“Yo, fray Odorico del Friul, de la Orden de los frailes Menores, testifico […] que he escrito acerca de todas las cosas que vi con mis propios ojos o escuché de hombres dignos de fe. Y la tradición oral de estos países atestigua que las cosas que yo no vi son verdaderas. Dejé de lado otras muchas cosas y no las hice escribir pues muchas de ellas eran casi increíbles si no las hubiera visto con mis ojos”. ESTHER RODRÍGUEZ FRAILE

Estas palabras, contundentes y escuetas, culminan uno de los relatos de viajes más importantes de cuantos se difundieron en Europa al final de la Edad Media. Con ellas, su autor, el religioso franciscano Odorico de Pordenone, certificaba la veracidad de sus vivencias. Lo cierto es que no se diferenciaban mucho de las empleadas por su coetáneo Marco Polo, el más conocido viajero de aquella época, responsable de la fascinación que despertó en Europa el Extremo Oriente, así como del impulso de un género literario, el de viajes, que alcanzaría una notoriedad hasta aquel entonces desconocida. Porque, si bien existían ya precedentes imperecederos –es el caso de Plinio el Viejo, del s. I, con su Historia Natural; o del Peregrinatio de Egeria, la mujer que en el siglo IV plasmó su viaje a Tierra Santa; o, más cercano en el tiempo, de la obra del rabino navarro Benjamín de Tudela, quien en el siglo XII recorrió todo el Mediterráneo, hasta llegar a Persia, para acabar realizando portentosas descripciones de ciudades como El Cairo, Alejandría o Palermo–, hasta la irrupción del famoso mercader veneciano, o de nuestro desconocido pero no menos brillante Odorico de Pordenone, no disfrutó el género de semejante aceptación y reconocimiento.

Hablamos, naturalmente, de la Europa de los siglos XIII y XIV, en la cual, una vez asumido el desmoronamiento del Imperio romano –un proceso arduo e indigesto, que duró muchas centurias–, se adivina una suerte de despertar: es el momento en que se asientan e integran los pueblos bárbaros; en que en la Península Ibérica o en los Santos Lugares se lucha contra los musulmanes; en que renacen las ciudades y surge la burguesía como nuevo grupo social, pujante y efervescente; en que aparecen las Universidades; en que las lenguas vulgares se vuelven cultas, arrebatando al latín el monopolio de la literatura escrita… Una Europa, en fin, que se despereza; todavía sin imprenta ni ferrocarril ni barco a vapor, pero en la que en número asombroso, no obstante, circulan ejemplares de libros escritos, o dictados, por intrépidos viajeros que marchan hacia el Este, a las llamadas genéricamente como Indias (destino que, tras el descubrimiento de América, dejará de gozar de primacía ante los cronistas).

Un tiempo en que mercaderes, embajadores, peregrinos, caballeros o misioneros, a la vuelta de sus periplos por el subcontinente indio, y más allá, por el sudeste asiático, relataban sus –muchas veces fantaseadas– experiencias.

Odorico de Pordenone contribuyó decisivamente al
auge en Europa del género de viajes

Una extraordinaria aventura

Odorico Mattiusi nació en torno al 1265 en Villanova de Pordenone, en la provincia italiana de Friuli, un territorio de soberanía incierta pues fue objeto de disputa, durante siglos, por parte de Venecia, Carintia, Austria e incluso Bohemia. De hecho, tanto el germánico nombre de Odorico como su posible ascendencia o la época en que nació lleva a algunas fuentes a decantarse por el nombre de Odorico el Bohemio. Sea como fuere, creció en territorio italiano y profesó como religioso franciscano en el monasterio de Udine. Vivió allí su vocación de fraile mendicante hasta que, en abril de 1318, partió de Padua rumbo a Constantinopla, iniciando el viaje que le haría pasar a la historia. Del mismo regresaría doce años después, en 1330, poco antes de fallecer.

Su aventura fue del todo extraordinaria. Recorrió por mar la costa mediterránea, hasta el mar Negro y Trebisonda (Turquía). De allí, por tierra, se encaminó a Erzurum (Armenia), visitó el bíblico Monte Ararat y prosiguió hacia Tauris (Tabriz, Irán), Kashan y Shiraz, territorios de Persia donde tuvo ocasión de admirar las míticas ruinas de la ciudad de Persépolis. Luego de Bagdad, en Ormuz, embarcó de nuevo rumbo a la India.

Su llegada a la isla de Salsete, la primera de sus escalas en la Península de Indostán, en abril de 1321, coincidió en el tiempo con el martirio de cuatro frailes. A fin de honrarles, Odorico recogió sus restos y, pese al recelo de los marineros del barco en que viajaba –semejante cargamento fúnebre era, según la supersticiosa tripulación, augurio de malos presagios–, los llevó consigo en adelante. Recorrió la costa india de Malabar, dobló el cabo Comorín y se dirigió a continuación al norte, hacia Madrás, en busca de la tumba del apóstol Santo Tomás. Más adelante visitó Ceylan (Sri Lanka) y, bordeando la costa sur de Sumatra, la isla de Java (es muy probable que fuera el primer occidental en recorrerla). De allí saltó a Borneo, luego a Cam Pha (Vietnam), y ya en China, pasó por Cantón, Quanzhou, Fuzhou y Cambaluc, antes de instalarse en Pekín por espacio de tres años. Juan de Montecorvino, fundador del convento franciscano en que residió durante ese largo periodo, le encomendó la tarea de volver a Roma para informar al Papa de la situación de la Iglesia en Oriente y solicitar el envío de más misioneros.

Llegado el momento de regresar a Europa –y obedeciendo una vez más al impulso de la aventura–, Odorico tomó la Ruta de la Seda descrita por Marco Polo. Llegó a visitar en el Tíbet la ciudad de Lhasa, lo cual hizo de él también, presumiblemente, el primer occidental en pisarla. A continuación pasó por Pamir (Tayikistán), en dirección a Kabul (Afganistán), luego por Jurasán (Irán) y, finalmente, rodeando por el sur el mar Caspio, por Trebisonda, en cuyo puerto embarcó hacia Italia.

Es muy probable que fuera el primer occidental en pisar algunos de los
territorios del Extremo Oriente

Su relato, a examen

Odorico, que enfermó a su regreso a Italia, murió antes de poder ser recibido en audiencia en la Santa Sede. Su periplo, sin embargo, no había pasado desapercibido entre sus superiores, y, por indicación de estos, gracias a Guillermo de Solagna, lo dejó por escrito.

Enseguida suscitó el fabuloso relato un enorme interés entre el público, cosechando tal éxito que Juan de Mandeville, o quien quiera que fuese el autor que se ocultaba tras este nombre, lo incluyó en su Libro de las maravillas del mundo, y hasta quiso hacerlo pasar por suyo.

Los eruditos en la materia han extraído una serie de conclusiones sobre la obra de Odorico. Lo sitúan a caballo entre los Itinerarios de la primera Edad Media y los Libros de Maravillas que se popularizaron durante los siglos XIV y XV. Se da por cierto que Odorico realizó el viaje que narra, y que visitó todos y cada uno de los sitios de los que da cuenta (algo que no era imprescindible, como bien deja a las claras Jourdain de Séverac en su obra Maravillas de Asia, cuando habla encendidamente de una “Tercera India que en realidad no he visto y donde no he ido, que he oído que es digna de fe y de muchas maravillas”); así como que el religioso franciscano, sabedor de que su condición de fraile le revestía con un manto de autoridad del que no disfrutaban otros autores, exageró los elementos exóticos y recurrió a los entonces llamados mirabilia (definido como aquello que materializa lo prodigioso).

Destacan los expertos, por otra parte, el escaso protagonismo que tomó Odorico en su propio escrito. Es probable que el hecho de que careciera de una misión concreta y viajara por estrictos motivos religiosos –a diferencia, por ejemplo, de Guillermo de Rubruck, que transportaba consigo una embajada secreta de Luis de Francia, dirigida a los caudillos tártaros y mongoles–, le llevara a querer pasar inadvertido en el relato. A la vista de los resultados de su acción evangelizadora –llevó a cabo durante su viaje más de 20.000 bautizos–, se adivina fácilmente en qué tenía más bien puesta la cabeza el religioso.

Pordenone llevó a cabo durante su viaje más de 20.000 bautizos

Entre “la maravilla y el milagro”

La manera en que presenta sus viajes obedece a un esquema común, que los expertos califican de “académico”: habla del lugar en cuestión en un primer momento, aclarando en lo posible el topónimo, y luego del clima y del paisaje, prestando más atención a la orografía, la arquitectura y las costumbres que a la fauna y la flora. Se trata, en realidad, del enfoque que más habitualmente realizan los libros de viajes, e incluso algunas novelas pretendidamente realistas (Miguel Strogoff, por ejemplo, u otras obras del propio Verne).

A continuación, aun inclinándose hacia lo maravilloso, describe con sencillez y bastante objetividad las cañas mágicas de China, las 4.000 perdices de Trebisonda, los hombres con cabeza de perro de Nicobar, los palacios de oro y plata del Gran Khan, o los ritos funerarios tibetanos que todavía hoy se practican en algunas regiones. En cada caso se hace notar un curioso equilibrio entre la fascinación exótica que los fenómenos orientales le suscitan y la confianza racional y teocéntrica en la que su vida se asienta. No en vano, según se dice, la obra de Odorico gravita en torno a “la maravilla y el milagro”.

En cualquier caso, lo cierto es que la mirada de este franciscano ayudó a enriquecer la que por aquel entonces tenía Occidente del resto del mundo. Odorico ensanchó horizontes y atravesó fronteras, tras su muerte y durante siglos, curiosamente también ahora, como demuestra el hecho de que acaben de trasladar una reliquia del singular viajero, beatificado en 1775, desde Udine a Praga, a la iglesia de Nuestra Señora de las Nieves, que los checos reclamaban desde antiguo por la vinculación del fraile con Bohemia. Una reclamación que invita a pensar que Odorico de Pordenone es, en realidad, patrimonio de todos los pueblos.

Esther Rodríguez Fraile es investigadora y licenciada en Historia.