El paso de la infancia a la edad adulta, que no es sino el proceso según el cual la persona deja de depender de sus mayores para, progresivamente, empezar a depender de sí misma –a fin de coger el timón de su propia vida–, presenta sin duda un buen número de rasgos característicos. JOSÉ Mª ROVIRA

Más de un padre de familia, si tiene una hija adolescente, habrá tenido una experiencia similar a la siguiente. Una tarde de sábado acude junto con su mujer y su hija de 15 años a una tienda de ropa, pues necesita esta última algo de vestir. Una vez allí, su mujer se decanta –¡equivocación!– por una falda, un jersey o una blusa, pero su hija, que no quiere que nadie se inmiscuya en sus asuntos y le diga lo que ha de hacer –quiere ser ella misma–, rechaza inflexible la propuesta y elige otra prenda completamente distinta. Su mujer, súbitamente contrariada, muestra su desacuerdo, iniciándose entonces una discusión entre ambas. La intervención de la dependienta, que sugiere una posibilidad intermedia o apoya quizás a una de las partes, no ayuda a poner paz. El tira y afloja continúa, la tensión aumenta, las posiciones se vuelven irreconciliables…, hasta que al final, malhumoradas, madre e hija se dan por vencidas y salen de la tienda sin haber comprado nada. Usted, entretanto, atónito e impotente, le pide disculpas a la dependienta y se promete no volver a pasar por este trance (por muy barata que haya salido la compra).

La toma de conciencia del propio yo, así como su necesaria afirmación –pues este yo se siente frágil y cuestionado–, irrumpe al comienzo de la adolescencia con inusitada fuerza. No es de extrañar, por tanto, que los jóvenes deseen desmarcarse de sus padres, sacudirse la tutela que éstos ejercen, tomar sus propias decisiones y, en fin, hacer uso de su libertad. Pero, como colmar este deseo no es asunto fácil ni se aprende de un día para otro –ni mucho menos–, a menudo viene acompañado de inseguridad, nerviosismo, inestabilidad, dudas y contradicciones, terquedad, afán de polémica, inclinación hacia lo original y diferente, falta de comunicación con los padres, rebeldía contra los mayores y sus normas –contra la autoridad, en definitiva– y un largo etcétera de actitudes confusas que, aún peor, se mezclan con otras de la infancia.

La toma de conciencia del propio yo, así como su necesaria afirmación,
irrumpe al comienzo de la adolescencia con inusitada fuerza

Estar a la altura de las circunstancias

Esta actitud arisca y vehemente, y a menudo ciertamente desagradable, no debe sin embargo desalentar a los padres. Su misión, en este momento, es la de mostrarse cercanos, accesibles, dispuestos a escuchar y comprender, para diluir así, en la medida de lo posible, la amenaza que saben que representan para sus hijos. Recuerdo la anécdota que un profesor me contó hace tiempo: le preguntó a un grupo de chicos por la adolescencia, y uno de ellos, sin atisbo de duda, saltó como un resorte y le dijo que la adolescencia era esa etapa de la vida en que padres y profesores se vuelven insoportables.

Quizá, quién sabe, aquel chico tuviera razón. Al fin y al cabo, ante la inevitable –y necesaria– crisis de la adolescencia, no siempre están los adultos a la altura de las circunstancias.

Una serie de actitudes pueden resultar valiosas a la hora de acompañar a los hijos en esta delicada etapa de transición:

  1. Serenidad. En un intento de afirmar su personalidad, de entonar su propia voz, como decimos, los adolescentes adoptan actitudes desafiantes, emiten opiniones y comentarios controvertidos y actúan de modo imprevisible. Se trata de provocaciones que buscan asimismo poner a prueba a los adultos –los adolescentes no hacen otra cosa que medir las reacciones de éstos–, por lo que resulta del todo necesario mantener la tranquilidad y decir serenamente lo que se piensa. A veces convendrá corregir con firmeza, desde luego, pero sin perder nunca los papeles: cada vez que un padre pierde la compostura revela sin darse cuenta que carece de argumentos –o al menos que éstos no son suficientemente sólidos–, además de poner en riesgo la valiosa autoridad que aún ostenta, enrareciendo el clima familiar de paz y alegría reinante. Conviene, por otra parte, distinguir lo que tiene importancia de lo que no la tiene, y así intervenir en los momentos verdaderamente necesarios.
  2. Seguridad. Los adolescentes necesitan que sus padres se muestren seguros en unas cuantas cuestiones importantes (aquí se presenta una buena oportunidad para revisar cuáles son y por qué). Muchas crisis de adolescentes traslucen crisis de convicciones de sus padres: si uno se muestra por norma dubitativo no está en disposición de enseñar nada. Es conveniente tener una seguridad firme pero no dogmática, fundamentada y bien arraigada (aunque no en todo, sólo en lo importante).
  3. Cariño. Aquel niño que llega del colegio y ya no besa a su madre continúa necesitando afecto –aunque no lo parezca–, un afecto que, huelga decirlo, no significa dejar hacer, consentir o mostrar una actitud permisiva, sino mantenerse firme –“no te dejamos hacer esto o no te damos aquello porque te queremos y queremos lo mejor para ti”–, escuchar, comprender, interesarse por sus preocupaciones y ayudarle cuanto se pueda.
  4. Disponibilidad. Aunque las apariencias digan que los adolescentes rechazan conversar con sus padres, éstos deben procurar el establecimiento de una comunicación fluida. Se trata de estar a disposición de los hijos en todo momento (no hablarán cuando sus padres quieran, sino cuando ellos lo decidan, y si entonces los padres se muestran receptivos se abrirá una enriquecedora vía de comunicación). Además, es importante no escandalizarse –no hay nada más disuasorio– y dar siempre una opinión sincera y, en la medida de lo posible, oportuna.
  5. Argumentación. Otra cuestión que no debe descuidarse es la de la argumentación, el suministro de razones sólidas e inteligentes para cada episodio y circunstancia. El recurso al “porque sí” o “al porque lo digo yo, que soy tu padre” no da resultado, y sí en cambio las explicaciones razonadas y pensadas previamente. El mejor argumento, en cualquier caso, no es otro que el de la vida propia y el ejemplo diario (aunque los hijos no quieren ni necesitan padres perfectos, sino padres que luchen por mejorar sus defectos).
  6. Confianza. Es un requisito fundamental, y no sólo porque no quede más remedio –que no queda otro–, sino porque es el cimiento sobre el cual los hijos construyen su iniciativa, su autonomía y su libertad.

Muchas crisis de hijos adolescentes traslucen
crisis de convicciones de sus propios padres

Una etapa pasajera

Por otra parte, no conviene olvidar que la adolescencia se acaba, no dura siempre (aunque la vida actual ayude a prolongarla y dificulte la llegada definitiva de la edad adulta: estudios interminables, trabajos eventuales, dificultades de acceso a la vivienda). Llega un momento en que la adolescencia pasa y los jóvenes, desde una nueva perspectiva, reconocen las buenas intenciones de sus padres. Por eso, la paciencia y la constancia son esenciales. Aquí puede servir –por ser un pensamiento esperanzador–, lo que el escritor Mark Twain apuntaba: “Cuando yo tenía quince años estaba absolutamente convencido de que mi padre era el más estúpido de los hombres; cuando llegué a los veinte quedé sorprendido de lo que el viejo había aprendido en cinco años”.

José Mª Rovira es orientador familiar y moderador del FERT.