Los seres humanos tenemos una vocación al amor. Pero la palabra “amor” se ha degradado y sentimentalizado, y esto tiene un precio. La cultura de nuestro tiempo, masiva, barata y sentimental, ha reivindicado los derechos del corazón, entendidos como el único camino a la felicidad individual y como fundamento inestable de las relaciones interpersonales. Prueba de ello es el predominio de lo sentimental en la vida amorosa; y como el amor vertebra ontológicamente nuestra vida, ésta se tambalea al poner el pie en un elemento tan escurridizo como es el sentimiento de estar enamorado…
MAGDALENA VELASCO KINDELÁN

Todas estas consideraciones me han venido a la cabeza al releer un clásico de la literatura universal Ana Karenina, de León Tolstoi. Forma parte, junto con Madame Bovary y La Regenta, de una tríada de novelas extraordinarias que presentan un mismo arquetipo femenino: mujeres jóvenes y bellas, cuyas vidas están sometidas a estrictos criterios morales –mucho más flexibles para los hombres–, y salpicadas por matrimonios de conveniencia –con diferencias de edad y de intereses–, convencionalismos y murmuraciones. Mujeres que se enamoran –o creen enamorarse– de un hombre joven y apasionado, que dice amarlas con locura, pero que, víctimas de su pasión amorosa, caen en la más profunda desgracia.

La fatal caída

Es reseñable la maestría con la que Tolstoi, como gran conocedor del alma humana, muestra el precio que la joven madre Ana Karenina ha de pagar para obtener los derechos de su corazón. Se celebra una fiesta en una hermosa noche. Ana está más bella que nunca, y el conde Wronsky pone en marcha todas sus dotes de seducción; con voz apasionada, le susurra a Ana: “ni aun con el pensamiento puedo separarme de usted: no somos más que la misma persona”. Y Ana se deja seducir. Pocas páginas después Tolstoi narra la fatal y desgarradora entrega a su amante. Es el triunfo de los derechos de la pasión.

¡Qué gran momento para el escritor mediocre! ¡Al fin se harán realidad los sueños de Ana, al fin será feliz para siempre! ¡Al fin podrá defenderse frente a una sociedad hipócrita que desconoce el verdadero poder del amor…! Sin embargo, lo que Tolstoi relata no es el encuentro erótico de dos amantes, sino la caída patética y dolorosa en el adulterio, que se manifiesta con todos sus pesados remordimientos. Para definir lo que ha sucedido emplea una expresión de origen bíblico: “La fatal caída”.

Ana Karenina habla de una mujer que, víctima de su pasión amorosa,
cae en la más profunda desgracia

Terror mezclado con alegría

Ésta es la famosa metáfora de fondo religioso –la caída original– que explica la hondura humana de Tolstoi. Así se siente Ana: está humillada, caída en la alfombra, horrorizada de sí misma, inundada de vergüenza y con la sensación de haber cruzado la puerta de lo irreversible. Rechazando a su amante, exclama: “todo ha concluido. Ya no me queda más que tú en el mundo. ¿Lo olvidarás?”. Acababa de perder a su marido, a su hijo, a todos sus amigos, su honor, su dinero y su misma conciencia… Todo por el guapo conde Wronsky. Y, ante ello, siente terror mezclado con alegría. ¿Es posible expresar mejor la angustia de los contrarios, la locura de la pasión?

Los clásicos son imperecederos porque han sabido fijar realidades y misterios recurrentes del alma humana. Nuestro tiempo, tan poco comprometido con nada que no sea el propio deseo, elude las consecuencias de los actos libres. Prefiere no verlos y abandonarse al fatum indominable que gobierna nuestras vidas. Pero los clásicos revelan la lógica interna de los actos humanos libres y sus consecuencias, dicen qué es la pasión, qué es la libertad.

Magdalena Velasco Kindelán es Catedrática de Literatura.