No hace tanto tiempo el niño aprendía gradualmente los secretos de la vida adulta. Los mayores velaban por que fueran asimilando poco a poco aspectos complejos y delicados de la vida que sólo podrían entender plenamente cuando maduraran lo suficiente. Evitaban hablar de determinados temas y utilizar determinadas palabras porque eran conscientes de que debían salvaguardar la inocencia de los pequeños. Y también se sentían responsables de su formación. Cuando un niño hacía una travesura en la plaza del pueblo, por ejemplo, cualquier vecino se sentía en la obligación de corregirlo en nombre de una autoridad genérica muy reconocible: la del adulto. JOSÉ Mª ROVIRA

Niños y mayores vivían en dos mundos bien diferenciados: los niños cenaban aparte, se iban a dormir antes, vestían diferente y difícilmente participaban en las actividades de sus mayores (los cuales tampoco disfrutaban de demasiado protagonismo en los juegos de los niños). Porque el juego era para los niños una actividad importante, su territorio. Jugaban con maderas, cajas de cartón, pinzas de la ropa, con tapones y chapas de botella, botones… con los que fabricaban todo tipo de utensilios e ideaban todo tipo de entretenimientos para casa o para la calle (en la que pasaban horas sin que les acechara peligro alguno). La escuela no era sólo una importantísima fuente de información, también de formación; los padres, de hecho, respetaban hasta tal punto la autoridad del maestro que éste no encontraba impedimentos para enseñar qué era el bien y qué era el mal. Los niños accedían también al conocimiento a través de la lectura, ya fuera de cuentos –los más pequeños– o de libros de aventuras que planteaban inquietudes y problemas y despertaban sentimientos nobles.

Conocimiento atropellado

Si en aquel entonces el proceso de aprendizaje de los niños y los jóvenes seguía su ritmo, se tomaba su tiempo, en la actualidad se ha acelerado enormemente. Las nuevas y revolucionarias tecnologías de la información y de las comunicaciones han hecho posible que los niños aprendan –o más bien averigüen– a un ritmo vertiginoso sin necesidad de que sus mayores intervengan en el proceso: lo saben todo, lo han visto todo, lo han descubierto todo, y los padres no pueden sino sentirse sobrepasados. Ahora los niños saben lo que antes sólo sabían los mayores. La escuela, por otro lado, ya no es la fuente casi única de información, y tal vez por eso el profesor ha perdido parte de su prestigio anterior.

Lo cierto es que la línea que separa el mundo de los niños del mundo de los adultos es cada día más borrosa. Jugar, por ejemplo, ya no es una actividad propia y exclusiva de los niños; a menudo también es cosa de adultos. Los niños, de hecho, juegan poco –y leen menos– y dedican el escaso tiempo libre del que disponen a la televisión, a los videojuegos, a internet…

La línea que separa el mundo de los niños del de los adultos es
cada día más borrosa

La información al alcance de todos

A la vista de cuanto venimos afirmando, el peligro de desaparición de la infancia –y las consecuencias negativas que derivarían de tal cosa– no ha de pasarnos inadvertido. Hace casi cuatro décadas Neil Postman, sociólogo estadounidense, alertó en su libro La desaparición de la infancia de que ya no hay niños: las tecnologías modernas han desvelado los secretos del mundo adulto, y sin secretos ha desaparecido la inocencia y –con ella– la infancia. Algo que, en opinión del autor, no es un fenómeno absolutamente nuevo. Apunta por ejemplo que en la Edad Media sólo había bebés y adultos, en el sentido de que a la edad de seis o siete años ya participaban los menores en muchas de las actividades de sus mayores. Sólo con la llegada de la imprenta empezó la sociedad a reorganizarse distinguiendo a los adultos que podían leer de los niños que tenían que aprender a hacerlo lentamente. Actualmente, y siempre según Postman, la sociedad está volviendo a reorganizarse, tratando de asimilar esa novedad absoluta que es la información al alcance de todos.

Sea como fuere, el conocimiento prematuro –que por eso mismo es la mayoría de las veces superficial y acrítico– puede traer importantes consecuencias. Por lo pronto, este conocimiento hace de los niños y adolescentes personas más pragmáticas y menos idealistas, les hace por tanto menos niños y adolescentes, y quizás, una vez que se hacen mayores, también menos adultos (como resultado del deficiente proceso de aprendizaje realizado). No tratamos de defender aquí, sin embargo, alguna clase de vuelta atrás, de ralentización del ritmo con que niños y jóvenes aprenden –si existen las herramientas para aprender más rápidamente algunas técnicas, aptitudes, habilidades, destrezas y conocimientos, tanto mejor–, sino de prevenir ante el riesgo de que olviden mientras tanto la dimensión verdadera y plenamente humana de la persona. Acumular conocimientos en detrimento de aspectos valiosos para el propio perfeccionamiento –la educación de la voluntad, de los sentimientos, de la valoración moral de las conductas, etc.– no parece lo más adecuado. Podría ocurrir entonces que el niño conociera más pero no se hiciera más sabio, que viera más pero perdiera la capacidad de admirar de veras, que tuviera más pero no fuera más feliz.

Acumular conocimientos en detrimento de aspectos valiosos para el
propio perfeccionamiento no parece lo más adecuado

Una formación completa y equilibrada

Llegados a este punto, ¿qué puede hacerse para ayudar a los hijos a adquirir una formación completa y equilibrada? Daremos sólo unas pocas –pero importantes– indicaciones, aplicables al conjunto de quienes, en un sentido u otro, tienen como función educar:

  • Fomentar la lectura. Ya que la capacidad de reflexión y razonamiento pasa fundamentalmente por la lectura, convendría muy mucho recuperarla. La televisión, los videojuegos e internet deben emplearse en pequeñas dosis. Los padres, con su ejemplo como lectores y con su estímulo, han de llevar la iniciativa.
  • Recuperar el papel educador de la escuela. La escuela ha dejado de desempeñar algunas tareas que le siguen siendo propias. La mayoría de las veces se limita a informar –debido a una prudencia malentendida–, por lo que ha de recuperar su poder formativo. (Cabe preguntarse si tanta información sin formación no acaba sino deformando a los hijos.) La formación de los hijos, qué duda cabe, es tarea de los padres, pero la escuela debe colaborar con ellos en la formación integral de los niños, en la transmisión y el desarrollo de las distintas virtudes, etc.
  • Dedicar tiempo al juego. Los niños tienen necesidad de movimiento, de juego y de libertad, un ansia que bien puede aprovecharse para ayudarles a educar los sentidos, adquirir habilidades manuales y destrezas, fomentar la atención, la constancia, el respeto a las reglas, el sentido de equipo, la convivencia, la resistencia física, la reflexión, la imaginación… Los padres han de convencerse del valor educativo del juego y crear las condiciones necesarias para favorecer su práctica.

José Mª Rovira es orientador familiar y moderador del FERT.