“En media hora dada, al amigo y al arte/ Villaamil a Lucas/ 11 de Octubre de 1853”. Esta es la inscripción manuscrita que aparece en el reverso del lienzo del cuadro Torreón en ruinas, una de las obras que del genial pintor ferrolano Jenaro Pérez Villaamil expone el Museo Lázaro Galdiano de Madrid. ESTHER RODRÍGUEZ FRAILE

De pequeñas dimensiones y pintado al óleo, el cuadro de Villaamil representa un promontorio sobre el que se asienta el mencionado torreón. La composición es sencilla: un sinuoso camino conduce a la cumbre, al fondo se atisba la costa en escorzo y las sombras de un poblado cercano. Su perfección técnica es admirable y, sin embargo, de no ser por el cuadro expuesto a su lado, no atraería en exceso la atención del visitante. Uno se sorprende al reparar en el parecido de ambos: comparten título, fecha, tema, e incluso estilo, aunque el segundo lleva la firma de otro pintor, el madrileño Eugenio Lucas Velázquez, destinatario de la cariñosa dedicatoria de Villaamil. Es entonces cuando, de súbito, intuimos las circunstancias que rodearon el alumbramiento de dichas pinturas, la relación, todavía palpitante, que existió entre sus respectivos autores, como un rastro de cálida humanidad esparcido en la sala que comparten. El arte, en efecto, se escribe también con A de amistad. Sirva de prueba este artículo.

Por lo general, la admiración que suscitan las obras de arte provoca en el público una suerte de involuntario distanciamiento respecto a los autores de las mismas, tanto más acusado cuanto más venerados sean estos. Se tiende entonces a situarlos por encima del común de los mortales, a elevarlos, divinizados, a un Olimpo de perfección y belleza, y a despojarlos incluso, consecuentemente, de su naturaleza humana. Por eso el arte, cuando uno tiene ocasión de ver a su través de lo que de verdad está hecho, resulta si cabe más sorprendente y fascinante.

Jenaro Pérez Villaamil y Eugenio Lucas Velázquez eran grandes pintores, de los mejores de una época en ebullición, marcada por la coexistencia de estilos artísticos: Romanticismo, Realismo, Prerrafaelismo, Impresionismo, etc. Ambos compartieron el gusto por el paisaje –realizaron importantes incursiones en el costumbrismo– y contribuyeron a prestigiar el ejercicio de la pintura plein air. Al observar sus respectivos torreones se adivina una muestra de reconocimiento mutuo: cada uno, a modo de guiño, imita el estilo y la técnica del otro. Lucas, más comedido que de costumbre, rebaja el ímpetu de su pincelada, mientras que Villaamil, emulando el proceder característico de su amigo, dota a la suya de más fuerza y de más brillo, en un alarde de fogosidad impropio de él.

Esta complicidad en el terreno artístico no debió de ser extraña ni esporádica, y es muy probable que ayudara a abonar otro terreno, el de la estrecha amistad que unía a ambos, una amistad que, con el tiempo, por cierto, reforzó definitivamente el matrimonio entre Lucas y Francisca, la hermana de Jenaro.

El arte, cuando uno tiene ocasión de ver a su través de lo que de verdad está hecho, resulta si cabe más sorprendente y fascinante

Murillo y De Neve

Dos siglos antes encontramos otro buen ejemplo de esta clase de amistad, enraizada en el arte. La Sevilla del siglo XVII, capital peninsular de América, se halla en su apogeo económico, político, social y cultural. Es un enclave comercial de primer orden mundial, entre cuyas bulliciosas calles pasean, hablan y trabajan Bartolomé Esteban Murillo y Justino de Neve. El primero –como no se nos escapa–, pintor; el segundo, canónigo de la catedral de Sevilla y miembro de una conocida familia de comerciantes originaria de Amberes. Una amistad fecunda, no sólo basada en el respeto y la admiración que sentían el uno hacia el otro, sino en la convergencia, también, de sus respectivos intereses. Ambos eran hombres cultos, piadosos y preocupados por el trabajo bien hecho, la honradez y la rectitud de intención.

En Justino de Neve Murillo encontró a un mecenas que, gracias a su influyente posición, posibilitó la asunción por parte del artista de numerosos e importantes encargos. Entre ellos destacan, por ejemplo, los lienzos de la Parroquia de Santa María la Blanca, así como la Inmaculada y los tondos de la Sala Capitular de la catedral hispalense. Por su parte, De Neve encontró en Murillo a un artista que supo no sólo comprender sus inquietudes sino trasladarlas luego al lienzo, en especial los principios de caridad, responsabilidad y ejemplaridad que, según el canónigo, debían caracterizar a todos los miembros del clero. De este modo, a decir de Benito Navarrete, De Neve sería el autor intelectual de algunas de las obras de Murillo, una tesis que Gabriele Finaldi, coordinador de un ambicioso estudio acerca de Murillo y De Neve –titulado precisamente El arte de la amistad–, también defiende.

Pero el vínculo existente entre ambos trascendió las fronteras de lo estrictamente profesional: en una reveladora muestra de confianza mutua, el canónigo hizo a Murillo tasador de los bienes de su madre, y el pintor, al final de sus días, albacea de su testamento a De Neve.

Una profunda amistad que se evidencia, de forma tal vez más esclarecedora, en el inventario de las posesiones del eclesiástico, que incluyó hasta 18 cuadros del pintor sevillano; en la dedicatoria de uno de ellos, el retrato del propio De Neve que realizó Murillo en 1665, hallamos de hecho la prueba de amistad definitiva: obsequium desiderio pingebat (pintado con el deseo de regalarlo), escribió el artista.

Murillo y el mecenas De Neve cultivaron una amistad que trascendió las
fronteras de lo profesional

El admirado tributo de un amigo

En diciembre de 1889, el público congregado en el Teatro Real de Madrid asistió a la última interpretación del cantante de ópera Julián Gayarre, considerado por la crítica del momento, dentro y fuera de España, el mejor tenor de la historia. Ponía voz a Nadir, en la ópera de Bizet El pescador de perlas, cuando, de pronto, se desplomó en el escenario. Días después, el 2 de enero de 1890, fallecería en su domicilio. La conmoción, claro, fue enorme, en parte porque la prematura desaparición de Gayarre –46 años– truncaba, en realidad, la viva encarnación de un sueño: se trataba de un hombre de orígenes muy humildes, proveniente del Valle del Roncal, una remota región de Navarra, que había sido pastor, campesino, dependiente de ferretería… antes de que una serie de benefactores posibilitaran su establecimiento en Milán, donde cursaría sus estudios de música. Allí mismo, en La Scala de Milán, años después, se consagraría definitivamente. Apodado Le Roi du chant, su voz dio la vuelta al mundo, de escenario en escenario, cosechando un éxito tras otro.

Entre los que lloraron la repentina muerte de Gayarre se encontraba Mariano Benlliure, el escultor español más relevante del siglo XIX y buena parte del XX. Eran grandes amigos, hasta el punto de que habían acordado algo sorprendente: si Mariano fallecía antes que Julián, este cantaría en el funeral de aquel; si, por el contrario, era Julián quien fallecía antes que Mariano, entonces este realizaría el mausoleo de Julián. En virtud de este acuerdo rindió Benlliure tributo a su amigo, con una obra por la que obtuvo además, en 1900, la Medalla de Honor en Escultura que concede la Universidad de París. El bello monumento funerario, realizado en mármol y bronce, en el que dos figuras femeninas, la Armonía y la Melodía, alzan un ataúd al cielo, se trasladó a la tierra natal de Gayarre, al valle del que una vez partió para maravillar con su voz al mundo entero.

Una amistad entre artistas, en fin, tan bella como las palabras que el escritor Octavio Paz le dedicó a su amigo Julio Cortázar: “A Julio, más cerca que lejos, en un allá que es siempre aquí. Octavio”.

Esther Rodríguez Fraile es investigadora y licenciada en Historia.