Frente al pasado y al presente, “el rasgo más destacado de la temporalidad específicamente humana lo constituye la aptitud que el hombre posee para rebasar la diacronía, la sucesividad aparentemente inexorable del tiempo físico, para conferir densidad y grosor a lo que fuera de él sólo es una sutil línea de puntos; para hacer, en fin, que el pasado no sea lo ya-sido y el futuro lo aún-no-sido; para engrosar el presente con la condensación del pasado y ensancharlo con la anticipación del futuro. El hombre es ahora por algo (por lo que ha sido) y para algo (para lo que será). Ello quiere decir que su pasado per-vive en él realmente, lo estructura en su actual semblante, no ha sido aniquilado, no ha desaparecido; y que su futuro pre-vive en él, lo moviliza, lo estimula, lo orienta en esta o aquella dirección” (Ruiz de la Peña). MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

El hombre es un ser más de futuro que de pasado precisamente porque es capaz de la novedad, porque es un ser abierto a la sorpresa, capaz de innovar, de inventar; no sólo artefactos, no sólo artificios técnicos, sino nuevas soluciones personales para su vida. Del hombre, como de Ulises en la Odisea, se puede decir que es polýtropos, un ser de muchos caminos, de inventiva, de abundantes recursos.

“Heráclito –cita y comenta Polo– sentó una distinción muy clara entre dos maneras de abordar el futuro. Una de sus sentencias dice: «al que aguarda le sobreviene lo que aguarda, pero al que espera le acontece lo inesperado». De la esperanza surge el encuentro con lo insospechado; en cambio, si aguardamos sucede, a lo sumo, aquello que se aguarda”. Lo que se aguarda siempre tiene una connotación negativa. Cambiando ligeramente el enunciado de una de las leyes de Murphy –“todo lo malo que pueda ocurrir, ocurrirá”– se podría también decir: “el mal que se aguarda, fatalmente sobrevendrá”. Ejemplo trivial de esto es el de quien comienza a conducir en bicicleta, por ejemplo; si un día al bajar una cuesta repara en una anciana que delante de él en ese momento cruza por el paso de peatones, haga lo que haga la anciana –retroceda, avance deprisa o se quede en su lugar–, haga lo que haga el conductor, la anciana será atropellada.

Aguardar connota una actitud pasiva ante la vida, una actitud desencantada. La vida es vivida entonces no como acción, sino como pasión; uno no mueve, sino que es movido, golpeado, atropellado por los acontecimientos: la vida se le viene a uno encima. Se vive entonces como en retirada, porque todo resulta hostil y penoso, y aparecen la monotonía y el aburrimiento que convierten la vida en realidad indiferenciada, gris e insípida: “todo es igual y siempre lo mismo”. Esta situación en una persona normal puede presentarse esporádicamente como consecuencia de algún suceso fuertemente adverso o doloroso. Pero cuando esa actitud se encroniza las consecuencias pueden ser graves; la vida entonces se lentifica y puede llegar a paralizarse.

El hombre es un ser más de futuro que de pasado porque es capaz de la novedad

Tener algo propio que decir

En este caso el error está en la mirada con que se la mira: una mirada apagada y turbia, una mirada no inteligente, incapaz de descubrir en ella posibilidades nuevas, una mirada que ve pero no mira, no repara en las cosas, una mirada corta y miope, que no llega más allá de la punta de la nariz, porque el sujeto en esa tesitura sólo tiene ojos para sí mismo (sólo él resulta interesante para sí mismo). Quien se cierra de esa manera clausura la posibilidad de encontrar interesante la vida: lo exclusivamente individual se convierte en obsesión que aísla. Por el contrario, el horizonte de la vida se torna dilatado cuando el punto de partida no es tanto la pregunta “¿qué espero yo de la vida?” cuanto esta otra: “¿qué espera la vida de mí?”; porque en este segundo caso la vida no es ya un algo anónimo, un mecanismo retributivo de recompensas multiplicadas, sino un alguien con rostro, quizá una multitud de rostros (pero no anónima), que nos necesitan y nos esperan.

La actitud pasiva del que aguarda contrasta con la actitud activa y abierta del que espera, de aquel para quien en la vida no está todo dicho ni inventado y él tiene algo propio que decir. Por eso, “si al que aguarda le sobreviene fatalmente lo que aguarda, al que espera, por el contrario, le acontece lo inesperado” (Polo). Al que espera no le sirve de nada la opinión del pasivo: “esto es lo que hay, esto no da para más”. Acepta lo que hay, pero entiende que “lo que hay” no tiene por qué ser “todo lo que podría haber”. El que espera tiene un concepto creativo de la vida: no se resigna a la pura facticidad de lo que ocurre, no acepta la inevitabilidad de lo rutinario. Es capaz de encontrar en sí mismo recursos, a primera vista escondidos o inexistentes, para sacar adelante soluciones valiosas, posibilidades nuevas, propuestas de futuro: hay que sacar a flote lo imprevisible, lo desacostumbrado, lo que no se da y debería darse porque dignifica y amplía el horizonte de la vida del hombre.

Lo que abunda, lo que se da mayoritariamente es “la violencia, la zafiedad, la crueldad, el desamor, el tedio, la dejadez, la mala educación (…). «Lo que hay es lo que hay»; «no hay más cera que la que arde», afirmaciones tan irrebatibles como falsas, porque la realidad sólo se agota cuando no hay frente a ella una inteligencia capaz de descubrir posibilidades nuevas. Es la pasividad la que permite que el desierto avance. Por fortuna, a veces entre la espesa fauna gris aparece de repente un elefante blanco: en el páramo brota una flor inesperada y magnífica; alguien ha realizado una acción generosa, ha pronunciado una metáfora vital, ha engalanado el mundo con su pequeño gesto de ternura; alguien no se ha abandonado, alguien se ha mantenido alerta y animoso; alguien se ha sobrepuesto a la ley de la gravedad, alguien ha inventado en la realidad una posibilidad hermosa. Todo lo demás era previsible: la violencia, el egoísmo, la crueldad, el desdén, el sálvese quien pueda, los invasivos mohos de la facticidad. Pero lo que ahora ha sucedido rompe esa lógica de la decadencia. ¡Qué vileza sería acostumbrarse a ello! Aquí tenemos una empresa de alto bordo: decidir no acostumbrarnos (…). La naturaleza tiende a la habituación; ése es su destino. Pero me gustaría definir al ser humano como el ser que nunca se acostumbra. Tal vez en esto consista la libertad” (Marina).

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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