Jaime Nubiola es profesor de Filosofía de la Universidad de Navarra. Leí en su cuenta de Twitter “me gusta pensar e invitar a los demás a pensar y a escribir”, y se me ocurrió preguntarle qué quería decir con eso. Este es un resumen de nuestro encuentro.
JULIO MOLINA

PREGUNTA. ¿Cómo definiría usted el pensamiento actual? ¿Qué se cuece hoy en la cabeza de la gente?

RESPUESTA. No es una pregunta fácil, pero creo que uno de los rasgos evidentes de la cultura contemporánea es lo que podríamos llamar la superficialidad. Esto se traduce en aspectos diversos, algunos de ellos tan anecdóticos, en apariencia, como el de la sobreatención a las máquinas y la desatención a las personas. La típica imagen de una pareja cenando en un restaurante que no habla entre sí porque está pendiente de sus máquinas. Tengo ahora a la vista el letrero de un bar mejicano que bajé de Facebook que dice “No tenemos WiFi, hablen entre ustedes”.
Y lo cierto es que no es un comportamiento que deba sorprendernos. Es más fácil interactuar con una máquina que con una persona. Así se evitan muchos desacuerdos, conflictos, el riesgo de desencuentro. Haciendo un simple click las máquinas permiten borrar lo que no nos guste o incomode, y a simple vista eso es una gran ventaja.

P. Habla de la sobreatención a las máquinas como indicio de la superficialidad. ¿A qué se refiere exactamente?

R. La superficialidad significa prestar sólo atención a lo inmediato, a lo que distrae, a la gratificación. Me parece un punto decisivo para el futuro incluso de la humanidad.
Seguro que conoce la novela de Aldous Huxley Un mundo feliz, que plantea un futuro en el que se puede comprar una droga –el soma– que elimina el sufrimiento. La persona superficial es la que vive el momento presente y no sufre, la que no tiene ocasión de reflexionar sobre el sufrimiento.

P. No pensamos lo suficiente sobre lo que nos pasa.

R. Nos cuesta hacerlo. Pascal, el filósofo francés, ya decía que “el mal más grave del hombre de nuestro tiempo es que es incapaz de estar media hora a solas en su habitación”. Es algo que se ve en la gente joven. Tienen miedo al silencio, así que se ponen los cascos con música, por ejemplo, para distraerse. A los mayores también les pasa cuando buscan sentirse acompañados poniendo la televisión o la radio que al final ni ven ni escuchan. A veces buscamos un ruido de fondo que nos ayude a no tener que pensar.
Creo que es el problema de fondo.

“La superficialidad significa prestar sólo atención a lo inmediato,
a lo que distrae, a la gratificación”

P. Quizás pensar nos aburre.

R. Lo que más nos gusta a los seres humanos es comprender. Lo necesitamos. Estamos hechos para comprender aunque a veces sea doloroso e implique quizás un cambio de vida o una rectificación. Hay que tener presente que no pensar lleva a tener una vida superflua.
El día que uno se para a pensar, ve más claramente. La vida que antes era plana, gana en altura, adquiere perspectiva. Pararse a pensar un poco todos los días cambia la manera de estar en el mundo. Yo animo a la gente a sacar una libreta y un bolígrafo –o el dispositivo de turno– y a escribir sobre los conflictos que haya podido tener, sobre alguna cuestión que le impresione o inquiete, sobre los proyectos o ideas que ronden por su cabeza. Tenemos la necesidad de pararnos a pensar y de comprender qué nos pasa. A veces tendremos que recurrir lógicamente a ayuda de fuera, pero nos sorprendería descubrir los resultados de ese ejercicio cotidiano.

P. ¿Podría describir alguna circunstancia actual en la que reconociéramos la falta de reflexión a la que alude?

R. Quizás haya visto una película titulada Hannah Arendt, de la prestigiosa directora alemana Margarethe von Trotta. No es especialmente buena, pero ofrece lecturas muy interesantes. Hannah Arendt, una filósofa alemana que reside en Estados Unidos, es enviada a Jerusalén por la revista cultural The New Yorker para cubrir eljuicio al nazi Adolf Eichmann. Lo que le impresiona a Arendt es que Eichmann no es una mala persona en particular; más bien es un burócrata que quería trepar en las SS, cumplir con las expectativas y ofrecer buenos resultados, lo que le llevó –no era un hombre torpe– a enviar a cientos de miles de judíos húngaros a Auschwitz y a otros campos de exterminio. No era un hombre particularmente malo. Quería a su mujer, a sus hijos… pero había renunciado a pensar por su cuenta. Obedecía órdenes: “hice lo que hacían todos”.
Salvando desde luego las distancias, nos ocurre ahora algo parecido. Ocurre, por ejemplo, con la corrupción política en España. Se habla de ella en todas partes, en todos los partidos. No dudo que la haya, pero lo que resulta sorprendente es que todas esas personas corruptas tampoco son particularmente malas (no son asesinos, o violadores). Algunas de ellas han sugerido a veces que lo hace todo el mundo. Han renunciado a pensar por sí mismos y han aceptado participar en las “estructuras de pecado”, como las llamaba Juan Pablo II.
Esa falta de reflexión sucede en el ámbito de la política, pero también en el ámbito de la familia. Son muchos los matrimonios que tiran la toalla cuando se presentan dificultades. Se separan, o se divorcian incluso, al año o a los dos de haberse casado. Ante las primeras dificultades –no digo que no haya dificultades serias en ocasiones–, renuncian a la posibilidad de pensar en ellas, de estudiarlas e intentar superarlas, ya sean de índole económica, de convivencia, etc. A veces nos faltan recursos intelectuales y morales para afrontar esta tempestad. Y la única solución es pararse, reflexionar, recurrir probablemente a profesionales de terapia familiar, e intentar cambiar para adaptarnos al otro. Los defectos pueden formar parte de un proyecto de vida común, de amor, de convivencia y de futuro.

“Estamos hechos para comprender aunque a veces sea doloroso e
implique quizás un cambio de vida o una rectificación”

P. Dice que a veces nos faltan recursos intelectuales y morales. ¿A qué se refiere?

R. Vivimos un tiempo confuso. Es probable que se acuerde de un verso de Campoamor que decía “nada es verdad ni mentira: todo es según el color del cristal con que se mira”. Eso es lo que se aplica a las cuestiones éticas en la actualidad. Con respecto a la física o la medicina, sin embargo, la actitud que se adopta es casi fundamentalista. Se considera que la verdad es lo que dicen los médicos –no se discute–, pero en cuanto a temas éticos cada uno puede hacer lo que mejor le convenga en tanto en cuanto no perjudique a los otros. Y es un profundo error. La actitud científica hay que aplicarla también a los problemas éticos, a los problemas sociales, a los problemas ciudadanos. La reflexión sobre cuestiones éticas es una obligación moral.
Es lo que se llama la desarticulación de ciencia y filosofía: las cuestiones éticas no son científicas. Cada uno tiene una opinión válida aunque haya opiniones mejores y peores. La profesora Alejandra Carrasco señala con acierto que la verdad no es verdad porque se cree, sino que se cree porque es verdad. La verdad no es el consenso. Más bien el consenso es fruto de la verdad. Si todas las opiniones valen lo mismo, ninguna opinión vale nada. Todo esto trae consigo quebraderos de cabeza a la hora de reflexionar sobre nuestras propias vidas.

P. Ha dicho antes que en la novela Un mundo feliz se vende una droga para eliminar el sufrimiento.

R. Efectivamente. Es un punto importante. Lo opuesto a la superficialidad de la que hablábamos es la profundidad, la reflexión, ser capaz de dar sentido al sufrimiento. Dar sentido a las cosas negativas que tenemos en nosotros mismos y a nuestro alrededor.
Así como hemos señalado antes la necesidad de pensar –valga aquí la célebre sentencia de Kant “atrévete a pensar”–, habría que hacer ver también la necesidad de sufrir. La profesora Carrasco utiliza el lema de Kant para expresar esta idea: “atrévete a sufrir”. Nuestra cultura contemporánea excluye el sufrimiento. Lo esconde de alguna forma, aunque claro que existe. A mí siempre me han impresionado los casos de los multimillonarios, o de los artistas famosos que se suicidan por drogas o lo que sea, gente terriblemente insatisfecha aun teniéndolo todo. Gente que sufre más que otros en apariencia más desgraciados.
Hemos de enseñar a nuestros hijos y a la sociedad que no es posible eliminar siempre el sufrimiento. A pesar del gran progreso material. A veces se trata de sufrimientos morales, físicos o, sin ir más lejos, aquellos que causa el paro que asola nuestro país en estos momentos. Hemos de aprender que una condición de la vida humana es el sufrimiento. Esto se puede hacer por estoicismo, o bien por un sentido religioso. La señal de los cristianos es la cruz, que tiene un fuerte componente de sufrimiento y también de redención, de salvación, de un horizonte de vida.
El problema es negar que el sufrimiento exista.

“Hemos de enseñar a nuestros hijos y a la sociedad que
no es posible eliminar siempre el sufrimiento”

P. ¿Qué papel puede jugar la filosofía?

R. La filosofía es educación para adultos. Y a quien hay que educar, sobre todo, es a los adultos. Se puede mostrar lo que funciona y lo que no funciona tan bien (por muy generalizado que esté).
Como decía antes, lo que más nos gusta a los seres humanos es saber, comprender, aprender cosas nuevas, y la filosofía es amor a la sabiduría. Hay gente que se limita a decir que ya lo sabe todo, pero lo que le pasa en realidad es que ha bloqueado su capacidad de aprender y, por tanto, de cambiar. Quien quiere aprender, está dispuesto a cambiar. El cambio es duro y exigente, pero podemos llegar a relacionarnos con el mundo de otra forma.
A mí me gustó mucho el libro Ejemplaridad pública, del filósofo español Javier Gomá, en el que se ponía en valor el empeño de ser ejemplar. En mi caso, ser un buen profesor: preparar las clases convenientemente, corregir mis exámenes a tiempo y, en la medida de mis posibilidades, por todo eso, ser ejemplar. Se trata de un compromiso difícil, que cuesta esfuerzo; pero es más que necesario tener ejemplos a nuestro alrededor, ver en otros un ejemplo de vida que podríamos llamar ‘filosófico’, donde se abraza la razón por encima de la conveniencia, el placer o el egoísmo.
A mi juicio, otra aspiración importante en la sociedad de hoy sería la de alcanzar la sobriedad personal. Buena parte de la pasada crisis económica fue motivada por el hecho de vivir por encima de nuestras posibilidades. La gente de la banca, por ejemplo, vendía productos financieros de dudosas garantías y escaso valor para seguir percibiendo unas retribuciones desproporcionadamente altas.
La opulencia, la prodigalidad, el exceso, hace que todo sea fácil, que nada valga nada. Perdemos así la medida de las cosas, y eso no es una buena escuela.

P. La importancia que le concedemos al dinero es nuestro talón de Aquiles.

R. El dinero es un sustituto del sentido en muchas ocasiones. Como no se sabe qué finalidad tiene lo que hago, gano por lo menos dinero. Tanto como pueda. Las crisis bancarias y los productos subprime son buen ejemplo de ello.
El economista alemán E. F. Schumacher, en su libro Lo pequeño es hermoso, cuenta una anécdota reveladora. Un investigador americano se encuentra en el puerto de Alejandría y ve a un hombre pescar un pez estupendo y venderlo a continuación en el mercado. Para su sorpresa, sin embargo, el hombre no hace nada más el resto del día. En un momento dado se acerca a él y le dice que se dedique a pescar, que sabe hacerlo bien y que puede hacerse rico. Pero el hombre no entiende por qué ha de ganar dinero. Así podrá descansar y hacer lo que quiera, le dice el americano, pero el hombre se defiende diciendo que eso es justo lo que ya hace.
Vivimos en una sociedad en la que, de alguna forma, hay que ganar dinero. ¿Para qué tener que ganar tanto dinero? Eso no se sabe. Es necesario ganar lo suficiente para vivir, desde luego, pero no hace falta tener mucho más.
El dinero sustituye el cariño muchas veces. El reconocimiento social que proporciona el dinero es un sustituto del afecto, del amor. Es una cuestión bastante universal, propia de nuestra naturaleza.
Existe también la tendencia de cifrar el valor de una profesión por su retribución, y es un error antropológico. Lo que nos hace felices no es el dinero, sino la íntima satisfacción que procede del trabajo bien hecho, de que nuestro trabajo tenga sentido y ayude a nuestro alrededor.

P. No me quiero despedir sin preguntarle por la lectura. Con tanta máquina y el aluvión de imágenes parece que cada vez se lea menos…

R. No estoy tan seguro de eso. Los datos son un poco desconcertantes. Cada año son más los títulos que se venden (también en España, aun no siendo un país especialmente lector). Sí es verdad que está cambiando el mercado editorial, sobre todo con la irrupción del libro digital. El reto actual de los escritores es demostrar que lo que escriben es más interesante que lo que ofrecen las pantallas, y yo en ese punto soy optimista.
Leía la semana pasada una cita atribuida a Emerson, un filósofo y literato norteamericano, que decía lo siguiente: “si un hombre es capaz de escribir un libro mejor, o predicar un sermón mejor, o fabricar una ratonera mejor que su vecino, por mucho que habite en medio de los bosques, el mundo acabará abriendo un camino trillado hasta su puerta”. La idea es que las personas, aun buscando al principio lo fácil, acaban aspirando a algo mejor, de más calidad, más sofisticado, y entonces es posible –en particular si de niño se ha tenido la ocasión de leer– descubrir la lectura. Leer es un camino para pensar, para conectar con la experiencia de otros.