Si bien durante la infancia la relación de apego atraviesa un momento dulce, porque el niño admira a sus padres y no quiere defraudarlos, con la llegada de la adolescencia se trueca por parte del hijo en tendencia al desapego. CARMEN ÁVILA DE ENCÍO

Al respecto de esta tendencia, deben tenerse bien presentes dos factores que la explican, sin dejarse dominar por un sentimiento de desánimo: por un lado, el cambio hormonal que opera en los chicos, que trae consigo inestabilidad emocional y, por consiguiente, un desasosiego interior que puede manifestarse en conductas reservadas, vehementes, incluso hostiles…, que rompen la sincronía padres-hijo que previamente se había establecido; por otro, el hecho de que el adolescente tiene ya cuerpo de adulto –masa corporal, talla, peso– y quiere, junto con sus compañeros y amigos –cuya valoración cobra una importancia inusitada– hacer vida como tal, cuando carece a todas luces de la madurez necesaria: su cerebro no ha terminado de formarse; su pensamiento está muy ligado a la experiencia vital; no tiene proyección de futuro; su desarrollo afectivo está muy mediatizado por el citado cambio hormonal; carece de los recursos humanos y sociales que proporciona la experiencia…

Ante este panorama, convendría mantener viva la relación de apego a través de actividades lúdicas –deportivas, culturales, aficiones de distinta índole–, haciendo de la conversación el elemento crucial de la relación. Porque, ¿hablan hoy los padres con los adolescentes? ¿O sólo hablan los adolescentes entre sí? A simple vista puede parecer que el adolescente hace oídos sordos a las invitaciones de conversación de los mayores, pero lo cierto es que si la relación de apego ha sido buena durante trece o catorce años, al hijo adolescente sí le importará lo que se le diga… y mucho más de lo que parece.

Ahora bien, esa conversación ha de ser inteligente –sin interrogatorios ni moralinas ni descalificaciones–, distendida, sugerente, sin alusiones a aspectos personales. Se trata de invitarle a la reflexión con una frase, una sugerencia, una idea…, compartiendo con él preguntas, no conclusiones. El peso de la conversación recaerá habitualmente sobre él, pero si no quiere hablar, no importa que la conversación gire en torno al adulto en cuestión, en tanto el chico encuentre aspectos que le resulten atrayentes, o en torno a la realidad circundante que le suscite interés.

A través de esta conversación sostenida en el tiempo, fundamentada en la buena relación de apego mantenida durante años, el adolescente irá saliendo y volviendo a casa, enfrentándose a experiencias nuevas que tendrá que ir gestionando y resolviendo por sí solo, hasta convertirse en un joven adulto con alas y fuertes raíces: el afecto, la confianza y la estima de sus padres hacia él, y viceversa.

Carmen Ávila de Encío es doctora en Educación.