La intimidad puede pensarse como un ámbito especialmente dispuesto para la acogida, la contemplación, la confidencia. Se puede decir también que, en ella, los encuentros gozarían de una atmósfera formada por un armonioso cóctel de sentimientos tales como la benevolencia, la confianza y la seguridad. Se trataría, pues, en este caso, de un ambiente: del ambiente propio de la amistad, de las confidencias, de los enamorados.
FRANCISCO GALVACHE

Pero cabe aún emplear el término para aludir a lo más hondo y recóndito del ser personal del hombre: a su interioridad, el centro ideal, intangible, en el que acontece el encuentro de la persona consigo misma, y donde acabará –ojalá– descubriendo y aceptando su propia Identidad, en apasionado debate con sus ideales e ilusiones, con las nociones que va adquiriendo acerca del mundo de las cosas y de las personas, y en relación con la verdad, el bien y la belleza. Con sus anhelos y temores, con sus alegrías y con sus tristezas, resultado ambas en último término de los aciertos o de los errores habidos en el ejercicio de su libertad.

A esta acepción me refiero, pues, al decir que la persona es el claustro de su propia intimidad y, al tiempo, señora y guardián de la misma. Llegado el momento, de su libre voluntad dependerá mantenerla en recelosa cerrazón o en pródiga apertura. En su intimidad amará, proyectará y decidirá con la ayuda o rémora que pueda suponer cuanto de acierto o de error no enmendado exista en ella. Y en medio de esta tensión dialéctica se irá desarrollando, incluso desde antes de su nacimiento, más allá de las bases fisiológicas que les darán sustento, todo un mundo de percepciones, de sensaciones, de conmociones afectivas y aun de experiencias cognitivas.

Su individualidad y su sociabilidad, necesitadas, ambas, de desarrollo armónico, lo irán alcanzando gracias al cultivo de su intimidad y al diálogo profundo que alcance a establecer con las de sus semejantes, en el seno de sociedades cada vez más amplias, tejidas con aquellas otras primordiales que nacen del compromiso recíproco, estable, fecundo y duradero, de un solo hombre y de una sola mujer enredados en la “suprema forma de amistad”[1] a la que llamamos matrimonio.

Fácil es entender que estas sociedades originarias de base conyugal, estas familias que, en la tradición judeo-cristiana se manifestaron bajo su mejor forma tras un largo proceso de institucionalización[2], son hoy el modelo de familia del que mayoritariamente disfruta gran parte de la humanidad y en todos los continentes. Y es que en él se dan todas las condiciones para que cualquier proyecto concreto de índole familiar llegue a ser lo que está llamado a ser: la comunidad de vida y amor de los esposos/padres y de los hijos/hermanos, en la que todos han de crecer cultivando su intimidad y desarrollando su capacidad de apertura a lo otro y, sobre todo, a los otros, por amor.

En el matrimonio se dan las condiciones para que cualquier proyecto de índole familiar llegue a ser lo que está llamado a ser

El lugar que nos acompaña siempre

Desde la dimensión profundamente educativa del amor conyugal, la familia se encuentra en condiciones de ser el privilegiado ámbito de la educación centrada en la persona; expresión que es, quizá, la manera más sencilla de explicar aquello en lo que consiste la educación personalizada, según García Hoz. Y es que, en ella, la persona es reconocida, aceptada y querida no por lo que hace sino por lo que es: cónyuge, padre, hijo y hermano; con este o aquel temperamento, con tales o cuales gustos, con estos o aquellos defectos. Y, en todos los casos, siendo aceptados incondicionalmente. Además, en la familia, todos y cada uno de sus miembros pueden encontrar, como en ningún otro lugar, las ayudas oportunas para llevar adelante su propia educación que –a decir de González-Simancas– ha de ser, necesariamente, “autotarea ayudada”[3].

Es verdad que la educación es preparación para la vida. Esto es cierto en más de un sentido. Hace ya muchos siglos desde que la creciente complejidad de la vida, los progresos de las ciencias y la especialización del conocimiento hicieron imposible la autosuficiencia familiar. No por eso cesó la responsabilidad primera de los padres respecto de la educación de sus hijos, sino que se mantuvo e incluso se acrecentó con el no fácil deber –en muchas ocasiones– de recabar costosas colaboraciones de instancias educativas acordes con sus ideas y convicciones. Pero justamente en relación con estas últimas, la educación referente a los valores, las actitudes, motivos y decisiones que suscita su descubrimiento, y el desarrollo de los hábitos operativos (virtudes) que facilitan realizar lo decidido, tuvo y tiene su ámbito natural en el seno de la familia.

Como afirma Alvira, la familia es “el lugar al que siempre se vuelve”[4]. Es más, nos acompaña siempre. En ella, todos somos hijos, la mayoría también hermanos y, luego, esposos fundadores de nuevas familias donde nacerán hijos… Pero esta familia nuestra, tan entrañablemente llena de sentido, está sufriendo grave daño porque muchos de sus miembros están desorientados, débiles –a causa de sus propias limitaciones– e incluso gravemente heridos por fenómenos y circunstancias que ya hemos tenido ocasión de comentar. Pero, a pesar de todo, sólo la familia posee la llave que ha de abrir paso a la superación de estos males en cuyos orígenes se encuentran la ignorancia y el egoísmo. Sólo a través de la familia y de sus iniciativas solidarias, se podrá superar la crisis que aqueja a la humanidad de hoy. Se necesitará convencer a muchos de que existen firmes razones para la esperanza. Será menester mucha imaginación, dedicación, mucho y tenaz trabajo y muchas ayudas. Pero la cuestión estriba, en primer término, en lograr que cada vez haya mayor número de familias convencidas de que no basta con preocuparse, de que no son demasiado útiles los lamentos, de que se puede navegar contracorriente y de que, en sus hogares, todos y cada uno de sus miembros tienen puesto de remero y amables deberes que cumplir.

Francisco Galvache es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, y orientador familiar por el ICE de la Universidad de Navarra.


[1]Vives, J:L., (1948) Deberes del marido, en Obras completas, Aguilar, Madrid, p. 1294.
[2]Martín López, E., (2000), Rialp, Madrid, p. 61.
[3]González-Simancas, J.L., (1992), Educación, libertad y compromiso, Pamplona, Eunsa. p. 36.
[4]Alvira, R., (2000), El lugar al que se vuelve, Pamplona, Eunsa.