“Vosotros sabéis que Yo desciendo de los emperadores cristianísimos de la noble nación de Alemania, y de los reyes católicos de España…”. Así se presentaba el rey Carlos I a la dieta de nobles reunida en la ciudad alemana de Worms el 19 de abril de 1521.
ESTHER RODRÍGUEZ FRAILE

Apenas un año antes había sido elegido emperador del Sacro Imperio Germánico, un título que había heredado de su abuelo paterno Maximiliano y que, tras una eficaz campaña, había sido ratificado por los príncipes electores.

El recién coronado rey de Castilla y Aragón, Navarra y América, Flandes y el Franco-Condado o Nápoles, Sicilia y Cerdeña, se convertía así en el quinto Carlos en ostentar la corona que se ciñó Carlomagno en el año 800 para dar unidad a la cristiandad. Llamado a cumplir este propósito, frenó el avance otomano por el este, que había llegado a asediar la ciudad de Viena, e intentó que se tambalease la hegemonía marítima turca en el Mediterráneo con las infructuosas campañas en Argel y en las demás plazas norteafricanas. Lo que no pudo sino contemplar con desgarro fue la fractura política, espiritual y social que el protestantismo impuso sobre Europa, el Cisma de la Iglesia iniciado por Lutero y secundado por aquellos que intuyeron que las disputas teológicas podían servir como excusa para enfrentarse a ese rey de España al que tenían –y temían– como Emperador de Alemania.

Ciertamente no fue el suyo un periodo de calma y sosiego en el Viejo Continente, pues como él mismo admitió en sus palabras de abdicación, “la mitad del tiempo tuve grandes y peligrosas guerras”; y eso sin contar la otra mitad, en la que se dedicó tanto a hacer frente al beligerante Francisco I de Francia como a dar respuesta a cuanto acontecía en las lejanas tierras del Nuevo Mundo.

En un recóndito rincón de Extremadura

En Bruselas, en 1555, el orgulloso e incansable Carlos reconoció que “para gobernar y administrar estos Estados y los demás que Dios me dio ya no tengo fuerzas y las pocas que han quedado se han de acabar presto” y que se sentía “tan cansado que no os puedo ser de algún provecho”; de resultas, decidió abdicar en su hijo Felipe, dejándolo a cargo de todos sus dominios y cediendo el espinoso título de emperador a su hermano Fernando.

Y de ese modo, Carlos I de España y V de Alemania, soberano de un tercio de Europa y de todo el hemisferio occidental, se retiró voluntariamente al Monasterio de Yuste, de la Orden Jerónima, en la actual provincia española de Cáceres. Allí, aquejado de gota y apartado de toda actividad política, se dedicó a la oración y a la reflexión, a la vida de piedad y a la contemplación del bello y extenso valle que divisaba desde sus ventanas. “Nueve veces fui a Alemania, seis he pasado en España, siete en Italia (…) cuatro en Francia, (…) dos en Inglaterra, (…) dos en África (…), he navegado ocho veces el mar Mediterráneo…”. Y tras este extenuante recorrido descrito por él mismo en el momento de su abdicación, se recluyó en un recóndito rincón de Extremadura, en la austeridad de tres sencillas estancias, hasta su muerte el 21 de septiembre de 1558.

Aquejado de gota y apartado de toda actividad política,
se dedicó a la oración y a la reflexión, a la vida de piedad y a la contemplación

Un peculiar camposanto

Tras su desaparición, la España en que reinó y la Europa que fundamentó su imperio siguieron el accidentado curso de la historia hacia tiempos más recientes, hasta la llegada de un siglo XX en el que los hombres, ensoberbecidos, se enfrentaron en dos guerras mundiales, causando millones de muertes.

España, por diferentes causas, se mantuvo neutral en ambas contiendas. Tanto Alfonso XIII durante la Primera Guerra Mundial, como el general Franco durante la Segunda, eludieron la intervención directa, independientemente de sus afinidades hacia uno u otro bando. Dicha neutralidad no impidió, sin embargo, que numerosos contendientes cayeran dentro de las fronteras españolas, yendo a fallecer muy lejos del país por el que estaban dando la vida.

Los lugareños que hallaban los cuerpos entre los árboles de un bosque o en la orilla a la que las olas empujaban los restos de un naufragio, identifican en lo posible a los caídos y los enterraban piadosamente en el camposanto del pueblo, pues tal vez alguien, una vez finalizada la locura bélica, vendría a reclamarlos.

Aunque así sucedió en numerosas ocasiones, los soldados en la guerra “nunca mueren bien”, como escribía Hemingway, y muchos de ellos murieron demasiado lejos, demasiado solos o demasiado olvidados como para ser devueltos a la tierra que les vio partir. Eso es lo que les ocurrió a 180 soldados alemanes, 26 de ellos caídos durante la Primera Guerra Mundial y los 154 restantes durante la Segunda: sus aviones o barcos nunca llegaron a destino, cuerpos sin vida  a merced del viento o del mar que acabaron  descansando definitivamente entre los sabinares de la Cabrera o el rumor del mar en las costas de Calpe.

En los años 80 del proceloso siglo XX, la Volksbund Deutsche Kriegsgräberfürsorge, una asociación alemana dedicada a la conservación de los cementerios militares, comenzó una investigación para localizar a sus soldados caídos en España y la búsqueda de un lugar donde poder agruparlos, un lugar donde poder rendirles el marcial homenaje póstumo de rigor o la simple, pero siempre impactante, visita de propios o extraños.

Y esa es la razón de que a poca distancia del Monasterio de Yuste, oculto entre olivos y apenas visible desde el camino, encontremos un peculiar camposanto con 180 cruces grises y 180 historias que quedaron inconclusas. (“For those lost futures that the dead had dreamt, / Covered the land with their lamenting stone”, como cantó el poeta Gavin Ewart en 1944.) Si había que encontrar un enclave para un grupo de soldados alemanes, ¿cuál mejor que aquél que ya escogiera su antiguo emperador para pasar sus últimos días y reposar por toda la eternidad?

Ni el sargento Alexander Torgany (m.1916), ni el teniente Dietrich Krebs (m.1943), fallecido con tan sólo 21 años, ni el operador de radio Wilhelm Schief, derribado con su avión cerca de La Coruña, tenían interés alguno en ser enterrados en este bello y lejano paraje cacereño. Pero la guerra tiene la costumbre de interponerse en la vida de los que la sufren y conculcar sus voluntades.

A poca distancia del Monasterio de Yuste encontramos un peculiar camposanto con
180 cruces grises y 180 historias inconclusas

La voluntad incumplida del emperador

También en esto emularon a Carlos I de España y V de Alemania, cuyos últimos deseos en lo que respecta al lugar donde ser enterrado no se satisficieron. En un codicilo firmado en Yuste el 9 de septiembre de 1558 pedía que “mi cuerpo se deposite y esté en este dicho monasterio, donde querría y es mi voluntad que fuese mi enterramiento y que se trajese de Granada el cuerpo de la Emperatriz, mi muy amada mujer”. Así se hizo en un primer momento, pero cuando su hijo y heredero Felipe II acometió la construcción del Monasterio de El Escorial y decidió instalar en él un panteón real, trasladó a Madrid sus restos.

En todo caso, su huella en el Monasterio de Yuste es demasiado profunda, y sus antiguas dependencias, las vistas que le despidieron y el altar que recogió sus últimas súplicas proporcionan un sobrio y sólido refugio para aquellos que dieron la vida por Alemania y por sus gentes, y que descansan, así para siempre, a la sombra del emperador.

Esther Rodríguez Fraile es investigadora y licenciada en Historia.