Estamos tan acostumbrados a nosotros mismos, tan familiarizados con nuestro propio vivir, que apenas si nos damos cuenta de nuestra rareza. Porque el hombre es un ser verdaderamente original, chocante. Desde el punto de vista biológico se trata de una especie extraña, casi ridícula, estrafalaria, biológicamente inviable.
MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS
Nace muy inacabado, y el tiempo que ha de transcurrir para valerse por sí mismo es extraordinariamente grande comparado con el de otras especies animales; vive desprotegido, carente de defensas físicas ante los depredadores; es poco prolífico; su capacidad instintiva es muy reducida y sus sentidos están muy poco desarrollados frente a los de otras especies animales (lo cual aumenta su indefensión). Como puro animal, pues, es una especie extraordinariamente frágil, hasta el punto de resultar sorprendente su misma supervivencia (¡cuánto más su predominio sobre el resto de las especies animales!). En simple zoología no se entiende su persistencia (Mowgli, el original protagonista de El libro de la selva de Kipling, es sólo una hermosa ficción literaria).
Frente al comportamiento animal, puramente zoológico, destaca la especificidad de lo humano, su novedad cualitativa y radical. Esta aportación de novedad hace referencia a tres aspectos fundamentales:
- Libertad. La libertad es manifiestamente evidente en la acción humana. El animal tiene su vida determinada por sus instintos; en el hombre, sin embargo, los instintos sólo condicionan su comportamiento, pero no lo predeterminan de modo compulsivo y necesario. Sus actos no están precontenidos ni predeterminados en las condiciones iniciales. El hombre introduce en la naturaleza un factor de impredecibilidad, de sorpresa, de innovación: es “el único ser capaz de proyectar, de decir no” (Scheler). La decisión libre rompe la continuidad uniforme con todo lo que la hace posible (Alfaro).
- Autoconciencia. El hombre no sólo conoce y vive, sino que reconoce que él mismo es alguien que conoce y que vive, un ser que tiene conocimiento de su propia existencia, conciencia refleja de sí mismo: el único capaz de reconocerse, de decir “yo”. Antes que para los demás, el hombre es una presencia para sí mismo, él es su primer interlocutor. Lo extraño de ver a alguien hablando solo por la calle no está en el hecho en sí, sino en la particularidad de que lo haga en voz alta. Con más frecuencia de la que pensamos, los hombres andamos enfrascados en diálogo con nosotros mismos. Esa especie de dualidad interior de la persona, ese mutuo ir y venir de yo a mí mismo, no sólo no es una forma de esquizofrenia –ni siquiera la más benigna–, sino manifestación de la novedad fundamental que representa el hombre: la conciencia personal. El hombre no sabe vivir sin interrogarse acerca de quién es, qué hace y por qué lo hace.
- Historicidad cultural. El hombre no sólo posee la capacidad de vivir inteligente y libremente sino también la de retener y transmitir lo pensado y vivido, y proyectarse hacia el futuro. La especie humana es la única en la que las generaciones no parten de cero sino de ese patrimonio permanentemente acrecentado de experiencias y conocimientos que cada generación ofrece a la siguiente como cimiento sobre la que construirse. Ese patrimonio es la cultura. El hombre no se conoce plenamente a sí mismo mientras no perciba que no sólo sabe decir “yo”, sino también “nosotros”. Su existencia es una existencia deudora; no aparece en el mundo como un aerolito caído del cielo, sino insertado en una forma de vida y experiencia que le hacen ser lo que es: un individuo de la peculiar especie humana. El pasado no es para él un desecho del que pueda prescindir, ni la simple materia inoperante del recuerdo, sino la fuente de la que mana su permanente actualidad; eso es lo que significa que el hombre es un ser cultural, un ser –por utilizar una expresión feliz de Ballesteros– “de memoria y proyecto”. El hombre inaugura un modo nuevo de estar en el tiempo. El tiempo de la humanidad tiene un nombre específico: historia; y también el de cada hombre: biografía.
El hombre no sólo conoce y vive,
sino que reconoce que él mismo es alguien que conoce y que vive
La actividad humana diferenciadora
Estas características mencionadas influyen en todo lo que el hombre hace, en cualquiera de sus actos. La acción humana no consiste exclusivamente en su pura materialidad, ni es simple respuesta a pulsiones meramente instintivas. Hasta el mismo instinto de conservación, referencia esencial de la compleja estrategia defensiva de toda especie animal, puede quedar completamente modificado en la especie humana: el hombre puede incluso renunciar libremente a su vida por un motivo más alto, y ese acto es tenido como digno de él. Piénsese en el P. Kolbe en Ausztwisch, entregándose a la muerte en sustitución de otro prisionero del campo de concentración; o en los mártires; sin ir tan lejos, piénsese en Guillaumet, el protagonista de la novela de Saint-Exupéry Terre des hommes. Guillaumet es un piloto de una línea aérea en los tiempos gloriosos del comienzo de la aviación comercial. Refiere cómo salió adelante después de haberse perdido a seis mil metros de altura en los Andes, a consecuencia de un fallo en su avión, del que salió ileso milagrosamente. Caminó y caminó durante muchos días, extenuado y sin alimentos ni ropa de abrigo, subiendo y bajando por aquellos montes de hielo, hasta que –casi más muerto que vivo– lo encontró un pastor, que lo puso a salvo. Al recordar más adelante esa experiencia, reconoce: “entre la nieve se pierde todo instinto de conservación. Después de dos, de tres días de marcha, lo único que se desea es dormir. También yo lo deseaba. Pero me decía: mi mujer cree que estoy vivo, que camino. Mis amigos piensan igualmente que sigo andando. Todos ellos confían en mí. Seré un canalla si no lo hago…”. Y añade: “lo que yo hice, estoy seguro, ninguna bestia sería capaz de hacerlo”.
Ahí se trata de la abnegación, del amor que es capaz de llevar al hombre hasta más allá de lo soportable. En realidad, cualquier actividad humana consciente podría servir como diferenciadora. Borges, por ejemplo, alude a la emoción estética. Citando las palabras de un antiguo epigrama griego –“quisiera ser la noche para mirarte con millares de ojos”– y un verso de Chesterton en el que se califica a la noche de “monstruo hecho de ojos”, escribe: “ambos equiparan ojos y estrellas, pero el primero expresa la ansiedad, la ternura y la exaltación del enamorado; el segundo expresa el temor. ¿Qué máquina será capaz de escribir semejantes palabras, de crearlas, de sugerir el aliento que las pronuncia?”. ¿O esa hermosa metáfora de Paz: “estrellas, jardines serenísimos”?
Este tipo de ejemplos ilustran acerca de lo que podríamos llamar elementos diferenciadores positivos. Otros ejemplos nos mostrarían las evidentes semejanzas con la naturaleza animal, la común afectación de lo material y lo biológico. Otros, por último, que podríamos denominar diferenciadores negativos, nos darían a entender que el hombre puede también convertirse en el animal más bestial adoptando ciertos comportamientos que en el lenguaje usual solemos calificar de “inhumanos“; porque se da la extraña paradoja –la idea es de Spaemann– de que “lo inhumano, por extraño que resulte, pertenece específicamente al hombre”. Piénsese, por ejemplo, en la crueldad, ese ensañamiento en el castigo del que los animales son incapaces, pero que en el hombre, desgraciadamente, se da con demasiada frecuencia.
Si nos atenemos a todos esos elementos en conjunto, la variedad de comportamientos es tan grande que justifica aquella irónica apreciación de Pound:
Cuando observo con cuidado los curiosos hábitos de los perros
me veo obligado a concluir
que el hombre es un animal superior.
Pero cuando observo los curiosos hábitos del hombre,
le confieso, amigo mío, que me quedo perplejo.
(E. Pound)
Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.
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