“La gente también quiere soñar. Necesitan urgentemente que alguien les permita ver sueños hermosos. Y eso es lo que hacemos: fabricarles sueños hermosos, sueños en serie, divertidos sueños a precio de ganga”. Adolph Zukor, uno de los productores pioneros de la industria del cine y fundador de la mítica Paramount, explicaba de este sencillo y taxativo modo en qué consistía la ingente empresa que estaban emprendiendo en las soleadas y prometedoras tierras de California. ESTHER RODRÍGUEZ FRAILE

La cita la recoge el filósofo ruso Ilyá Ehrenburg en su ensayo La fábrica de sueños, cuyo título hizo fortuna y pasó a convertirse en un sinónimo de Hollywood y, por extensión, de todo el quehacer cinematográfico.

A un lado y a otro del Atlántico, en la joven nación americana y en la vieja Europa, el comienzo del siglo XX vio cómo nacía y se extendía un nuevo modo de contar historias, una sorprendente atracción de feria, casi un artefacto mágico para teletransportarse a los más recónditos lugares del mundo y a las más lejanas épocas de la historia. Si bien, con el paso del tiempo, la realización de películas ha tomado derroteros distintos –desde la primigenia función lúdica hasta la reflexión existencial o la denuncia política–, lo cierto es que el espectador, una vez sentado en la butaca, comienza a vivir una aventura que, en palabras del director británico Ridley Scott, le arrebata de la cotidianeidad durante cerca de dos horas.

Un artista único

Esa capacidad para atrapar la atención del espectador se explica en parte por las exigentes necesidades de producción que de por sí tiene la obra fílmica, convirtiéndola, en no pocas ocasiones, en una suerte de espectáculo apabullante. Como no se nos escapa, en el proceso de elaboración de las películas ha de intervenir un amplio elenco de profesionales, tanto técnicos como artísticos, de cuya afortunada comunión de talentos depende el buen acabado del producto. Hacer cine es, así las cosas, complejo, arduo y costoso, pero cuando se logran explotar las posibilidades expresivas que, como medio audiovisual, ofrece, el público sin duda lo percibe; y no sólo a través de los sentidos –la vista, el oído y, por sinestesia, el tacto, el gusto y el olfato–, sino también a través del corazón y la mente –la imaginación, la memoria, ese algo que remueve misteriosamente nuestras emociones más íntimas– cuando la historia narrada resulta singularmente inspiradora.

Basta fijarse en los créditos finales de una película para hacerse una idea del despliegue de recursos humanos que implica su realización: escritores y músicos, actores y figurantes, asesores históricos y lingüísticos, operadores de cámara, técnicos de luz y sonido, carpinteros, sastres, escenógrafos…, un sinfín de especialistas que, bajo la batuta del director, como si fueran los músicos de una gran orquesta, interpretan una determinada partitura. Desconocidos en su mayoría por el gran público, el resultado del trabajo que llevan a cabo estos profesionales a menudo es, a ojos del espectador, y como la sal en los alimentos, sencillamente invisible. Tras cada fotograma hay mucho trabajo –y, como decimos, de muy distinta índole–, pero el desempeño de los actores, que son quienes llenan la pantalla al fin y al cabo, lo hacen pasar por lo general inadvertido.

Los actores atraen por tanto casi todas las miradas y, junto a ellos –por lo que ahora nos ocupa–, los encargados de crear la imagen de los personajes que interpretan, de vestirlos y presentarlos en pantalla de un modo coherente. Caracterizan a este particular diseñador, y hacen de él un artista único, rasgos como la creatividad, la perspicacia para captar la esencia de cada personaje y, desde luego, el dominio de los entresijos de la costura. Audrey Hepburn decía que “el diseñador de vestuario tiene una gran tarea y una gran responsabilidad; no sólo debe ser un artista creativo, sino también historiador, investigador y artesano, todo en uno”. Edith Head, Adrian, Cecil Beaton, o más recientemente Milena Canonero o Jacqueline Durran, son algunos de los nombres propios de esta profesión, muchas veces injustamente ignorada.

Basta fijarse en los créditos de una película para hacerse una idea del
despliegue de recursos humanos que implica su realización

El armario más grande del mundo

El diseñador de vestuario se reveló imprescindible casi desde el momento en que nació el cine, en cuanto algunos de los primeros cineastas, ambiciosos, optaron por ambientar sus historias bien en el pasado, en el futuro, y/o en lugares geográficos exóticos, y requirieron de alguien que diseñara, en perfecta armonía con tales ambientes, el vestuario de sus personajes.

Tal desafío planteó en los años siguientes un problema tan obvio como de difícil solución: ¿de dónde se podían sacar tantos y tan diversos trajes como los que demandaba la industria del cine? Se sabe que en las primeras producciones los actores traían al rodaje sus propios vestidos, incluso que los alquilaban por horas, pero pronto esta fórmula dejó de ser operativa… Urgía una solución sistemática, ofrecida al fin por la llamada Western Costume Company, algo así como, con el tiempo, el armario más grande del mundo.

Un comerciante de artesanía india, L. L. Burns, fundó la compañía en 1912, al observar que tanto el vestuario como los elementos de atrezo que se empleaban por aquel entonces en las películas del Oeste, un género al alza, eran muy poco verosímiles. Decidió entonces suministrar él mismo los trajes y los adornos adecuados, satisfaciendo de tal modo la demanda existente que en poco tiempo acabó proveyendo a todos y cada uno de los estudios indumentaria de cualquier época histórica, calzado, sombreros, joyas, armaduras, incluso menaje proveniente de viejos castillos europeos. De sus naves salieron, sin ir más lejos, los trajes de Lo que el viento se llevó (1939), de Sonrisas y lágrimas (1963), el uniforme de Chaplin en El gran dictador (1940) o los chapines colorados de Dorothy en El mago de Oz (1939). En la actualidad, sus 11.000 metros cuadrados albergan más de millón y medio de piezas perfectamente catalogadas. Afirmaba Paul Abramowitz, uno de sus antiguos directivos, que “todo en un film es visual y el vestuario es una de las cosas que la gente primero ve y más recuerda […] por lo que, en cierta manera, la Western es Hollywood”.

El diseñador de vestuario se reveló imprescindible casi desde el momento en que nació el cine, en cuanto algunos de los primeros cineastas optaron por ambientar sus historias bien en el pasado, en el futuro, y/o en lugares geográficos exóticos

Otras cinematografías

El cine europeo, con todas sus singularidades –entre ellas el recelo que siempre le inspiró la industria norteamericana, su carácter marcadamente comercial–, levantó por su parte su propio andamiaje técnico y artístico, a fin de dinamizar el ritmo de su producción cinematográfica. El diseño de vestuario, obviamente, participó de este proceso.

En Inglaterra, y dada la tradición de su dramaturgia, el vestuario empleado en el cine proviene en un primer momento de las sastrerías teatrales. A Angels, una empresa familiar fundada en 1840 y radicada en las inmediaciones del barrio londinense de Covent Garden, acudían para vestirse actores de teatro, hasta que, a partir de 1913, se unieron a estos los del incipiente cine. Sus herederos, responsables por ejemplo de la confección de los trajes de los protagonistas de la saga de La guerra de las galaxias, siguen siendo en la actualidad un referente del sector. También en Londres, aunque más de un siglo después, en 1965, nació Cosprop, cuyo fundador, el diseñador John Bright, empezó a alquilar las piezas con las que había estudiado costura en sus años formativos. De esta firma destaca su rigor histórico, pues parte siempre de los originales de la época para confeccionar sus colecciones, entre ellas las de El discurso del rey (2010), Downton Abbey (2015), The crown (2016), Orgullo y prejuicio (1995) o Jane Eyre (2011).

También a modo de apunte, conviene destacar la figura de Humberto Cornejo, quien fundó en España, en 1920, la sastrería teatral que lleva su propio apellido. Su consagración en el mundo del cine se produjo en los años 60, cuando el productor Samuel Bronston rodó algunas de sus superproducciones en nuestro país y encargó a Cornejo el vestuario de El Cid (1961), 55 días en Pekín (1963) o Doctor Zhivago (1965). Reputada por sus prendas de cuero –las cuales son sometidas a un tratamiento especial de envejecimiento–, la empresa colabora habitualmente con el cine francés así como con producciones de la envergadura de Gladiator (2012), Los miserables (2012) o Exodus (2014).

Desde luego hay otros referentes que merecerían aquí un espacio –la catalana Peris, la italiana Tirelli–, pero su mera enumeración apenas rinde homenaje a esta labor artística que contribuye de un modo tan decisivo a hacer del cine un sueño. Porque, como afirma George Lucas, “el secreto de las películas es que son una ilusión”.

Esther Rodríguez Fraile es investigadora y licenciada en Historia.