Al vínculo afectivo que se establece entre el niño, ya desde que nace, y la persona que le atiende –normalmente sus padres–, se le llama “relación de apego”, y su importancia se advirtió particularmente tras la Segunda Guerra Mundial, una vez esclarecido el elevado número de muertes infantiles por anemia anaclítica registrado durante los años de contienda. Pudo comprobarse que los enfermos eran niños bien alimentados, que recibían un cuidado esmerado y que seguían el tratamiento médico correcto; y que, pese a todo ello, morían de forma poco menos que inevitable. ¿Cómo era tal cosa posible? CARMEN ÁVILA DE ENCÍO

El médico e investigador norteamericano René Spitz intuyó que el estado de salud de estos niños podía venir determinado por las condiciones ambientales en que vivían, de modo que se llevó a cabo una búsqueda de familias dispuestas a acogerlos. Y lo cierto es que, al final, aquella primera intuición de Spitz resultó acertadísima: los niños en acogida no sólo mostraron progresos sorprendentes, sino que acabaron por superar la enfermedad: lo que la técnica no había logrado, lo consiguió el cariño.

Este hecho constituyó un desafío de primer orden para la comunidad científica, la cual llevó a cabo numerosos estudios centrados, en un primer momento, en la relación afectiva entre el bebé y su madre (Spitz, 1945; Bowlby, 1969; Ainsworth y Bell, 1970). Gracias precisamente a esos estudios se sabe hoy que esta relación afectiva de apego difiere del llamado “instinto de supervivencia”: el comportamiento del recién nacido –el llanto, la succión, la orientación, el agarrarse y asirse, la sonrisa, el contacto ocular, la expresión facial, el balbuceo…– tiene por objeto llamar la atención del adulto para que le atienda y le quiera.

Se advierte entonces que el bebé con su modo de actuar no busca sólo la satisfacción de necesidades materiales sino también la atención personal de los padres, un comportamiento que sirve de inicio a la interacción entre el recién nacido y el adulto: el bebé balbucea y la madre le acaricia cantándole una nana; el bebé agarra el dedo de su madre y ella continúa a su lado dándole cariño hasta que se duerme… En ocasiones será la madre quien inicie la comunicación, en otras será el bebé, y en esas relaciones mutuas una y otra parte irán acompasándose hasta alcanzar con el tiempo una singular y completa sincronía.

Hoy se sabe que esta relación afectiva de apego difiere del
llamado “instinto de supervivencia”

Una relación segura y estable

De ahí nace la relación de apego del niño con respecto al adulto que le cuida: una relación afectiva de cariño que el niño aprecia como segura, por un lado, y estable, por otro. Un ejemplo muy ilustrativo de la seguridad que un hijo deposita en su padre aparece en la película La vida es bella (Roberto Benigni, 1997), en la que un padre hace creer a su hijo que el campo de concentración al que han ido a parar no es más que una sucesión de pruebas para obtener un premio, algo que el niño, pese a toda evidencia, cree. También el niño considera que esta relación de apego es estable, sostenida en el tiempo, para siempre.

Al principio, como dijimos, esta relación de apego se estudió con respecto a la madre, pero hoy hay estudios que atienden al padre, así como otros comparativos de la actuación de ambos (Palkovitz, 1984; Bronstein, 1984; Lamb, 1991). Según estos últimos, el grado y la calidad de la relación de apego que el niño establece con la madre y el padre es el mismo. Sin embargo, el modo en que cada uno de ellos interactúa con el menor difiere.

Los cuidados físicos y las manifestaciones concretas de cariño corren por lo general a cargo de las madres. Los padres, por su parte, dedican más tiempo a las actividades lúdicas que a las alimenticias e higiénicas, y preferiblemente a aquellas que implican una mayor actividad física (el gateo, lanzar al niño al aire y recogerlo, el juego con pelotas…). En cuanto al bebé, busca la atención tanto del padre como de la madre (si bien los estudios comparativos muestran curiosamente que cuando el niño está enfermo o indispuesto busca a la madre).

Factores perjudiciales

Como es obvio, esta relación de apego también puede establecerse con cualquier otro adulto que atienda al niño, ya sean los abuelos u otros familiares ya una empleada. Se han documentado casos de niños con depresión anaclítica –un síntoma de la anemia a la que nos referíamos antes– cuando la mujer en la que los padres habían delegado su cuidado se ha marchado (casos en los que el niño tenía escaso trato con sus progenitores). Es importante advertir que la alta rotación de cuidadoras, en tanto que la relación de apego no llega a establecerse con ninguna en concreto, perjudica al niño.

En todo caso, es preciso señalar que la circunstancia más perjudicial para el establecimiento de esta relación de apego segura y estable del niño es la separación o divorcio de sus padres. El clima de tensión previo a la separación, muchas veces cargado de violencia –al menos gestual– que el niño percibe más incluso que el adulto –antes que las palabras, el niño interpreta los gestos de la cara y del cuerpo–, y el enfrentamiento –larvado o lleno de rencor– y la tristeza por el fracaso que implica la ruptura cuando ésta se ha consumado, afectan de modo directo a la estabilidad emocional del menor. Además, las estancias alternas del niño con su padre y su madre hacen que la relación de apego, que necesita ser estable, se resienta.

La separación o el divorcio de los padres afecta de modo directo a la
estabilidad emocional de los hijos

Confianza y autonomía

El mundo occidental es cada vez más consciente de la necesidad de proteger esta relación de apego que el niño establece con sus padres. Son numerosas las iniciativas que están poniéndose en marcha –la excedencia laboral de la madre durante los primeros años de vida del niño, el trabajo a tiempo parcial, el teletrabajo, guarderías en la empresa, etc.– para que los padres no se vean obligados a delegar el cariño familiar en un extraño.

Y es que el logro de establecer una relación de apego segura y estable no trae sólo como consecuencia la subsistencia del niño, sino la adquisición por su parte de confianza –y la consiguiente autonomía– en su propia capacidad de exploración del mundo, que es lo que le permitirá desplegar con éxito todo su potencial intelectual, afectivo y social. Con el fortalecimiento de este vínculo los padres están contribuyendo, por tanto, al desarrollo de las capacidades de sus hijos (los niños que disfrutan de una relación de apego segura presentan mejores puntuaciones en las escalas de desarrollo madurativo, intelectual, lingüístico, afectivo y social que los que carecen de ella).

A todo lo anterior, y como coda final, cabría quizás añadir un comentario sobre las familias con varios hijos. Como los hijos tienden a imitar a sus padres –los observan de continuo–, los mayores tomarán buena nota de cómo se cuida a los pequeños, abriéndose de este modo ante ellos la posibilidad de cuidarlos también. Aunque los padres de familias con varios hijos tienen poco tiempo y sufren por lo general un mayor desgaste, en este sentido cuentan habitualmente con la ayuda de los hijos mayores, pues la relación de apego también se establece entre hermanos.

Carmen Ávila de Encío es doctora en Educación.