Se dice que la crisis conyugal llega a los siete o a los ocho años de casados. Evidentemente, no estamos ante un suceso así de matemático. Una crisis conyugal, grande o pequeña, real o más o menos ficticia, puede presentarse cuando quiera. También en el mejor matrimonio, aunque, y esto debería quedar muy claro, no es ni mucho menos inevitable.
TOMÁS MELENDO

La crisis, la crisis seria, puede tener lugar muy pronto, al cabo de los dos años de casados, o incluso antes, cuando el impulso sentimental pierde fuerza. Si una pareja no logra superar este período crítico, el matrimonio embocará una especie de precipicio descendente. El interés y el respeto recíproco empezarán a languidecer; las discusiones y los enfrentamientos se irán haciendo más frecuentes; comenzará un proceso de progresivo alejamiento entre los cónyuges, que algún tiempo después podrá desembocar en una ruptura irreparable.

Con todo, conviene tener en cuenta que en la actualidad, apenas despuntan las primeras dificultades conyugales, hay quienes experimentan la tentación de pensar que han escogido mal a su pareja. Por el contrario, a menudo no es la elección del cónyuge sino la propia falta de temple y maduración personal o la evolución del matrimonio lo que no ha seguido las pautas oportunas.

José Pedro Manglano lo resume en un par de párrafos que alcanzan magistralmente el fondo de la cuestión. Para entenderlos en toda su hondura y significado, es conveniente volver a recordar que la esencia del matrimonio es el amor, que el momento resolutivo de todo amor es la entrega y que ésta se configura de una manera muy peculiar e intensa en la vida conyugal, donde el propio yo se ofrece sin condiciones a la persona amada, al tiempo que también ella resulta acogida sin reservas. Por tanto, la clave del éxito de la convivencia matrimonial consiste en liberarnos de las ligaduras que nos atan al propio yo, de modo que se torne viable una dádiva cabal y cada vez más intensa a nuestro cónyuge y, a la par, en ir desprendiéndose de uno mismo para dar en nuestro interior cabida al ser querido.

Apenas despuntan las primeras dificultades,
hay quienes experimentan la tentación de pensar que han escogido mal a su pareja

Apego o desprendimiento del propio yo

Aclarado lo cual, vayamos con los textos. Lo propio del amor-enamorado –escribe Manglano, refiriéndose a lo que nosotros hemos designado “amor sentimental”– es hacer “sentir al principio, como un destello, el amor que se alcanzará al final. Esta situación es simultáneamente real e irreal. Es real en el corazón, en el ámbito de los deseos y de la afectividad: realmente se siente así. Pero no es real en la vida, en el sentido de que esos deseos, afectos, entrega… todavía hay que hacerlos efectivos, habrá que llevarlos a cabo en el día a día. No es real en el sentido de que el yo que se proclama muerto para ensalzar el tú… resulta que de hecho no está tan muerto como siente estarlo”.

Y unas páginas después: “Los encendidos sentimientos del amor-enamorado van remitiendo en la medida en que el antiguo ‘yo’ vuelve a manifestarse vivo y a reclamar sus derechos y preferencias, su egoísmo. En los primeros momentos, el ‘yo’ se postraba y sometía voluntaria y alegremente ante el amado, pero pronto vuelve a levantarse. Parecía vencido y muerto por el arponazo del amor, pero resulta no estarlo tanto”.

Desde la atalaya así conquistada –apego o desprendimiento del propio yo–, podemos contemplar con más agudeza lo que de manera un tanto indiscriminada y desenvuelta suele hoy conocerse como crisis. Las hay que efectivamente merecen ese nombre, con el dramatismo que suele acompañarlo. Y así, algunos matrimonios enferman porque uno de los componentes cede a la bebida, a la droga, al juego o al sexo extraconyugal: cesiones que, en el fondo, no constituyen más que una fuga. A menudo estas dependencias son debidas a conflictos interiores no reconocidos, a debilidades que se arrastran acaso desde la juventud y nunca se han abandonado.

Semejantes circunstancias influyen muy negativamente en la vida familiar. Hacen surgir nuevos conflictos y depresiones, que impulsan complementariamente a la evasión siguiendo un camino equivocado.

La clave del éxito consiste en liberarnos de las ligaduras que nos atan al propio yo

Una llamada para quererse más y mejor

Pero también nos topamos a menudo con crisis más bien aparentes, derivadas de una creencia tan falsa como difusa según la cual, cuando el amor existe, no deberían presentarse ni dificultades ni obstáculos. De esta suerte, al sobrevenir los enfrentamientos, incluso leves, se interpreta que el amor está perdiendo fuerza y calidad. Pero en realidad un conflicto ¿es signo de falta de cariño o una llamada para hacerlo madurar, para quererse más y mejor? En efecto, un pequeño roce puede ser el síntoma de la conveniencia de un nuevo y más íntimo reencuentro, fruto del acrisolamiento interior y de la intensificación y purificación del amor –¡y del progresivo olvido de sí!– de quienes componen el matrimonio. Hay que aprender a interpretar de este modo las señales que establecen la oportunidad de empezar de nuevo y desde mayor altura. No despreciemos estas llamadas, aunque dolorosas, al crecimiento y a la maduración: son parte esencialísima de la vida conyugal y de cualquier proceso humano de desarrollo.

Así lo sugiere Guitton: “En el fondo de todo amor existe sin duda una eterna repetición, una monotonía implacable. Para que el automatismo que lo acecha no pueda destruirlo, necesita cambios de tiempo, de lugar, de estructura, alternativas de partida y de retorno, descubrimientos sucesivos, crisis inofensivas. Y la fidelidad consiste en integrar en sí todos estos accidentes y nutrirse de ellos. El amor de la pareja no puede subsistir sin superarse, sin elevarse, sin volver a encontrarse en un plano más elevado”.

Nos atrevemos a decir que, de hecho –con independencia de las impresiones subjetivas–, la mayoría de las crisis que afectan a un matrimonio normal se sitúan dentro de las coordenadas no dramáticas que acabamos de describir. Y que, por tanto, exigen sencillamente un crecimiento del propio amor. Ese crecimiento puede sin duda ser costoso, pero siempre resulta hacedero. No hay que complicarse más, intentando descubrir o inventando problemas donde solo existe una necesidad de maduración del propio cariño.

Tomás Melendo es catedrático de Metafísica por la Universidad de Málaga.