Resiliencia viene del término latín resilio, que significa “re-saltar”, “rebotar”. Procede del campo de la física, donde se emplea para designar la capacidad del acero para recuperar su forma inicial a pesar de los golpes que pueda recibir y a pesar de los esfuerzos que puedan hacerse para deformarlo. Por lo común, no obstante, suele relacionarse con el campo de la psicología para referirse a la capacidad que presentan algunas personas para salir reforzadas de las dificultades. De ello, de estas personas, hemos hablado con la presidenta del Instituto Español de Resiliencia, la neuropsiquiatra Rafaela Santos, al hilo de su libro Mis raíces. Familia motor de resiliencia, editado por Palabra. JULIO MOLINA

PREGUNTA. ¿Cómo define la resiliencia?

RESPUESTA. Llamamos “resiliencia” a la capacidad del ser humano para afrontar la adversidad de forma constructiva; para saber sobreponerse a la dificultad, adaptarse a la nueva situación positivamente y crecer a lo largo del proceso. Resiliencia, por cierto, me gusta aclararlo, no es resignación: la resignación tiene un componente negativo, pues en cierto modo nos victimiza, mientras que la resiliencia nos fortalece.
Cabría decir que nuestro cerebro se va adaptando a las distintas circunstancias que acontecen al tiempo que proporciona la capacidad de hacerles frente, y que la resiliencia es el resultado de ese proceso cerebral, un proceso, como decimos, dinámico, sometido a las interacciones del individuo con los múltiples factores de riesgo y de protección que va encontrando en la vida.

P. ¿Qué factores contribuyen a desarrollar la resiliencia?

R. Esencialmente, señalaría dos factores: la capacidad de resistencia frente a situaciones adversas, por un lado, y la capacidad de recuperación tras un grave revés, por otro. Esta doble capacidad es la que le permite afrontar al ser humano las circunstancias desfavorables de un modo positivo; una doble capacidad cuyo desarrollo depende –no sólo pero en gran parte– de la educación recibida y de las circunstancias externas, del entorno. Por ello decimos que la resiliencia es algo que se aprende.

P. ¿Y cómo puede uno aprender a encajar determinados golpes? ¿Se puede estar preparado?

R. Yo diría que el desarrollo de la resiliencia no depende tanto de lo que nos pasa como de la interpretación que hacemos de aquello que nos pasa. Ante una misma situación de estrés, cada cual reacciona de una manera. Hay quienes ven en esa situación una amenaza, con lo que eso conlleva de miedo o inseguridad, y hay quienes por el contrario ven un desafío. Estas percepciones llegan al cerebro, el cual, en base a aquéllas, genera una respuesta en forma de neurotransmisores: si el cerebro ha percibido amenaza, pone en marcha los circuitos del miedo y los niveles de cortisol y adrenalina se elevan, activando el estrés que nos prepara para la lucha o la huida; si el cerebro ha percibido desafío, segregará en cambio otro tipo de neurotransmisores, por ejemplo la oxitocina, que es la responsable de que actuemos con confianza, serenidad y resiliencia, desactivando ese estrés generado en cierta medida. Por eso insistimos en que el estrés es una respuesta adaptativa del cerebro que contribuye a que avancemos o a que nos bloqueemos, que nos beneficia o perjudica según sea nuestra percepción de los acontecimientos.
Nuestro cerebro recuerda la superación de cada momento comprometido, lo cual ayuda a afrontar los venideros con más confianza y menos miedo. Por ello, desde pequeños, debemos aprender a desdramatizar. Realmente disponemos de la capacidad de enfrentar cualquier situación difícil.

“El estrés, como respuesta adaptativa del cerebro,
nos beneficia o perjudica según sea nuestra percepción de los acontecimientos”

P. Habla usted del miedo. ¿Es el gran enemigo?

R. Desde luego, es un enemigo formidable, y si hace mella en nosotros puede llegar a bloquearnos, a paralizarnos, a hacernos sufrir mucho más de lo que el suceso en cuestión nos haría sufrir si nuestra actitud fuera más positiva. Las personas que tienen miedo al dolor, por ejemplo, experimentan niveles de ansiedad más altos que aquellas otras que lo aceptan, y eso complica muy mucho las cosas. Es preciso, imprescindible, aceptar aquello que no nos gusta; tan sólo a partir de esa aceptación puede uno adaptarse a la dificultad y adoptar una actitud positiva. Al cambiar de actitud percibimos en el problema la oportunidad, esto es importante. Si me siento capaz de afrontar el futuro –porque, insisto, el ser humano tiene la capacidad de salir airoso de cuanto le suceda–, entonces no tendré miedo a lo que aquél pueda depararme. No es infrecuente que incluso suframos por anticipado, antes de que una eventual desgracia nos alcance –desgracia que por lo general es además improbable–, lo cual nos lastra en exceso, hace de nosotros personas inseguras, temerosas, obligadas a llevar a hombros una carga demasiado pesada. El valiente se enfrenta, doblegándolo, al miedo que siente, y es esta actitud la que marca las diferencias.
Esta capacidad de afrontar sin miedo los problemas recibe hoy el nombre de resourcesfulness, que pone el acento en el ingenio y la capacidad de aprender del pasado que tiene nuestro cerebro para dar al problema presente la mejor solución, de modo que podamos desenvolvernos con seguridad en nosotros mismos y de forma competente. También la persona resiliente dispone de esta capacidad para asumir serenamente determinados riesgos.

P. Algunas personas no pueden resistirse a vivir atrapadas en el sufrimiento y el dolor. ¿Cómo lo explica?

R. Después de un trauma, las personas toman una de estas dos actitudes: o bien se centran en el problema en cuestión y le dan vueltas a las consecuencias que trae aparejado –lo cual equivale a quedar atrapado en un callejón sin salida–, o centran sus esfuerzos, una vez aceptada la situación, en salir adelante, lo cual conduce sin duda a una vida más satisfactoria.
Sirva un ejemplo que incluyo en Mis raíces. Familia motor de resiliencia para ilustrarlo claramente: cuento la historia de un joven que se quedó tetrapléjico tras un accidente, un chico que estaba a punto de cumplir su gran sueño, el de convertirse en cirujano, y que se vio obligado a reinventarse. Aunque sólo podía mover la cabeza, ésta se encontraba en perfectas condiciones, y reorientó su carrera hacia la psiquiatría. Y hoy, a pesar de todo, es un profesional feliz y muy reconocido.
El modo de afrontar las dificultades resulta decisivo.

P. De modo que se puede sufrir y ser feliz.

R. Desde luego. El sufrimiento es parte de la vida. Nadie va a librarse de la experiencia de la enfermedad o de la muerte cercana, y eso sin contar otras tantas circunstancias dramáticas en las que podemos vernos envueltos. Lo importante, sin embargo, tal como ya he dicho, no es lo que nos pase, sino cómo afrontamos aquello que nos pasa. Aprendí de Viktor Frankl, el psiquiatra judío que sobrevivió a cuatro campos de exterminio nazi y padre de la Resiliencia, que lo que daña al hombre no es el sufrimiento, sino no encontrarle sentido.
Tengo un amigo, oncólogo de profesión, cuya larga experiencia clínica le ha llevado a encontrar el remedio siguiente: “contra el dolor, opioides y contra el sufrimiento, amor”. De este modo hace ver que el dolor físico se debe paliar pero que el sufrimiento, que es un misterio, una fuente de maduración interior y de crecimiento, nos puede sin duda ayudar a ser mejores.

“El valiente se enfrenta, doblegándolo, al miedo que siente,
y es esta actitud la que marca las diferencias”

P. Las personas que se sobreponen a las dificultades más fácilmente, ¿qué denominador común comparten?

R. Ya hemos mencionado algunas de las capacidades que les son propias a las personas resilientes: la actitud positiva, la gestión serena de la incertidumbre, la resistencia al estrés, la entereza, la sana autoestima… Diría tal vez, en primer lugar, que estas personas buscan un sentido a lo que les sucede –se plantean el para qué de la adversidad, no el por qué–, lo cual resulta de gran ayuda para abordar los problemas de forma constructiva. Diría que viven esperanzadas. Pensar en un futuro mejor hace más llevadera la dificultad del presente.

P. Ciertamente, no parece tarea fácil…

R. Por eso mismo es necesario que las personas empiecen a desarrollar la resiliencia desde edades muy tempranas. En este sentido, el vínculo que los niños establecen con aquellos que los crían, bien sean los padres u otra figura de autoridad o apego, resulta primordial. El entorno familiar es de vital importancia. También el colegio.
Es preciso generar en casa un clima de confianza, infundir en el niño seguridad y hacerle ver que es una persona autónoma, capaz de afrontar, y superar, las dificultades que se le presenten. Para ello deben permitir los padres que sus hijos tropiecen, que se equivoquen; de otro modo dificultan el aprendizaje de enseñanzas muy valiosas, enseñanzas como la de asumir las consecuencias de los propios errores cometidos, por ejemplo, o la de gestionar la frustración. Educar fijando límites ayuda a los niños a crecer en responsabilidad y autoestima; éstos han de saber que, cuando se les prohíbe hacer algo, se les está ayudando a ser mejores. De modo que las normas deben respetarse. Los padres deben ser predecibles; y también, claro, huelga decirlo, solícitos y cariñosos. Los niños necesitan sentirse atendidos para sentirse importantes.

P. Educación, entonces.

R. Me atrevería a asegurar que nada hay más nefasto que una educación deficiente, que por lo general se concreta en dos prácticas tremendamente nocivas, eficacísimas para impedir el desarrollo de la resiliencia: la ausencia de límites o bien la sobreprotección.
Otro riesgo para el desarrollo de la resiliencia contra el que convendría prevenir, en los tiempos que corren, es el de una suerte de aislamiento voluntario en el que nos sentimos tentados a permanecer –no sólo los menores–, en virtud del cual vivimos conectados a las pantallas más que a las personas. A causa de las drogas, el fracaso escolar, el abuso sufrido en la infancia, la pobreza, etc., siempre ha habido personas aisladas, encerradas en sí mismas, si se quiere, pero las nuevas tecnologías puestas a nuestra disposición, tan operativas y poderosas, si se emplean mal, pueden sin duda contribuir al trastorno de nuestra personalidad.

“Deben permitir los padres que sus hijos tropiecen,
pues de otro modo dificultan el aprendizaje de enseñanzas muy valiosas”

P. ¿Qué me recomendaría hacer, a grandes rasgos, para afrontar un trauma?

R. Lo que, de un modo instintivo, solemos hacer todos, por lo general, es bloquear el recuerdo del trauma. La amnesia protege a la mente de la situación dolorosa, incluso de aquello que pueda remitir a ésta. Así intentamos evitar sufrir, alzando una especie de escudo protector. Pero esta defensa es contraproducente, porque el dolor, aunque oculto, permanece al acecho y puede llamar a la puerta en cualquier momento, por cualquier motivo, y con más fuerza (y aunque no llegara a llamar nunca seguiría existiendo, lo cual impediría de una u otra forma el disfrute de una vida plena).
Superar un trauma requiere tiempo, pues la persona ha de aceptar la realidad, sobreponerse al daño sufrido y tomar conciencia de que conserva el timón de su propia vida, de que su futuro no depende de lo que ya haya ocurrido. Debemos aproximarnos a cada caso con empatía y delicadeza, sabedores de que cada persona es particularísima y precisa recibir, por tanto, una atención muy afinada. Hay, claro, de todos modos, unas pautas básicas: fortalecer la red de apoyos de la persona –familia y amigos–, para que se sienta querida y comprendida; evitar en la medida de lo posible que se aísle del entorno (aunque esto sea, como ya hemos apuntado, una tendencia natural); valorar si necesita ayuda profesional y, en tal caso, animarle a aceptarla (la ansiedad, la depresión o la incapacidad para conciliar el sueño son señales que bien haríamos en percibir); ayudarle a recuperar el pulso de su vida cotidiana y el sentido de su existencia. A veces necesitan las personas que han sufrido un trauma resolver sus conflictos internos desde el sosiego, en espacios tranquilos, abiertos, sin bullicio, en la misma naturaleza, donde poder respirar aire fresco y compartir la experiencia vivida (nada más lejos de la estereotipada salida para echar un trago). Contar lo sucedido, por otra parte, verbalizarlo, ayuda a integrar el episodio doloroso en nuestra vida y a recuperar la seguridad perdida.

P. ¿Y cuándo se puede dar por superado un trauma?

R. En general, cuando la persona es capaz de recordarlo y hablar de él sin experimentar un dolor intenso. En algunos casos, se produce lo que llamamos “crecimiento postraumático”, que es un cambio en positivo; tiene lugar cuando el trauma se convierte en una oportunidad de crecimiento para quien lo sufre.

P. ¿Por qué es la familia, como dice en su último libro, motor de resiliencia?

R. En mi primer libro, Levantarse y luchar: cómo superar la adversidad con la resiliencia, entrevisté a personas que superaron situaciones realmente complicadas, que lucharon y vencieron; que se enfrentaron a la adversidad y crecieron a partir de ella. Tiempo después volví a interesarme por estas personas, que son auténticos, verdaderos héroes, créame, preguntándome cómo habían logrado semejantes proezas, y acabé llegando a la conclusión de que, en muchos casos, sus respectivas familias habían jugado un papel capital. Entendí entonces que se presentaba una buena oportunidad para escribir sobre la otra cara de la resiliencia, sobre los apoyos, imprescindibles, que toda persona resiliente, por capacitada que esté, necesita para superar determinados trances. Y he constatado que nadie es lo suficientemente fuerte como para no necesitar ayuda, ni lo suficientemente débil como para no poder ayudar a los demás.
Las familias, ciertamente, no son perfectas, pero en ellas se nos quiere tal como somos, de ellas recibimos por lo general el apoyo que necesitamos. Los padres aman sin desfallecer, sufren sin romperse, trabajan sin dejar de contemplarse. La familia es el puerto en el que, en tiempos de tormenta, bien puede uno resguardarse.