Si hay un libro que, desde el mismo momento de su publicación, no ha dejado de provocar pasiones encontradas, ese es El Señor de los Anillos. Al parecer no cabe aquí la moderación: o bien despierta una entusiasta admiración o un profundo rechazo; pero, en todo caso, más allá de la opinión que a cada cual le merezca la obra referencial de J. R. R. Tolkien, lo cierto es que se ha convertido en un verdadero fenómeno de masas –casi 100 millones de ejemplares vendidos hasta la fecha–, y que los lectores británicos, pese a la animadversión de muchos críticos –que la tildan de escapista, racista, machista e irrelevante, y por lo demás una suerte de fantasía infantiloide– la han elegido como “la mejor obra del siglo” e incluso “de todos los tiempos”. MAGDALENA VELASCO KINDELÁN

El propio autor, consciente de la controversia que suscitaba su propuesta, y con su ironía y buen humor habituales, escribió a este respecto unos versillos que dicen así:

The Lord of de Rings
Is one of those things
If you like it, you do
If you don’t, then you boo!

John Ronald Reuel Tolkien procedía de una familia inglesa de origen alemán y tradición anglicana, dedicada a la fabricación de pianos. Sus padres emigraron a Sudáfrica por razones de trabajo, y allí nacieron tanto él como su hermano menor, Hilary. De todos modos, la estancia en el extremo sur del continente africano no se prolongaría en el tiempo. Al cabo de unos pocos años, y debido sobre todo al clima, que perjudicaba la salud del pequeño John, los niños regresaron junto a su madre a Inglaterra –se instalaron en la aldea de Sarehole, cerca de Birmingham–, en lo que debía ser un traslado temporal. Pero el padre de familia, Arthur, que permaneció en Sudáfrica, enfermó de súbito y murió inesperadamente. La vida de la viuda, Mabel, se complicó entonces de un modo extraordinario. Fue aquella una época de privaciones, de penurias económicas, agudizadas en gran medida por el repudio que ejerció contra la mujer su propia familia, para la cual resultaba intolerable que ella abrazara la fe católica. Lamentablemente –las desgracias, al menos en este caso, nunca vienen solas–, Mabel contrajo al poco una tuberculosis de la que no pudo restablecerse, falleciendo a la edad de 34. John, que entonces tenía 11 años, y Hilary, de nueve, quedaron a partir de ese momento bajo el amparo legal de un sacerdote católico amigo de Mabel, el padre Francis Morgan, a quien ella, en su testamento, había asignado como tutor de los niños. Morgan pertenecía al Oratorio de Birmingham, y en el colegio de dicha institución –fundada medio siglo antes por el cardenal Newman– recibieron los Tolkien una esmerada educación, así en el terreno humanístico como en el religioso. Ciertamente, el padre Morgan cumplió con su deber de un modo inestimable, luchando con denuedo por que los huérfanos recibieran todas las atenciones necesarias. Fue este sacerdote una figura crucial en la vida de los muchachos, a quienes no dudó en ayudar incluso con su propio peculio familiar.

En el Oratorio de Birmingham aprendió John a ser un buen cristiano. “Soy, en efecto, cristiano, y apostólico romano por lo demás.” En la religiosidad de Tolkien algunos autores han querido observar un signo de atavismo hacia su madre, de cuyas férreas convicciones religiosas, pese a las enormes presiones recibidas, siempre se mostró orgulloso. Sin embargo, fuera más o menos operativa esta influencia, cabe suponer que Tolkien asumió su condición de católico con entera libertad, y no sin una sorprendente apertura de miras, pues no dudó en contrastar sus posicionamientos con muchos otros con los que entró en contacto sobre todo durante su periplo universitario.

Asumió su condición de católico con entera libertad,
y no sin una sorprendente apertura de miras

Amor por las lenguas

Tolkien ingresó en la Universidad de Oxford, donde estudió Filología Inglesa. Fue allí donde su interés por las lenguas –incluso por la forma de las letras y por los sonidos–, se convirtió en viva fascinación. El joven John conocía bien el latín y el griego, así como otras lenguas modernas, pero sentía especial predilección por el inglés antiguo –el anglosajón– y por las lenguas del norte de Europa (sobre todo por sus orígenes medievales y sus sagas inaugurales). Cuando descubrió una gramática del finlandés en la biblioteca del Exeter College, apuntó: “fue como el descubrimiento de una bodega llena del vino más asombroso, de una especie y un sabor nunca antes degustado, y mi propia lengua –o series de lenguas inventadas–, se volvió densamente finlandesa, tanto en su estructura como en su fonética”. Lo de las “lenguas inventadas” tal vez sea lo más llamativo de este comentario, pues Tolkien creó, en efecto, toda una serie de lenguas, las cuales atribuyó más tarde a los pueblos de sus ficciones literarias. La existencia de una lengua presupone la existencia de un pueblo que la habla y mantiene viva, un pueblo que, como tal, hunde sus raíces en algún lugar del tiempo y, por consiguiente, tiene su propia historia, su mitología, sus héroes, su particular carácter e idiosincrasia. Tolkien se afanó en crear este universo –él lo llamaba “subcreación”– con sumo cuidado y minuciosidad, para lo cual elaboró mapas, cuadros cronológicos, genealogías, correspondencias… Del deseo de inventar un mundo donde sus lenguas pudieran hablarse nació cuanto hoy conocemos. Como él mismo dijo, “mis fantasías procuran un marco en que mis expresiones lingüísticas tienen una función”. Para C. S. Lewis, la grandeza de Tolkien radicaba en su capacidad para hacer de sus obras universos, con todo lo que ello implica.

Del deseo de inventar un mundo donde sus lenguas pudieran hablarse nació
cuanto hoy conocemos

La Gran Guerra, fuente de inspiración

Se casó con su amor de juventud, Edith Bratt, justo antes de unirse al ejército británico que luchaba por entonces en la Primera Guerra Mundial. El horror de la guerra, y en particular el desolado páramo de la costa francesa después de la batalla del Somme –la tierra sembrada de cuerpos destrozados, la presencia fantasmal de troncos de árboles mutilados y ennegrecidos–, causaron en él una honda impresión. Muchos de estos recuerdos inspirarían más tarde pasajes en sus obras. Sin ir más lejos, la figura de Sam Gamyi, el fiel escudero de Frodo Bolsón, rinde homenaje a los soldados abnegados y sencillos que Tolkien conoció durante la Gran Guerra. “Mi Sam Gamyi es en realidad un reflejo del soldado inglés, de los asistentes y soldados rasos que conocí en la guerra de 1914, y que me parecieron muy superiores a mí mismo”.

Finalizada la contienda, Tolkien impartió clases primero en la Universidad de Leeds y luego en Oxford, asentando poco a poco una carrera académica de prestigio creciente. Su mujer Edith dio a luz durante este tiempo a cuatro niños, a los que Tolkien escribió varias historias y dedicó gran atención, tiempo y afecto. Su carácter abierto y alegre le granjeó asimismo grandes amistades, entre ellas la del citado C. S. Lewis, al que animó a acercarse al cristianismo.

El Hobbit

Mientras escribía El Silmarilion –un esbozo de la mitología que impregnaría El Señor de los Anillos–, Tolkien cosechó un éxito nada desdeñable con El hobbit, un libro infantil destinado inicialmente a sus hijos. Contaba el autor que un día le vino a la cabeza una extraña frase: “En un agujero en el suelo vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o comer: era un agujero hobbit, y eso significa comodidad.” Son los hobbits más pequeños de estatura que los hombres; visten cómodamente, y les gusta comer, beber cerveza y fumar en pipa. Aman la vida plácida. En realidad, los hobbits representan a los campesinos ingleses, rústicos, de buen humor, y la Comarca que habitan la Inglaterra rural, preindustrial, idílica e introvertida.

La batalla contra el Mal

Animado por su editor, que le encargó “otro Hobbit”, Tolkien empezó a escribir en 1937 El Señor de los Anillos, narrando la fiesta de cumpleaños de Bilbo Baggins, que, deseoso de marcharse de la Comarca, nombra heredero de sus posesiones, entre ellas un misterioso Anillo, a su sobrino Frodo. El Anillo contiene en su parte interior una frase escrita con caracteres élficos, imperceptible a simple vista, que remite a una historia épica, crucial y desasosegante, que condicionará en adelante el devenir de los protagonistas. Esta inscripción, como un aviso a navegantes, informa al lector de que no se encuentra ante una obra para niños:

Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,
un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas
en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.

Porque lo que Tolkien tiene en mente no es precisamente una segunda parte de El hobbit, sino un viaje iniciático, un viaje difícil y peligroso que en Frodo es también un viaje de crecimiento interior, una prueba de superación personal. Tolkien, en realidad, se dispone a hablar del heroísmo de la gente sencilla, de la gente que se siente impulsada a aceptar humildemente una misión, porque nadie debe inhibirse de combatir el Mal.

Tolkien entiende que nadie debe inhibirse de combatir el Mal

Un mundo moral

Y es que, de lo que uno se da cuenta al leer El Señor de los Anillos –lo único que en realidad yo quisiera hacer notar aquí–, es que el mundo que Tolkien es un mundo profundamente moral, debatido de continuo entre el Bien y el Mal. El autor observa una repetición cíclica: el Bien se impone al Mal por su propia naturaleza, pero después degenera en una especie de atonía que el Mal aprovecha para crecer y estar en disposición de destruirlo todo; entonces el Bien reacciona, hace acopio de fuerzas y vuelve a arrinconar al Mal, y así sucesivamente. La victoria definitiva del Bien no se produce, porque depende del empleo de las armas del Bien: sinceridad, sacrificio, fortaleza, abnegación. En este sentido, Tolkien señala: “Yo no espero que la historia sea otra cosa que una larga derrota, aunque contenga algunas muestras o atisbos de la victoria final”. En la medida en que los tiempos y las naciones se apartan del Bien, se producen terribles retrocesos. Solo quedan a veces, en las épocas oscuras, las luces de unos pocos hombres y mujeres que ayudan a los demás, y eso es la Comunidad del Anillo. El mensaje de la obra de Tolkien, en este sentido, exhorta a no dejarse doblegar por la aparente invulnerabilidad del Mal, un mensaje que, cuando menos, resulta reconfortante.

Magdalena Velasco Kindelán es catedrática de Literatura.