Una de las cosas que más desestabilizan la convivencia conyugal es la constatación de diferencias temperamentales y de defectos en la otra persona. Tras una primera época dorada, si es que existe, el otro aparece tal cual es: con defectos más o menos grandes que empañan la imagen idílica que nos habíamos fabricado. Y entonces comienzan los problemas. MIGUEL ÁNGEL GARCÍA MERCADO

Estar siempre de acuerdo no es un desiderátum de la vida matrimonial. Suelo recurrir para explicarlo a una escena de La edad de hielo 4, la serie de películas sobre unos animales –con caracteres antropológicos– que viven en la prehistoria. En una de las aventuras, al estilo de la Odisea, los protagonistas se encuentran con unas sirenas que, disfrazadas de sus seres queridos, se proponen engañarlos para conducirlos al abismo. En el caso del mamut, Manny, esas personas que hacen de señuelo son ni más que menos que su mujer y su hija, de modo que, llevado por el ímpetu del primer impulso, fija el rumbo de la nave hacia el lugar donde espera reunirse con ellas. Sin embargo, en un momento dado, cuando una de las sirenas, imitando a su mujer, le dice: “Tenías razón, Manny, siempre la tienes”, el mamut se da cuenta de que todo aquello es una trampa, ya que su mujer jamás hablaría en esos términos. Lo que les salva es justamente la realidad de que marido y mujer no siempre están de acuerdo.

El matrimonio es un apasionante esfuerzo por conocerse, comprenderse y respetarse, cuyo objetivo no es la dependencia ni la independencia sino la interdependencia, donde hay que luchar por hacerse uno con la otra persona, renunciando al ideal de una convivencia perfecta que no tiene por qué existir.

Con los pies en la tierra

Desde un punto de vista antropológico, la exhortación Amoris laetitia, en uno de sus puntos más destacados, insiste en reconocer que “el otro también tiene derecho a vivir en esta tierra junto a mí, así como es” (Amoris laetitia n. 92). Amar implica aceptar que algunas cosas no pasen exactamente como uno desea. Conviene que partamos del reconocimiento de nuestra propia fragilidad y renunciemos de antemano a las ensoñaciones e ideas platónicas que solemos elaborar en nuestro fuero interno. Amar es alejar de nosotros esta idea –habitualmente falsa– y aceptar la realidad, siempre más rica, siempre más sorprendente. Sólo así estaremos en disposición de crecer: “quizá la misión más grande de un hombre y de una mujer en el amor sea esa, la de hacerse el uno al otro más hombre o más mujer” (Amoris Laetitia n. 221). Toda familia y toda persona requieren una progresiva maduración en su capacidad de amar. Sin renunciar a la plenitud del amor, no podemos desesperarnos por la existencia de límites.

Amar es querer a una persona, y en cuanto que queremos su bien, debemos rechazar e intentar corregir sus defectos, aunque esto sea más fácil de decir, como a nadie se le escapa, que de hacer. Lo habitual es que emprendamos dos caminos igualmente nocivos: o bien que aceptemos pasivamente los defectos reales del cónyuge, impidiéndole crecer y mejorar, con cierta conciencia fatalista de que cada uno es como es y no se puede hacer nada, o que confundamos los defectos reales con defectos aparentes y amarguemos así la vida de la otra persona.

Del primer camino cabe decir que aboca –de un modo directo o indirecto– a llenar nuestra vida matrimonial de rencores ocultos y de desengaños. Hoy se confunde la incondicionalidad –especialmente en lo que respecta a los hijos– con una suerte de aceptación ciega y pasiva. Esta actitud empeora al cónyuge e imposibilita el buen devenir de la relación, pues a las personas, sin un propósito de mejora que las guíe y al que tiendan, no las perfecciona el mero transcurrir del tiempo. Lo más frecuente, de hecho, es que empeoren y los comportamientos negativos arraiguen en ellas. Quien cede, tal vez esperando un cambio que no reclama, termina cansándose y haciendo su vida al margen de la otra persona, a la cual se califica, directamente, como “imposible”. Esto, que es frecuente en la relación con los adolescentes, ocurre también entre los esposos.

A las personas, sin un propósito de mejora que las guíe y al que tiendan,
no las perfecciona el solo transcurrir del tiempo

Defectos reales o aparentes

En segundo lugar, es importante distinguir entre los defectos verdaderos y los que no lo son. Los defectos reales son actitudes negativas que impiden el desarrollo de la persona. Es lo que la moral clásica llamó “vicios”. Todos los tenemos en mayor o menor medida porque ningún temperamento nace centrado. Todos nos encontramos inclinados naturalmente al exceso o al defecto, elementos que pervierten la virtud. Esos defectos graves, contra la ley moral o la vida familiar, pueden ser la ira, la pereza, la maledicencia, etc.

Frente a ellos están los defectos aparentes, que son realmente virtudes, solo que contrarias a las actitudes a las que me inclina mi temperamento. Si soy nervioso, una persona pausada me parecerá indolente, pero realmente no lo es. Es casi inevitable que nos pongamos a nosotros mismos de modelo de normalidad –delante del cónyuge y de los hijos– y juzguemos los actos ajenos como positivos o negativos según se parezcan a los nuestros. Eso no es bueno. Uno de los problemas que más dificultan la relación conyugal o la educación de los hijos es tomar como referencia nuestro propio temperamento como norma para los demás. Esperamos entonces reacciones y actitudes que ellos no tienen por qué tener.

Por eso, es imprescindible reflexionar y advertir que rara vez somos la medida de la virtud. La norma moral es algo exterior a nosotros, trascendente a nuestras actitudes, que también se constituye para nosotros en un deber ser. Si no reparamos en ello, es probable que no eduquemos en el bien sino en ser un reflejo de nosotros mismos, un ser siempre caduco y limitado. Pretender que el cónyuge tenga nuestro mismo temperamento es una injusticia y, en muchos casos, una imposibilidad.

En definitiva, se trata de aprender a distinguir entre los aspectos objetivos que ayudan al perfeccionamiento de los cónyuges, el nosotros que implica el matrimonio –cuestiones en las que yo debo mejorar igualmente–, y aquellos otros, meramente subjetivos, que se rechazan tan sólo porque no se adecuan al gusto de una de las partes. En realidad, más que de defectos aparentes, deberíamos hablar más precisamente de rasgos imprescindibles de la personalidad, ya que sin ellos la persona dejaría de ser ella misma.

La no aceptación de tales diferencias merma notablemente la convivencia, más aún cuando nada puede hacer una parte por adecuarse a la imagen previa que la otra se ha forjado de la perfección (una perfección en la que, sorprendentemente, caben los defectos de uno pero no los del otro).

Miguel Ángel García Mercado es catedrático de Filosofía y orientador familiar.