Todos hemos sufrido alguna vez injusticias y humillaciones. Algunos incluso tienen que soportar diariamente torturas, y no sólo en una cárcel, también en un puesto de trabajo o en el entorno familiar. Lo cierto es que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. “El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares”, dicen los árabes. JUTTA BURGGRAF

¿Cómo reaccionamos ante un mal que alguien nos ha ocasionado con cierta intencionalidad? Normalmente, desearíamos espontáneamente pegar a los que nos han pegado, o hablar mal de los que han hablado mal de nosotros. Pero esta actuación tiene un efecto bumerán: nos daña a nosotros mismos. Es una pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores o desesperación; y quizá más triste aún endurecerse para no sufrir más. Y es que sólo en el perdón brota nueva vida (y por eso es tan importante educar en el arte de practicarlo).

Pero, ¿qué es el perdón? ¿Qué hago cuando le digo a alguien “te perdono”? Es evidente que reacciono ante un mal que alguien me ha hecho; actúo, además, con libertad; no olvido simplemente la injusticia, sino que renuncio a la venganza y quiero, a pesar de todo, lo mejor para el otro. Consideremos estos diversos elementos con más detenimiento.

Reaccionar ante un mal

En primer lugar, ha de tratarse realmente de un mal para el conjunto de mi vida. Si un cirujano me quita un brazo que está peligrosamente infectado, puedo sentir dolor y tristeza –incluso puedo montar en cólera contra el médico–, pero no tengo que perdonarle nada, porque me ha hecho un gran bien: me ha salvado la vida. Situaciones semejantes pueden darse en la educación. No todo lo que le parece un mal a un niño es nocivo para él. Los buenos padres no conceden a sus hijos todos los caprichos que ellos piden, por ejemplo, pues los forman en la fortaleza. Una profesora me dijo en una ocasión: “No me importa lo que mis alumnos piensan hoy sobre mí. Lo importante es lo que piensen dentro de veinte años”.

Por otro lado, perdonar no consiste, de ninguna manera, en no querer ver este daño, en colorearlo o disimularlo. Algunos pasan de largo las injurias con las que les tratan sus colegas o sus cónyuges porque intentan eludir todo conflicto; buscan la paz a cualquier precio y pretenden vivir continuamente en un ambiente armonioso. Parece que todo les diera lo mismo. No importa si los otros no les dicen la verdad; no importa cuando los utilizan como meros objetos para conseguir unos fines egoístas; no importa tampoco el fraude o el adulterio. Y esta actitud es peligrosa, porque puede llevar a una completa ceguera ante los valores. La indignación –incluso la ira– son reacciones normales y hasta necesarias en ciertas situaciones. Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal; no niega que existe objetivamente una injusticia. Si lo negara, no tendría nada que perdonar.

Quien perdona, no cierra los ojos ante el mal;
no niega que existe objetivamente una injusticia

Hacer frente a la experiencia del dolor

Si uno se acostumbra a callarlo todo, tal vez pueda gozar durante un tiempo de una aparente paz; pero pagará finalmente un precio muy alto por ella, pues renuncia a la libertad de ser él mismo. Esconde y sepulta sus frustraciones en lo más profundo de su corazón, detrás de una muralla gruesa que levanta para protegerse. Y ni siquiera se da cuenta de su falta de autenticidad. Es normal que una injusticia nos duela y deje una herida. Si no queremos verla, no podemos sanarla. Estaríamos entonces huyendo permanentemente de la propia intimidad (es decir, de nosotros mismos); y el dolor nos carcomería lenta e irremediablemente. Algunos realizan un viaje alrededor del mundo, otros se mudan de ciudad, pero no pueden huir del sufrimiento. Todo dolor negado retorna por la puerta trasera, permanece largo tiempo como una experiencia traumática y puede ser la causa de heridas perdurables. Un dolor oculto puede conducir, en ciertos casos, a que una persona se vuelva agria, obsesiva, medrosa, nerviosa o insensible, o que rechace la amistad, o que tenga pesadillas. Sin que uno lo quiera, tarde o temprano, reaparecen los recuerdos. Al final, muchos se dan cuenta de que, tal vez, habría sido mejor hacer frente directa y conscientemente a la experiencia del dolor. Afrontar un sufrimiento de manera adecuada es la clave para conseguir la paz interior.

Actuar con libertad

El acto de perdonar es un asunto libre. Es la única reacción que no re-actúa simplemente según el conocido principio “ojo por ojo, diente por diente”. El odio provoca la violencia, y la violencia justifica el odio. Cuando perdono, pongo fin a este círculo vicioso; impido que la reacción en cadena siga su curso. Entonces libero al otro, que ya no está sujeto al proceso iniciado; pero, en primer lugar, me libero a mí mismo. Estoy dispuesto a desatarme de los enfados y rencores. No estoy re-accionando de modo automático, sino que pongo un nuevo comienzo, también en mí.

Superar las ofensas es una tarea sumamente importante, porque el odio y la venganza envenenan la vida. El filósofo Max Scheler afirma que una persona resentida se intoxica a sí misma. El otro le ha herido, y de ahí no se mueve. Ahí se recluye, se instala y se encapsula. Queda atrapada en el pasado. Da pábulo a su rencor con repeticiones y más repeticiones del mismo acontecimiento y, de este modo, arruina su vida.

Los resentimientos hacen que las heridas se infecten en nuestro interior y ejerzan su influjo pesado y devastador creando una especie de malestar y de insatisfacción generales. En consecuencia, uno no se siente a gusto en su propia piel; pero, si no se encuentra a gusto consigo mismo, entonces no se encuentra a gusto en ningún lugar. Los recuerdos amargos pueden encender siempre de nuevo la cólera y la tristeza, llevar a la depresión. Un refrán chino dice: “El que busca venganza debe cavar dos fosas”.

En su libro Mi primera amiga blanca, una periodista norteamericana de color describe cómo la opresión que su pueblo había sufrido en Estados Unidos le llevó en su juventud a odiar a los blancos “porque han linchado y mentido, nos han cogido prisioneros, envenenado y eliminado”. La autora confiesa que, después de algún tiempo, llegó a reconocer que su odio, por muy comprensible que fuera, estaba destruyendo su identidad y su dignidad. Le cegaba, por ejemplo, ante los gestos de amistad que una chica blanca le mostraba en el colegio. Poco a poco descubrió que, en vez de esperar que los blancos pidieran perdón por sus injusticias, ella tenía que pedir perdón por su propio odio y por su incapacidad de mirar a un blanco como a una persona (en vez de hacerlo como a un miembro de una raza de opresores). Encontró al enemigo en su propio interior, formado por los prejuicios y rencores que le impedían ser feliz.

Superar las ofensas es una tarea sumamente importante,
porque el odio y la venganza envenenan la vida

Un acto de la voluntad

Las heridas no curadas pueden reducir enormemente nuestra libertad. Pueden dar origen a reacciones desproporcionadas y violentas que nos sorprendan a nosotros mismos. Una persona herida, hiere a los demás. Y, como muchas veces oculta su corazón detrás de una coraza, puede parecer dura, inaccesible e intratable. En realidad, no es así: sólo necesita defenderse. Parece dura, pero es insegura; está atormentada por malas experiencias.

Hace falta descubrir las llagas para poder limpiarlas y curarlas. Poner orden en el propio interior puede ser un paso para hacer posible el perdón. Pero este paso es sumamente difícil y, en ocasiones, no conseguimos darlo. Podemos renunciar a la venganza, pero no al dolor. Aquí se ve claramente que el perdón, aunque está estrechamente unido a vivencias afectivas, no es un sentimiento. Es un acto de la voluntad que no se reduce a nuestro estado psíquico. Se puede perdonar llorando. Cuando una persona ha realizado este acto eminentemente libre, el sufrimiento pierde ordinariamente su amargura.

Jutta Burggraf, doctora en Psicopedagogía por la Universidad de Colonia y doctora en Teología por la Universidad de Navarra.

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