Es verdad que, a la vista de lo expuesto, bastantes se preguntan: ¿cómo puedo yo comprometerme a algo para toda la vida si no sé lo que ésta me deparará?, ¿cómo puedo tener certeza de que elijo bien a mi pareja? TOMÁS MELENDO

Se trata de una pregunta típica de los dos últimos siglos, en los que el afán de seguridad se ha desbordado más allá de lo propiamente humano –a veces con repercusiones psíquicas, incluso graves– y, a pesar de las proclamas en contra, de manera inversa al aprecio real por la libertad, que siempre lleva consigo algo de riesgo.

Y la única respuesta posible, la que doy siempre que me hacen públicamente esta pregunta es: “de ningún modo”, “no hay ninguna manera de saberlo”, “el futuro es… el futuro”: indefinible por naturaleza, con el permiso de los “adivinadores de turno”, aunque son ya tantos que lo del “turno” es más bien utópico: se nos cuelan por todos lados y a todas horas.

A lo que suelo añadir, antes de que desaparezca el auditorio, que para eso está el noviazgo: un período muy aprovechable, que ofrece la oportunidad de conocerse mutuamente y empezar a entrever cómo se desarrollará la vida en común.

Después, si soy como debo, ya sé bastante de lo que pasará cuando me case: sé, en concreto, que voy a poner toda la carne en el asador para querer a la otra persona y procurar que sea muy feliz. Y si se trata de un propósito serio, y si hemos sido prudentes y nos conocemos lo bastante, será compartido por el futuro cónyuge: el amor llama al amor. Podemos, por tanto, tener la certeza de que vamos a intentarlo por todos los medios. Y entonces es muy difícil, casi imposible, que el matrimonio fracase.

Observar y reflexionar

Ciertamente, esa decisión radical de entrega no basta para dar un paso de tanta trascendencia. Hay que considerar también algunos rasgos del futuro cónyuge. ¿Cuáles?

En primer término, por pura honradez, he de advertir que la viabilidad de un matrimonio nunca puede conocerse teniendo relaciones íntimas antes o en vez de la boda: como enseguida veremos, por más que choque contra la costumbre y las pretensiones generales, la situación que así se crea es tan artificial, tan abismalmente distinta de lo que sostendrá un matrimonio, que no existe modo peor de calibrar si debo o no casarme con aquella persona.

Los rasgos que debería tener en cuenta son siempre otros:

Por ejemplo, si me veo viviendo durante el resto de mis días con aquella persona, incluso cuando esté sin arreglar, ronque o le crezcan los michelines; también, y antes, cómo actúa en su trabajo y con sus colegas, cómo trata a su familia, a sus amigos; si sabe controlar sus impulsos, incluidos los sexuales (porque, de lo contrario, nadie me asegura que será capaz de hacerlo cuando estemos casados y se encapriche con otro u otra); si me gustaría que mis hijos se parecieran a ella o a él (porque, de hecho, lo quiera o no, se le van a parecer); si sabe estar más pendiente de mi bien –y de su bien real, por más que le cueste– que de sus simples y casi inacabables antojos…

En definitiva:

  1. No hacer el menor caso a lo que promete.
  2. Escuchar –con todo el romanticismo que desee, pero como quien oye llover– lo que me dice.
  3. Prestar mucha atención a lo que parece que es.
  4. Más todavía a lo que efectivamente hace, a cómo se comporta.
  5. Y conceder un peso absoluto a su manera de obrar… justo cuando no está conmigo, puesto que cuando nos vemos, los dos nos encontramos dispuestos naturalmente –sin la menor malicia– a agradar, ya que se trata del momento más esperado del día, en el que ambos podemos y queremos dar lo mejor de nosotros mismos.

Por el contrario; si en su casa, con sus amigos, con sus compañeros de trabajo… se porta como un o una egoísta o como un o una déspota, si no tiene en cuenta los deseos y el bien real de quienes lo rodean, ¿quién puede asegurarme de que no va a acabar así… también en la cama?

El noviazgo es un período muy aprovechable que ofrece la oportunidad de conocerse mutuamente y empezar a entrever cómo se desarrollará la vida en común

Relaciones anti-matrimoniales

Y aquí suele plantearse una de las cuestiones más decisivas y sobre las que impera mayor confusión. La necesidad de conocerse, de saber si uno y otra congenian, ¿no aconseja vivir juntos un tiempo, con todo lo que esto implica? Se trata de un asunto muy estudiado y sobre el que cada vez se va arrojando una luz más clara.

Un buen resumen del status quaestionis sería el que sigue: está estadísticamente comprobado que la convivencia previa al matrimonio nunca produce efectos beneficiosos: ¡nunca!

Por ejemplo:

  1. los divorcios son mucho más frecuentes –parece que el doble– entre quienes han convivido antes de contraer matrimonio;
  2. las actitudes de los jóvenes que empiezan a tener trato íntimo empeoran notablemente, y a ojos vista, desde ese mismo momento: se tornan más posesivos, más celosos y controladores, más desconfiados y gruñones… incluso más feos.

Pero, ¿por qué? La causa, aunque profunda, no es difícil de intuir. El cuerpo humano es, en el sentido más hondo de la palabra, personal; y quizá muy especialmente sus dimensiones sexuales. En consecuencia, la sexualidad sabe hablar un único idioma: el de la entrega plena y definitiva.

Pero, en las circunstancias que estamos considerando, esa total disponibilidad resulta contradicha por el corazón y la cabeza, que, con mayor o menor conciencia, la rechazan, al evitar un compromiso de por vida.

Surge así una ruptura interior en cada uno de los novios, manifestada psíquicamente por un obsesivo y angustioso afán de seguridad, cortejado de recelos, temores, rencores y suspicacias, que acaban por envenenar la vida en común.

Por otro lado, como consecuencia de lo anterior, uno y otra empiezan a sentirse mal… y buscan de nuevo estar juntos como medio para evitarlo; el malestar se calma momentáneamente, mientras duran las relaciones, para luego crecer con más fuerza, estar otra vez más juntos, aumentar la desazón persistente, en una especie de espiral fatídica que culmina casi siempre con la separación… ¡y peor si no es definitiva! De ahí que, en contra del uso habitual, a este tipo de relaciones prefiera llamarlas anti- o contra-matrimoniales.

La sexualidad sabe hablar un único idioma: el de la entrega plena y definitiva

Para conocerse de veras

Por otro lado, resulta ingenua la pretensión de decidir la viabilidad de un matrimonio por la capacidad sexual de sus componentes: ¡como si toda una vida en común dependiera o pudiera sustentarse en unos actos que, en condiciones normales, suman unos pocos minutos a la semana!

Pero es que la mejor manera de conocer a nuestro futuro cónyuge en ese ámbito consiste, como antes sugería, en observarlo en los demás aspectos de su vida, y tal vez principalmente en los que no se relacionan directamente con nosotros: reflexionar sobre cómo se comporta en su hogar, trabajo o estudio, con sus amigos o conocidos… y con sus enemigos, pues en algún momento de nuestra vida matrimonial seremos considerados como tales, etc.

Pues si en esas circunstancias es generoso, afable, paciente, servicial, tierno, desprendido…, puede asegurarse, sin temor al engaño, que a la larga esa será su actitud en la vida cotidiana y en las relaciones íntimas.

Mientras que la comprobación directa, e incluso la forma de tratarnos, por responder a una situación claramente excepcional –el noviazgo un tanto lanzado–, no sólo no proporciona datos fiables sobre su futuro, sino que en muchos casos más bien los enmascara.

Por eso, frente a una opinión muy difundida, cabría afirmar que vivir –y acostarse– juntos es la mejor manera de no saber en absoluto cómo va a actuar la otra persona durante el matrimonio. Repito que no se trata de una mera ficción ni una suerte de invento piadoso para desaconsejar esa convivencia: como acabo de apuntar, resulta bastante fácil caer en la cuenta de que la situación que se crea en tales circunstancias es absolutamente artificial… y muy diversa de lo que será la vida en común, día a día –no sólo noche a noche–, cuando ambos estén casados.

Vivir juntos es la mejor manera de no saber en absoluto cómo va a actuar la otra persona durante el matrimonio

¿Probar a las personas?

Pero se puede ir más al fondo: no es serio ni honrado probar a las personas, como si se tratara de caballos, de coches o de ordenadores. Las personas son algo tan grandioso que, en su presencia, sólo cabe la veneración y el amor; por ellas arriesga uno la vida, “se juega a cara o cruz –como decía Marañón–, el porvenir del propio corazón”, la vida entera.

Además, la desconfianza que implica el ponerlas a prueba no sólo genera un permanente estado de tensión, difícil de soportar, sino que se opone frontalmente al amor incondicional –incondicionado e incondicionable– que está en la base de cualquier buen matrimonio: y si no hay base o punto de apoyo, el matrimonio… se cae.

A lo que cabe añadir otro motivo, todavía más determinante: no se puede realizar ese experimento, es materialmente imposible, aunque parezca lo contrario: porque la boda cambia muy profundamente a los novios; no sólo desde el punto de vista psicológico, al que ya me he referido, sino en su mismo ser: los modifica hondamente, los transforma en esposos, les permite amar de veras: ¡antes no es posible ese amor!

Tomás Melendo es catedrático de Metafísica por la Universidad de Málaga.