Nuestra relación con lo que nos rodea está salpicada de elementos afectivos. Siempre tenemos un estado de ánimo, una disposición emocional, de modo que nuestros sentimientos no son nunca completamente neutrales. Aparecen en el origen de nuestro actuar –en forma de deseos, ilusiones o temores–, nos acompañan luego durante nuestros actos –produciendo placer, disgusto, diversión o aburrimiento–, y surgen también después de haber actuado (haciendo que nos invadan sentimientos de tristeza, satisfacción, ánimo, remordimiento o angustia). Son como un reducto interior que no siempre logramos controlar ni conocer con claridad. ALFONSO AGUILÓ

Todos tenemos también experiencia de cómo nuestros sentimientos pueden cambiar con gran rapidez. Además, en el mundo afectivo, como en el de la salud, un pequeño dolor, aunque sea muy localizado, puede influir mucho en el conjunto del estado sentimental. Igual que, por ejemplo, un dolor de muelas no afecta sólo a las muelas, sino que hace a toda la persona encontrarse molesta y dolorida, hay factores emocionales que parecen pequeños, y quizá lo son, pero notamos que nos afectan mucho. Por eso, educar esas reacciones afectivas es importante para poder llevar realmente las riendas de nuestra vida y así educar de modo inteligente nuestros sentimientos.

Valentía para cambiar lo que se puede cambiar

El ser humano ha buscado siempre actuar sobre su estado de ánimo. Desde niños hemos observado que unos sentimientos nos sumergen en la tristeza y nos gustaría librarnos de ellos, y para eso hemos ido ensayando unas técnicas sencillas, válidas para los casos más simples. Si estoy irritado por culpa del cansancio, me basta con descansar para ver las cosas ya de otro modo. Si estoy aburrido, busco compañía y entretenimiento. Si siento miedo, pruebo a considerar la poca gravedad de su causa, o a distraerme con otra cosa para ver si el miedo se desvanece.

Pero sabemos que estas estrategias tienen serias limitaciones ante estados sentimentales más complejos, sobre todo cuando se trata de sentimientos ya bastante incorporados a nuestras vidas y que forman parte de nuestro estilo sentimental.

Unas veces, la solución será actuar sobre las causas de aquello que nos está afectando negativamente. Otras, no será posible, y tendremos que esforzarnos por cambiar nuestra respuesta sentimental ante cosas inevitables que nos suceden. Como señalaba aquella vieja sentencia, hemos de tener valentía para cambiar lo que se puede cambiar, serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar, y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro.

Lo malo es que a veces hay cosas que podrían cambiarse, pero no queremos enfrentarnos a ellas de verdad. Son fenómenos de escapismo en los que, de forma más o menos consciente, eludimos o ignoramos la realidad y buscamos refugio en otras cosas. En sus grados más elevados, es lo que sucede con el recurso al alcohol, el juego, los estimulantes o la droga. Son fugas que pretenden mejorar nuestro estado sentimental, pero no lo logran: en vez de asumir lo que sucede, se intenta escapar por mal camino.

A veces, en vez de asumir lo que sucede, intentamos escapar por mal camino

Corregir las diferencias existentes en el tono afectivo personal

No suelen ser las cosas que nos pasan lo que nos hace felices o desdichados, sino más bien el modo en que las asumimos. Las estructuras sentimentales forman parte del carácter. A una persona cobarde o pesimista suelen faltarle fuerzas para enfrentarse a las diferentes situaciones que le depara la vida. En cambio, una persona decidida y optimista superará con buen ánimo esas mismas dificultades. Y una persona agresiva puede arruinar su familia o el ambiente de su lugar de trabajo con sus intemperancias.

Es verdad que todo el mundo prefiere tener un carácter optimista y alegre, por ejemplo, pero la realidad es que no es fácil lograrlo. Todo el mundo prefiere la alegría a la tristeza, la serenidad a la angustia, el ánimo a la depresión, el amor al odio, y la generosidad a la envidia. Lo malo es que, al llegar a la edad adulta, nos encontramos con que no somos como nos gustaría ser, y tenemos un estilo sentimental ya muy hecho, que es como un núcleo duro dentro de nosotros, muy resistente al cambio. Por eso, acometer cuanto antes la educación del carácter –y con ella, la educación de los sentimientos–, es tan decisivo para lograr una vida feliz.

El asunto decisivo es cómo se pueden corregir esas diferencias en el tono afectivo personal. Las personas tendemos a buscar refugio en lo que nos resulta menos costoso (eso no siempre es malo, pero bastantes veces sí). Por eso debemos procurar no encerrarnos en esas zonas de comodidad que todos tenemos: soledad, retraimiento, inhibición, falta de autoridad, resistencia a expresar lo que pensamos o sentimos, etc. Hemos de poner esfuerzo para salir de esos cálidos refugios y así modelar poco a poco nuestro estilo sentimental. Naturalmente, ese esfuerzo ha de mantenerse durante bastante tiempo, hasta que se asuman como rasgos ordinarios de nuestro carácter.

¿Y puede llegarse a un estado sentimental en el que apenas haya sentimientos desagradables? Los sentimientos suelen revelar significados reales, y por eso resulta muy peligroso pretender aniquilarlos sistemáticamente. Por ejemplo, si jamás tuviéramos sentimientos de culpa o de vergüenza, seríamos unos sinvergüenzas, o al menos unos frescos, puesto que todos hacemos cosas mal (al menos de vez en cuando). Si jamás tuviéramos sentimientos de miedo, seríamos unos temerarios muy peligrosos. Y si jamás sintiéramos ira, es posible que fuéramos unos pasotas.

Así, hay muchos sentimientos desagradables que son positivos y necesarios. Para modelar el propio estilo sentimental que compone nuestro carácter, lo que necesitamos es saber qué conviene cambiar, y cómo. Pero no pensemos que es cuestión simplemente de eliminar los sentimientos desagradables. Porque eso también conduciría a la ruina personal. Educar los sentimientos es algo más complejo que eso.

No suelen ser las cosas que nos pasan lo que nos hace felices o desdichados,
sino más bien el modo en que las asumimos

Cultivar una elevada sensibilidad personal

La mayoría de los cambios se producen después de advertir en nosotros –siempre con cierta dosis de sorpresa– algo que nos desagrada. Ese descubrimiento nos produce un impacto emocional, más o menos fuerte, que evaluamos, sobre el que reflexionamos, y que finalmente nos hace decidirnos a dar un cambio. Por eso, la mayor parte de las deficiencias afectivas proceden de la ignorancia sobre cómo es uno mismo y por qué: la mayoría de los cambios de una persona proceden de una mejora en la percepción sobre sí misma y sobre la realidad en general. Y para lograrlo, es preciso mantener siempre una considerable capacidad de sorpresa, una suficiente capacidad de autocrítica.

Hay que cultivar una elevada sensibilidad personal que nos permita captar aquello que en nuestra vida no debe pasarnos inadvertido. A su vez, esa percepción que cada uno tiene de sí mismo depende mucho de la que tengan los demás. De ahí la importancia de sentirse valorado y querido por quienes nos rodean, y por eso también gran parte de los trastornos afectivos tienen su origen en una deficiente comunicación con las personas más cercanas.

Para evitar esos problemas, o para intentar subsanarlos, es preciso establecer buenas relaciones personales. Esto es aplicable a la familia, a las relaciones de amistad o vecindad, al ambiente de trabajo o a cualquier otro. Y en el caso de la enseñanza, o de la educación en general, muestra la importancia de lograr, en mayor o menor medida, la colaboración del interesado.

Alfonso Aguiló es experto en educación y autor de numerosos libros y artículos.