Escribe Javier Gomá en su obra Dignidad (Galaxia Gutenberg, 2019) que ésta “podría definirse precisamente como aquello inexpropiable que hace al individuo resistente a todo, interés general o bien común incluido”. Partiendo de esta valiosa definición, cabe preguntarse si el trabajo dignifica, y en qué circunstancias lo hace o deja de hacerlo. DAVID CERDÁ
Siendo la dignidad el último e irreductible bastión de valor de lo humano, resulta que nos dignifica todo aquello que nos humaniza, es decir, aquello que consigue que abarquemos las dimensiones que nos caracterizan. Son varias esas dimensiones –biológica, reflexiva, moral, afectiva, trascendente–, pero quisiera concentrarme en las dos que más insustituiblemente pueden verse colmadas cuando trabajamos: la social y la performativa.
Decir que somos un ser performativo es reconocer que la consecuencia de sabernos finitos es nuestra necesidad de dejar una impronta sobre el mundo, alterándolo. Cuando está orientada hacia el bien, esta dimensión nos empuja a la colaboración para vencer desafíos que encontramos en el mundo del trabajo. Poco importa a estos efectos la modalidad del contrato o cómo se retribuya; es nuestra necesidad de crear la que nos espolea, y nuestra necesidad de hacer junto a otros, por ser tan poco lo que a solas se puede, lo que hace que nuestro empeño sea laboral.
Como seres sociales vivimos en sociedad y nos queremos sentir ciudadanos. La vida de los misántropos es menos humana; la copertenencia en la ciudad nos dignifica. Ahora bien, no es el derecho a manifestación o el voto el que primordialmente nos hace ciudadanos, sino el desempeño honorable de una profesión con provecho ajeno y con el fin último de servir a la polis (en la que habita nuestro prójimo). Trabajamos en compañías y tenemos compañeros —del latín cumpanis— porque con ellos compartimos el pan, es decir, como los antiguos labriegos que se encontraban y comían juntos en el campo, al trabajo cada cual trae lo suyo, y entre todos se comparte, sin distinción de clases. Con los compañeros creamos y luchamos aunque personalmente no sean de nuestro agrado; y en eso consiste ser un buen ciudadano, en construir un nosotros no desde el fácil y poderoso motor de los afectos, sino desde la igualitaria y noble virtud de la profesionalidad.
Puesto que el ser humano es también moral, deshonran aquellos trabajos que lo humillen o lo sometan a un trato injusto, o que tengan un fin despreciable. La ley es un precio mínimo en este caso; hay formas de dañar a las personas sin abandonar el marco legal. De modo que conviene a nuestra dignidad que nuestro afán social y performativo, junto a nuestras necesidades, circunstancias y complejos, no nos cieguen y nos hagan permanecer en aquellos trabajos que no nos hacen bien o le hacen mal a alguien. Quien trabaja bien y en condiciones dignas crea con su desempeño ciclos benignos que alcanzan a toda la sociedad. Y es el orgullo de ser parte de una sociedad servicial y honrada el que asegura el futuro de la democracia.
David Cerdá es filósofo y economista, y autor, entre otros libros, de El buen profesional (Rialp, 2019).