Algunas áreas de conocimiento de la formación académica de los hijos –los idiomas, por ejemplo, o las nuevas tecnologías– preocupan de manera singular a los padres. Y es cierto que, en el mundo de hoy, el aprendizaje de esas y otras materias resulta importante. Sin embargo, quisiera hacer notar aquí que, antes de nada, los niños han de asimilar un conjunto de disposiciones y actitudes previas, como unos cimientos sobre los que poder erigir después los pilares del conocimiento. MIGUEL ÁNGEL GARCÍA MERCADO

De entre las disposiciones destaca, qué duda cabe, la capacidad de rebelarse contra la dificultad, de adaptarse favorablemente a los cambios –en el cambio hay un desafío, no un impedimento insalvable–, algo de lo que muchos de nuestros jóvenes carecen. Lo cierto es que los hijos a menudo olvidan –o directamente desconocen– que detrás del esfuerzo, del sacrificio, de la renuncia, se halla una justa y necesaria recompensa; y somos nosotros, los padres, quienes hemos de hacérselo saber.

Hoy en día no se busca tanto a la persona que disponga de un talento superior como a la que se muestre capaz de adaptarse a las diferentes circunstancias. Como ha indicado Joseph D. Novak en su obra central Psicología educativa, la competencia del futuro es la de aprender a aprender: “El futuro académico y profesional en nuestros días depende de la capacidad de adaptación, en virtud de la cual el individuo recoge la información, la comprende, la comunica y, a partir de ella, va resolviendo los problemas personales a los que se enfrenta”.

Una segunda disposición a la quisiera referirme, muy relacionada con la anterior, tiene que ver con la esperanza, con la capacidad para vivir esperanzado, claro que no vale aquí cualquier tipo de esperanza. El filósofo alemán Ernst Bloch distinguió en su momento entre la “esperanza fútil”, estéril, y la “esperanza probada”, que él describió como “fundada, mediada, sabedora del camino”. La primera no tiene en cuenta las posibilidades reales, es más bien un sueño sin base real; la segunda, por el contrario, tiene en cuenta la realidad y sus dificultades, es objetiva, realista, aunque también defensora de que “nada es más humano que traspasar lo que existe”. Alimentar en los hijos esta última esperanza depende también de los padres, de la habilidad con que mantengan el difícil equilibrio entre consentirles a los hijos todo y no consentirles nada.

Hoy no se busca tanto a quien disponga de un talento superior como a quien
se muestre capaz de adaptarse a las circunstancias

Las actitudes precisas

En cuanto a las actitudes, apuntemos en primer lugar la iniciativa, pues no basta con que uno se revele como una persona pasiva que sencillamente obedece (no es poco, pero no deja de ser insuficiente). Tener iniciativa equivale en verdad a poner la inteligencia y la imaginación al servicio de las respuestas necesarias. No se trata, como se cree a veces equivocadamente, de hacer cosas arriesgadas por cuenta propia –sin haberlas puesto previamente en común con quien tiene la potestad de decidir–, sino de barajar alternativas, de contemplar el abanico de opciones existentes, de pensar que las cosas pueden ser de otra manera.

El compromiso merece hoy un especial reconocimiento. Es cierto que puede exigir de los niños una dedicación de tiempo extra –sobre todo al principio–, pero, siempre que no implique un esfuerzo desmedido, conviene muy mucho alentarles para que lleven a cabo aquello a lo que se comprometen. El problema, muchas veces, más que en la falta de tiempo, reside en la falta de diligencia.

Otra muy apreciable virtud es la lealtad, habida cuenta del mundo de vanidades, de estética sin ética, de postureo e hipocresía, en el que vivimos. Vinculada al compromiso, la lealtad implica el reporte sincero de lo que uno piensa y siente. En el mundo de la empresa, la persona leal reporta numerosos beneficios: liga su trabajo a la realización personal, contribuye a la mejora de la comunicación interna, respeta sus compromisos, distiende el clima laboral, reduce los costes. No es de extrañar, así las cosas, que en foros y revistas especializadas se hable de la lealtad como de “un valor perseguido pero poco alcanzado”, o como de “un valor principal para la propia empresa”. Fabio Andrade señala: “En el contexto de las organizaciones, la lealtad se asume como una actitud de profundo compromiso por parte del empleado hacia la compañía para la cual trabaja; esa lealtad entraña una serie de factores positivos para la empresa”. La lealtad no implica la renuncia a un cambio de trabajo justificado, ni mucho menos, pero suscita en nosotros la idea de que no se deja de ser persona mientras se trabaja.

Una muy apreciable virtud es la lealtad, habida cuenta del mundo de vanidades,
de estética sin ética, en el que vivimos

El respeto y la complementariedad

El respeto, que se manifiesta a través del trato que dispensamos a los demás, es el signo distintivo de la cultura de una persona. Tiene que ver con la comunicación verbal, el vestido, el comportamiento, con la adecuación de todo ello a la forma más apropiada en cada momento. Así, en el contexto de la empresa, se traduce en nuestra particular consideración hacia los compañeros, hacia los clientes, hacia los jefes. El respeto a los demás se manifiesta también cuando aprendemos a recibir críticas de terceros, a extraer de ellas lecciones valiosas, a aceptarlas de buen grado, sin acritud. ¿Se encaja la verdad humildemente, aunque duela o incomode, o provoca en nosotros resentimiento? Es una regla de oro que, en situaciones de tensión, se reacciona en la oficina de igual modo que en casa.

Por último, conviene ponderar el valor del trabajo en equipo. Como la experiencia corrobora una vez tras otra, una empresa solo subsiste si los distintos cometidos de las personas que la integran se armonizan. Se trata de una suma de voluntades, de un esfuerzo coordinado, de un difícil –pero ciertamente imprescindible– equilibrio de liderazgos y subordinaciones. Pocos son los trabajos enteramente satisfechos por una única persona, por lo general precisan de un conjunto más o menos nutrido de ellas –cada una con sus virtudes y defectos–, de forma que de lo complementarias que resulten depende en gran medida el éxito común.

En este sentido, la psicología del trabajo distingue cuatro grupos de personalidad: dominantes, influyentes, estables y cumplidores. El grupo de trabajo ideal, según este esquema, incluiría al menos a una persona de cada uno de esos perfiles psicológicos (si todos fueran dominantes, por ejemplo, existiría un grave riesgo de conflictividad, o si fueran todos estables, uno de inmovilismo o inoperancia). Parece así que la solución más adecuada pasa por aprender a vivir y a relacionarse con personas sencillamente distintas.

Miguel Ángel García Mercado es catedrático de Filosofía y orientador familiar.