A la pregunta: “¿amas a tu cónyuge?”, daríamos sin dudarlo una respuesta afirmativa. El mero planteamiento de semejante cuestión nos extrañaría; y tal vez, incluso, podría llegar a molestarnos. Sin embargo, ¿tan inadecuada, o impertinente, resulta la pregunta? Depende de las circunstancias, claro, pero con toda seguridad no lo sería si fuéramos nosotros mismos, y no un tercero, quienes nos la formuláramos, algo que, de hecho, convendría muy mucho que no dejáramos de hacer a lo largo de nuestra vida.
MACARENA MAURICIO DOMÍNGUEZ
Y esto es así porque esta pregunta nos lleva a interrogarnos acerca de nuestra intrínseca capacidad de amar, que es lo que nos permite llegar a ser lo que estamos llamados a ser. El ser humano es ser quien es porque puede amar: es su propia naturaleza la que le faculta, la que le capacita para hacerlo.
Tratándose de una característica esencial de la persona, permanece siempre inalterable, con independencia absoluta de las circunstancias sociales, las corrientes ideológicas imperantes o los vaivenes de la propia vida. De este modo, no es una capacidad que uno corra el riesgo de perder a causa de factores externos, que pueda disminuir a tenor de determinados comportamientos o no manifestarse en según qué personas.
Es importante tener clara esta certeza, ya que nos pone en disposición, en todo momento y ante cualquier circunstancia, de amar y de ser amados, de entender el amor genuinamente humano, que no cambia al arbitrio de las emociones, que no progresa a golpe de impulsos, que no transita por el terreno, tan resbaladizo, del sentimentalismo.
El sentimentalismo, que aflora allá donde uno mire, da a entender que es bueno cuanto provoque un sentimiento favorable; y que –por más que debilite nuestra capacidad de afrontar las adversidades– resulta imprescindible eludir el sufrimiento por encima de todo. El problema es que uno, en busca de ese sentimiento favorable, que siempre es inconstante y pasajero, corre serio riesgo de extraviarse, de perder la orientación y confundir con falsos espejismos la verdadera esencia del amor conyugal.
Así entendido, el amor es vago, rebosa de comodidad; se deja arrastrar por lo que uno experimenta –sentimientos, emociones…–, sin necesidad de exigirse el más mínimo esfuerzo; es egoísta, pues mira en una sola dirección, hacia el ombligo de cada cual; y está sometido por fuerza al vigor del sentimiento, de modo que, cuando éste atraviesa un mal momento, uno opta por claudicar sin más, declarando sin el más mínimo asomo de dramatismo: “se acabó el amor”.
El amor genuinamente humano no cambia al arbitrio de las emociones,
no progresa a golpe de impulsos
Un acto de voluntad
Así las cosas, y como apuntábamos al principio, al preguntarnos con frecuencia si amamos a nuestro cónyuge, lo que hacemos en realidad es reencontrarnos con nosotros mismos en un plano más elevado, recordarnos que estamos capacitados para amar, y que esa capacidad, que hace de nosotros lo que precisamente somos, no depende de agentes externos, del hilo de nuestros sentimientos o de las circunstancias vitales, sino que está inscrita en nuestra propia naturaleza y por ello a nuestra entera disposición: siempre, siempre podemos querer al otro.
Claro que no basta con sabernos poseedores de la capacidad para amar; es preciso realizar además un verdadero acto de voluntad. A la afirmación del comienzo de que el ser humano es ser quien es porque puede amar, habríamos entonces de añadir que el ser humano se perfecciona cuando elige libremente querer amar, siendo ésta la acción más completa y suprema de la voluntad. Si el hombre está hecho para amar, entonces es evidente que alcanzará su plenitud amando. Se trata de un tránsito del “puedo amarte” al “quiero amarte” con la firme determinación de querer siempre y por encima de todo el bien del otro, un compromiso cuyo mantenimiento requerirá tanto de los sentimientos como de la inteligencia y de la voluntad. Porque, si bien acabamos de alertar contra el imperio de lo sentimental, por los riesgos que entraña para el despliegue efectivo de la libre voluntad, los sentimientos, puestos al servicio de la inteligencia –ya que hacen las veces de motor en el conocimiento del otro– y de la voluntad –ya que motivan a ésta en la tarea de querer amar al otro–, no deben ser rechazados.
Y esa motivación es necesaria porque el amor entendido como acto de voluntad “no es otra cosa que la determinación de trabajar el amor elegido”, en palabras de Enrique Rojas. Una voluntad que ayuda a avanzar con paso firme y decidido; que no se debilita ante las inevitables dificultades; que impulsa a empezar de nuevo tras haber tomado un camino equivocado; que fortalece pese al arduo devenir de la vida, tendiendo cuando sea necesario una mano auxiliadora.
Una voluntad que permite actualizar a diario el compromiso adoptado, reavivándolo y abrillantándolo. Una voluntad libre que, en definitiva, perfecciona y enriquece la recta disposición de querer amar al otro en su totalidad; que nunca deja de exigir de uno la constante mejora de su propia condición como persona en busca de la felicidad del otro, pues ahí es donde precisamente se encuentra el verdadero cobijo de la plena felicidad.
Macarena Mauricio Domínguez es abogada, moderadora y miembro de la Junta de IFFD Galicia.