muerte de éste, en la memoria colectiva de los pueblos lo hace el arte que aquel poderío inspiró. Es el arte el medio a través del cual el gobernante de todo tiempo informa y deja constancia de sus proezas y éxitos en el campo de batalla; el que da testimonio de su genio –no se nos escapa que de forma muy a menudo enaltecida–, proyectándolo hacia el futuro.
El arte es el medio a través del cual el gobernante de todo tiempo informa y deja constancia de sus proezas y éxitos
El arte, máquina propagandística
Huelga decir que en toda guerra hay vencedores y vencidos. Victoria y derrota son la cara y la cruz de la misma moneda o, si se quiere, vasos comunicantes, de tal modo que cuanta más rotunda sea la primera tanto más estrepitosa será la segunda. Así las cosas, al aparato de propaganda en que se convierte en este sentido el arte le conviene la representación de una derrota sin paliativos del bando enemigo. La imagen victoriosa del rey, ante su pueblo, los embajadores vecinos o los espectadores de la historia, queda así reforzada.
Cabe señalar, no obstante, que las circunstancias políticas, sociológicas o económicas que rodean la concepción de una obra de arte de estas características no siempre pervierten la honesta vocación del artista. De vez en cuando, como sucede con las obras que comentaremos a continuación, éste se sacude las convenciones que le constriñen y, turbado ante el misterio humano, se entrega a la tarea de desentrañarlo –en busca del mensaje universal que encierra– a partir del material sobre el que trabaja.
El palacio de Assurbanipal
En Nínive, la última capital del imperio asirio, encontramos un buen ejemplo de ello. Durante el siglo VII a. C., el rey Assurbanipal expandió sus territorios –desde Egipto hasta la tierra de Elam, en la meseta iraní– como ningún otro de sus antecesores había sido capaz. Gracias a un ejército que superaba los 150.000 hombres, al mando firme y decidido del propio monarca y al armamento –muy sofisticado para la época–, las conquistas se sucedieron, un horizonte tras otro, hasta confines nunca imaginados. Tal fue la proeza, en fin, que en los bajorrelieves de alabastro del nuevo palacio que Assurbanipal mandó construir en la capital, se incluyeron, a modo de celebración, escenas de las campañas militares –en las que se aplastaba literalmente a los vencidos–, así como una serie de relieves sobre la caza del león, actividad a la que se dedicaban los sirios en tiempos de paz (conviene quizás decir aquí que al igual que la batalla era el motivo predominante del arte en tiempos de guerra para enaltecer el poder real, la caza lo era en los de paz, como bien atestiguan, en tiempos mucho más recientes, las pinturas de algunos monarcas españoles expuestas en el Museo del Prado). En el caso al que nos referimos, Assurbanipal aparece bien a pie, a caballo o en carro, armado con arco, espada o lanza, luchando contra leones que, pese a su mayor tamaño, acaban siendo derrotados por el poderoso brazo del rey y las flechas de sus ayudantes de campo. El sufrimiento que infringe a dichos animales es el mismo al que se exponen aquellos que perturben a su pueblo.
De entre todos los bajorrelieves tallados en el palacio de Nínive, destaca especialmente el de La leona herida, su fuerza expresiva que atrapa la atención del espectador. Paralizadas sus patas traseras por dos certeras flechas que le atraviesan el lomo, alza la cabeza sobre las garras anteriores mientras lanza al aire un rugido agónico, que sugiere más rabia que dolor. A pesar de su falta de resuello, de la extenuación de todos sus tendones y músculos, el escultor plasma –con inusual maestría– el orgullo con que la bestia encara la muerte, su fiera dignidad.
La especial consideración que esta obra muestra por el enemigo caído, hasta entonces inédita, agradó a Assurbanipal, puesto que, como decimos, cuanto más fuerte fuese el contrincante tanta mayor gloria recibía el vencedor. Sin embargo, quien pasee por la sala 10 del Museo Británico –donde se encuentra exhibida–, percibirá con mayor viveza, ciertamente, el rugido del animal que el regocijo del cazador.
Al igual que la batalla era el motivo predominante del arte en tiempos de guerra,
la caza lo era en los de paz
La idea griega del triunfo
Algo menos de tres siglos después, el centro de gravedad de la civilización ya se había desplazado a Grecia, por cuyas aportaciones al ámbito del pensamiento y a tantos otros –de las que somos deudores aún en nuestros días– hoy reconocemos un punto de inflexión en el devenir de la humanidad.
El antropocentrismo –sumado a un idealismo no sólo de forma sino también de fondo– había conducido al arte hacia el culto de la rica mitología griega (que, no está de más decirlo, tenía más de humana que de divina). Si bien en la escena artística de la época clásica (ss. V-IV a. C) la guerra desempeñaba un papel residual, la idea del triunfo sin duda sobrevolaba en ella: desde su pedestal, atletas o dioses miraban con altanera serenidad, seguros de su victoria bien en los Juegos, bien en las guerras en las que los dioses participaban.
Durante el periodo posterior conocido como helenismo –esa etapa postrera que se encuentra a caballo entre el imperio de Alejandro Magno y su absorción por parte de Roma–, se empezó sin embargo a representar el pathos, esa suerte de dolor o sufrimiento que aqueja a los hombres debido habitualmente a sus enfrentamientos con los dioses. En este sentido, la escultura del Laocoonte es ejemplo claro y conocido.
Desde su pedestal, atletas o dioses miraban con altanera serenidad,
seguros de su victoria bien en los Juegos, bien en las guerras
La dignidad del gálata
Ahora bien: la pieza clave para entender cómo el arte dignifica al vencido se halla –más bien se hallaba– en la ciudad de Pérgamo, en la actual Turquía. Fue allí donde, tras el asedio terrible pero infructuoso de los gálatas, el rey Átalo I, exultante, encargó una serie de esculturas que conmemoraran la victoria sobre los invasores, haciendo honor, eso sí, a la belicosidad que éstos mostraron durante el asalto. Una de ellas es el bellísimo Gálata moribundo, de la que sólo se conserva una copia romana en mármol, expuesta en los Museos Capitolinos.
Con gran realismo, la escultura muestra a un hombre que sabe que va a morir: sentado en el suelo, apoyado penosamente sobre el brazo derecho, lucha contra la muerte inminente, representada quizás por una herida en la pierna que el caído parece taponar con la mano izquierda. A su lado yacen inertes una espada y un cuerno de llamada. No ruge ni grita, mira simplemente al suelo; y, a pesar de la serenidad de su semblante, se advierte en él un misterioso bullir de reproches sobre la derrota y de recuerdos que evocan a sus seres queridos. Aun derrotado, lo esculpieron desnudo como a un héroe clásico, quizás en homenaje a la dignidad que todo ser humano merece.
Lo curioso es que, tras veinticuatro siglos de innumerables episodios de cruenta violencia –entre los cuales, por próximos y despiadados, destacan las dos guerras mundiales–, aún nos cueste entender lo que una leona y un bárbaro malheridos gritan desde su elocuente silencio de piedra.
Esther Rodríguez Fraile es investigadora y licenciada en Historia.