Junto al fenómeno de los padres helicóptero[1] –aquellos que sobrevuelan vigilantes alrededor de sus hijos y acuden al rescate en cuanto surge un problema–, hay otros que, por su enorme incidencia educativa –y no precisamente beneficiosa–, también merecen aquí nuestra atención. ALEJANDRO NAVAS
Es, por ejemplo, el fenómeno del móvil, algo así como un nuevo cordón umbilical al que los padres –especialmente las madres– se aferran: es la pretensión de control absoluto por el propio bien de los hijos a la vista del mundo peligroso en el que nos movemos. El estudio realizado en una universidad estadounidense[2] señalaba que los estudiantes –ya emancipados de sus progenitores– hablan con sus padres una media de diez veces a la semana. Un control, en todo caso, aparente, pues los hijos, como es sabido, se inician cada vez más temprano en conductas de riesgo.
El caso de Agassi
La exigencia desmedida en la que el hijo se considera proyecto de optimización es también una cuestión preocupante. Un ejemplo: El tenista André Agassi, de 22 años de edad, gana la final del torneo de Wimbledon (su primera victoria en un Grand Slam). Lógicamente satisfecho, llama por teléfono a su padre, que le reprocha haber perdido un set del partido. En su autobiografía, Open, André Agassi explica el contexto que permite entender esa reacción: recuerda una niñez marcada por un padre brutal y colérico que machacaba a su hijo cada día –le obligaba a devolver 2.500 bolas diarias lanzadas por una máquina– para convertirlo en una estrella del tenis. El libro explica su pánico a la derrota, la presión paterna que sufría, la traumática separación de su madre y hermanos por seguir entrenando, el odio que llegó a acumular por el tenis y su padre… ¿Cuántas veces se repite este cuadro del padre que no llega a triunfar en el deporte o en el arte y que proyecta en su hijo sus propias aspiraciones?
La exigencia desmedida en la que el hijo se considera proyecto de optimización es
también una cuestión preocupante
Sobreproteccionismo e instrumentalización afectiva
Otro motivo de preocupación educativa es el sobreproteccionismo. Por primera vez en más de un siglo, no se registra conflicto generacional: los jóvenes declaran llevarse bien con sus padres y conversan con ellos (conviene matizar que hablan más con la madre que con el padre, y poco de temas conflictivos o relevantes como el sexo, la religión o la política). Al mismo tiempo, ha cambiado el modo de percibir a los hijos: ahora son deseados, planeados, elemento central del proyecto de vida en común de la pareja, depositarios de grandes expectativas. La presión es muy grande y es frecuente el estrés y la frustración. Coge fuerza la psiquiatría infantil y crece el número de hijos infantilizados que no maduran. Como consecuencia, los padres se sienten empujados a intervenir –o condicionar– muchas decisiones importantes: elección de estudios, de novio o novia, etc. Este sobreproteccionismo ha enrarecido el clima de trabajo en los colegios e institutos: los padres se alinean con sus hijos contra los profesores y colegios, y rompen la tradicional alianza entre el centro escolar y ellos mismos.
Se puede afirmar que la clave de la felicidad está en querer y ser querido: todos necesitamos afecto y reconocimiento. Ya se ha apuntado en otra parte la necesidad de un clima de cariño y solicitud para que los hijos crezcan responsables y maduros. Sin embargo, se observa en los últimos tiempos una instrumentalización afectiva de este proceso natural: muchos adultos encuentran dificultades para lograr ese reconocimiento por parte de sus pares y lo buscan en sus hijos. Son ahora los niños los que deben cuidar de sus padres.
Y esta inversión se manifiesta tanto en el ámbito escolar como en el familiar. Los adultos, padres o maestros, tratan a los niños como iguales, o llegan incluso a subordinarse a ellos. Los efectos de este desorden son múltiples: por un lado, niños instalados en el egocentrismo y el narcisismo, en la creencia de que el resto del mundo ha de satisfacer de modo inmediato sus demandas; por otro, adultos dependientes de sus hijos o alumnos, ya que son los que les proporcionan amor y reconocimiento. En estos casos, el niño está para que el adulto se sienta necesario e importante. Se da una especie de simbiosis afectiva entre niño y adulto. Los niños pueden llegar a convertirse en auténticos tiranos, que abusan sin miramientos de esos adultos complacientes y dependientes.
Estos cambios se observan también en la literatura infantil y juvenil. Al menos en el área centroeuropea, se percibe un desplazamiento del ámbito de actuación de los héroes juveniles o infantiles de esas historias: el reto no es el de salvar al mundo, sino el de ayudar a padres necesitados e indigentes a sacar adelante familias rotas o desestructuradas (“Niños: no juzguéis negativamente a vuestros padres –que están divorciados, en paro, tienen problemas de alcoholismo, etc.–, debéis comprenderles, ayudarles y salvarles”. Como parece obvio, los autores de esas historias son adultos que proyectan en ellas sus propias peripecias biográficas. Parece cruel encomendar a esos niños tareas que les sobrepasan y que subvierten el orden natural. Algunos expertos encuentran en esta deriva las razones del triunfo de la literatura fantástica (al menos ahí la estructura clásica parece estar aún en orden).
Los niños pueden llegar a convertirse en auténticos tiranos,
que abusan sin miramientos de esos adultos complacientes y dependientes
Dejar ser, confiar
Por último, es recomendable dejar ser, confiar. Si se ha puesto el fundamento del cariño y del buen ejemplo, uno puede estar seguro de que los hijos saldrán adelante, a pesar de algún que otro despiste. Algunos pasarán, tal vez, por adolescencias turbulentas, como le ocurrió a Mark Twain: “Cuando yo tenía catorce años, mi padre eran tan ignorante, que no podía soportarlo. Pero cuando cumplí los veintiuno, me parecía increíble lo mucho que mi padre había aprendido en siete años”. A los padres y maestros nos tocará entonces poner cara de circunstancias, estar siempre cerca, disponibles, y confiar en que esos adolescentes acabarán madurando. Las palabras de Goethe pueden guiarnos: “Saberse querido da más fuerza que saberse fuerte”.
Alejandro Navas es profesor de Sociología de la Universidad de Navarra.
[1]De origen norteamericano.
[2]Estudio realizado en el Middlebury College y publicado por la American Psychological Association.