Eso de que el matrimonio es para siempre, ¿no es algo de otros tiempos? ¿No es cierto que somos libres y que, por tanto, podemos decidir en cada momento lo que queremos hacer con nuestra vida? Muy cierto, somos libres; y sin embargo conviene no olvidar la realidad que, de formas múltiples y tozudamente, nos dice que esa libertad tiene sus límites. MONTSERRAT GAS AIXENDRI

Podríamos preguntarnos, ¿somos libres de volar? La respuesta parece evidente: no, porque la naturaleza, sencillamente, no nos ha dotado de esa capacidad de la que la mayoría de las aves, en cambio, sí disfruta. Y un médico, ¿puede dejar de serlo? Podrá decidir quizás no ejercer esa profesión, pero sus conocimientos adquiridos le acompañarán ya el resto de su vida. La realidad de lo que somos, por un lado, y de cómo vamos forjando nuestra propia identidad con nuestra actuación libre, por otro, nos impone sus límites. Y es bueno que así sea. Y es de sabios aceptarlo.

Lo mismo ocurre con el matrimonio. ¿Somos acaso libres de dejar de ser padres de nuestros hijos? No, porque ser padre –y ser hijo, claro– es una condición de la que no podemos deshacernos, es imborrable, para siempre. Esto, en principio, nadie lo duda, pero ¿y de ser cónyuges? ¿Se puede dejar de ser “marido de” o “mujer de”? Según la visión actual bastante extendida, la respuesta es afirmativa (todos los días oímos hablar de hecho de exmaridos o exesposas, o simplemente de los ex). ¿Y es esto realmente así? ¿O es más bien una forma de ocultar eufemísticamente una realidad que puede resultar incómoda? Trataré de explicarme.

Un lazo meramente legal

Para muchos, el matrimonio no pasa de ser una relación creada por el Derecho o por la autoridad pública, un vínculo o lazo meramente legal; en definitiva, una cuestión burocrática. Así considerado, se trataría de una realidad creada por el derecho, por las leyes, de modo que, en el momento de su celebración, no serían tanto las personas las que se vinculan entre sí como la ley quien crea el lazo entre los cónyuges, algo externo y distinto de ellos que no les afecta personalmente.

El matrimonio no es una forma legalizada de convivencia. No es hoy infrecuente encontrarnos con personas que confunden el matrimonio con la burocracia que envuelve la celebración nupcial. Si casarse fuera sólo eso, bastaría eludir los papeleos –que son, al fin y al cabo, accesorios– para quedarse con lo sustancial: la convivencia entre dos personas que se quieren. El Derecho, sin embargo, se ha ocupado diligentemente de legalizar y burocratizar las situaciones de mera convivencia, por lo que ya no vale la distinción entre casarse y convivir. Podría decirse que el propio legislador ha acabado con esta idea –equivocada– de matrimonio.

Vistas así las cosas, sería lógico pensar que, en virtud de la misma autoridad, quien puede casar a dos personas, las puede también descasar, es decir, puede deshacer esa relación creada por la ley.

No es infrecuente encontrarse con personas que confunden el matrimonio
con la burocracia que envuelve la celebración nupcial

Matrimonio y relación sentimental

Muy a menudo se identifica el matrimonio con una relación sentimental, pero por mucho que el amor sea un ingrediente esencial en la constitución del matrimonio, éste no es la regulación de una relación afectiva. Porque hay otras relaciones afectivas –como la amistad o el compañerismo– a las que el Derecho no presta la mínima atención, las considera irrelevantes, y sin embargo sí que regula con gran minuciosidad al matrimonio.

Por otra parte, ¿qué son los sentimientos? Vaivenes de la afectividad humana –volubles por naturaleza– que hoy son y mañana pueden dejar de ser. Así, cuando las relaciones humanas se basan exclusivamente en ellos, cuando son su primer y último argumento, nos encontramos ante relaciones débiles, frágiles, caducas. Surgen fácilmente, pero se rompen con esa misma facilidad.

No hay más que echar una ojeada a las revistas del corazón para comprobar la fluctuación incesante de lo que son simplemente “compañeros sentimentales” (lo que no dicen esas publicaciones, por cierto, es que detrás de ese continuo cambio de pareja hay una profunda –aunque a menudo inconsciente– frustración). El corazón humano busca amar y ser amado, y su anhelo es el amor estable y duradero; pero esa estabilidad resulta imposible si la relación se basa exclusivamente en los sentimientos.

Lo que hace que el matrimonio sea matrimonio no es el mero hecho de convivir, ni la afectividad, ni las formalizaciones legales, aunque todos estos elementos formen parte esencial de la realidad matrimonial y familiar.

El amor de donación

En primer lugar, cabe señalar que la relación matrimonial no la ha inventado nadie: es una realidad originaria, natural, que la persona –hombre y mujer– descubre en sí misma. En ese proceso de descubrimiento de lo que es el matrimonio, entra en juego el modo de ser de la persona, su modo de relacionarse, su modo de buscar y encontrar la felicidad y, en definitiva, su naturaleza.

El matrimonio es una clase específica de relación humana que tiene como fundamento el amor, pero no un amor cualquiera. El amor que construye el matrimonio es el amor de donación, un amor que comporta darse y acoger al otro. Este amor es radicalmente distinto del amor posesivo, que es un amor egoísta y perverso, porque quiere al otro exclusivamente por la satisfacción que proporciona. El ser humano debe ser querido por sí mismo, y por eso se rebela cuando es convertido en objeto de placer. El amor posesivo no puede durar, porque no es amor genuino y termina siempre en conflicto y en ruptura.

En el matrimonio tiene lugar la entrega y la aceptación de las personas. No se trata de una especie de acuerdo o contrato que nos compromete externamente, algo que sucede fuera de nosotros y que no influye en la configuración de nuestra personalidad. Si compramos un coche o vendemos un piso, por ejemplo, nuestro ser –nuestra identidad personal– no se ve afectado. La entrega matrimonial, en cambio, nos afecta íntimamente. Veamos por qué.

La entrega y la aceptación

Sería preciso señalar que entregarse implica ejercitar la libertad, ya que sólo puede entregarse quien es libre y tiene dominio sobre su propio ser presente y futuro. Y no se trata de un acto cualquiera, sino, probablemente, del más sublime y soberano que pueda realizar una persona. La entrega plena, sin fisuras, es ser libre, digamos, con mayúsculas.

Darse a otro y aceptarlo como marido o mujer afecta además a nuestra identidad personal, implica la pertenencia al otro, ya que lo dado pasa a ser de ese otro. Cuando se le da algo a un amigo, por ejemplo, y éste lo acepta, deja de pertenecernos para pasar a ser propiedad de esa otra persona. En el matrimonio, sin embargo, la mutua donación y aceptación producen, como resultado lógico, la mutua pertenencia entre los esposos.

El matrimonio es el paso del tú y yo del noviazgo al nosotros. Esa identidad común de los que se pertenecen no es mera convivencia –estar junto a o estar con–, sino un nuevo modo de ser y de estar en el mundo, porque cada uno de los cónyuges ha decidido libremente ser del otro y aceptar al otro como parte del propio ser.

El matrimonio es el paso del tú y yo del noviazgo al nosotros

Una nueva identidad

Como decíamos antes, en el matrimonio se entregan las personas mutuamente, no algo externo a ellas. La donación de la persona, si es verdadera, exige la totalidad, porque si fuera parcial –a prueba, por un tiempo– supondría tratarla como a un objeto, como mercancía. Las personas no se prueban: se las quiere y acepta.

¿Y qué significa eso de darse totalmente a otro? Dar la totalidad del ser implica entregarse con proyección de futuro, entregar toda la biografía, toda la vida futura, hacerse del otro para siempre mientras ambos vivan.

Ya hemos señalado que la mutua pertenencia da pie a una nueva identidad personal: “ser marido de”, “ser mujer de”. Y es que ser cónyuge no es algo pasajero o transitorio –que se hace y se deshace–, o un rol que atribuye la ley o la sociedad: no se hace de marido o de mujer, como tampoco de hijo o de padre, sino que se es padre, madre, hijo, hermano… Se trata de una identidad que no se pierde, que dura siempre.

Ser marido y ser mujer son identidades familiares más fuertes si cabe que otras de sangre como la filiación o la fraternidad, ya que entre los cónyuges existe mutua pertenencia, y no así entre padres e hijos o hermanos.

El amor maduro

Que el matrimonio –entendido como entrega total de las personas– es para siempre, puede ser relativamente fácil de entender a nivel teórico. Otra cosa bien distinta, convendremos todos, es aceptarlo en la práctica. Pero, ¿por qué ocurre esto? Podríamos decir que se debe a la dureza de corazón, que puede traducirse hoy por la incapacidad de amar de acuerdo con lo que la persona es y se merece. Y es que, para que haya matrimonio, hace falta amor conyugal, un amor verdaderamente humano que comprenda la dimensión sensible y afectiva, pero también la inteligencia y la voluntad, la libertad, pues al casarse no se dice sólo “te quiero”, sino “te quiero y quiero quererte porque eres para siempre parte de mi ser”.

Hay parejas que contraen matrimonio tomando como base un amor inmaduro y sentimental y, en el fondo, egoísta; que no quieren comprometerse ni entregarse y dejan abierta la puerta de la ruptura; o que no quieren tener hijos, porque implican ataduras; o que pretenden mantener otras relaciones mientras tanto. En esos casos, se confunde el matrimonio con el vivir con mientras satisfaga a ambas partes.

También hay matrimonios que, a pesar de los esfuerzos –de uno o de los dos–, se enfrentan a problemas sin solución, situaciones como la enfermedad o el abandono ante las que nada se puede hacer… Hay muchas otras parejas casadas, no obstante, que dejan que su amor se apague. Y es que no basta con casarse y dejar que pase el tiempo: el amor hay que cultivarlo. Es muy recomendable conocer bien las etapas por las que ese amor atraviesa, además de la propia vida. Puede manifestarse de muchas maneras –también con el perdón o el olvido–, reinventarse, recomenzar. El matrimonio no es punto de llegada sino de partida: se proyecta sobre todo hacia el futuro. Amar es importante, desde luego, pero más importante es querer amar (entregarse totalmente al otro). Ése es el amor duradero al que aspira íntimamente el corazón humano, el único con autoridad para decir “para siempre”.

Montserrat Gas Aixendri es la directora del Instituto de Estudios Superiores de la Familia, de la Universidad Internacional de Cataluña (UIC).