“Entre ellas está mi fotografía más famosa. La hice el primer día que salí por una zona de la que oía a la gente decir: «Oh, no vayas allí». Fue la primera vez que hice una fotografía en la calle”. Así hablaba la propia Dorothea Lange de sus inicios, de sus primeros pasos en el mundo de la fotografía documental, un campo del que hoy, gracias a su peculiar mirada a algunos de los sucesos históricos más relevantes del pasado siglo XX, es ya una figura consagrada. ESTHER RODRÍGUEZ FRAILE
No obstante, empecemos por hablar del principio, al menos de forma telegráfica. Lange nace en Nueva Jersey en 1895. Tras finalizar los estudios se muda a San Francisco, donde empieza a trabajar en un estudio fotográfico. Poco después decide abrir el suyo propio, en el que principalmente retrata a familias pudientes de la ciudad californiana.
El tiempo pasa y llega 1929, su fatídico Jueves Negro y la caída en desgracia de enormes bolsas de población. Se suceden las escenas caóticas a lo largo y ancho del país y Lange, que sigue trabajando en su estudio, observa por casualidad un día, a través de la ventana, a un joven obrero en paro que camina despacio, indeciso, y que al llegar a una esquina cercana, sin saber qué rumbo tomar, se detiene. Tiene en derredor el distrito financiero, los muelles, una hilera de almacenes de mayoristas y un albergue para indigentes. Aunque al fin reanuda la marcha, la desolada indecisión del muchacho impacta a la joven fotógrafa: ve algo en lo que no había reparado y, apremiada por una urgencia indefinida, baja a la calle cámara en mano. Curiosamente, acaba de descubrir su vocación.
Respetuoso testimonio del desamparo
Corre el año 1932, pero la Gran Depresión continúa sin remitir a pesar del recién estrenado New Deal, el programa de reformas del presidente Roosevelt. Lange hace entonces una de sus fotos más famosas, White Angel Breadline, la estampa de un resignado hombre maduro esperando en la cola del pan con un ajado sombrero. Es una de las muchas instantáneas que toma durante sus recorridos por las calles de San Francisco, plasmando todo lo que ve a su alrededor “como si mañana, de repente, uno fuese a quedarse ciego”, según sus propias palabras.
Su trabajo durante esos meses, en las antípodas de sus retratos anteriores de la alta sociedad, llama pronto la atención de una agencia estatal creada en aquellos años para combatir la pobreza rural, la FSA (Farm Security Administration), que la contrata para que, junto a otros fotógrafos, visite las devastadas tierras del Oeste americano y recoja imágenes que ayuden a los estadounidenses a tomar conciencia de la gravedad de la crisis y de las durísimas condiciones de vida que padecen muchos de sus compatriotas.
Durante varios años Lange viaja por las zonas más castigadas por la hambruna. Con pocos medios pero con gran determinación, recorre los mismos caminos que las familias que forman ese éxodo forzado por las heladas, las sequías o las tormentas. Observa, contempla y, con el respeto que merecen las almas aturdidas por el sufrimiento, se acerca a conversar con ellas. Luego, con su consentimiento, las fotografía intentando captar la verdad de su encrucijada y, sobre todo, la dignidad con que la enfrentan. Toma notas de sus encuentros para añadirlos a mano al reverso de cada instantánea, no tanto como un pie de foto explicativo, sino como un sincero esfuerzo por contextualizar, por retratar del modo más preciso posible la realidad del momento.
Así surge su foto más emblemática: Migrant Mother, tomada en marzo de 1936, en Nipomo (California). Su protagonista es Florence Owens, viuda de 32 años y madre de siete hijos. Dorothea la encuentra varada en un camino, sentada en un coche del que acaba de vender las ruedas para poder alimentar a su prole. En la imagen, dos de los niños se apoyan en los hombros cansados de su madre, flanqueándola, mientras ella, con una mano en la barbilla y gesto sereno y levemente atribulado, mira sin ver, hacia dentro, quizás hacia el lugar de donde saca fuerzas para sobreponerse a lo que la rodea. Hoy, 80 años después, la mirada de Florence Owens conserva intacta la mezcla de dignidad y coraje que Lange registró fielmente.
En el devastado Oeste americano recoge imágenes para ayudar a sus compatriotas a tomar conciencia de la grave crisis acaecida
Los excluidos japoneses
Es durante la guerra, sin embargo, cuando la fotógrafa americana, dejando constancia de un drama que aún hoy sigue siendo desconocido para muchos, realiza su trabajo más destacado. Los japoneses bombardean la base americana de Pearl Harbour el 7 de diciembre de 1941, un ataque que sirve de detonante para la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Roosevelt decreta entonces la orden ejecutiva 9066, por la que cerca de 120.000 japoneses –de los cuales dos tercios han nacido en suelo americano– son obligados a abandonar sus hogares e ingresar en campos de internamiento. Tal es el clima de histeria colectiva en toda la costa Oeste del país ante una posible invasión enemiga que la orden, controvertida cuando menos, apenas genera protestas.
Pese a la oposición de Lange, que no excusa en modo alguno al gobierno americano ante una medida que considera “racista”, la WRA (War Recolocation Authority) contrata sus servicios para fotografiar todo el proceso de concentración, identificación, evacuación y reasentamiento. Pero si los trabajos de la FSA fueron en su momento públicos, difundiéndose aquí y allá –pues pretendían básicamente hacer propaganda del New Deal–, los de la WRA se convierten ahora en materia reservada. De hecho, las fotografías de Lange y sus colegas son requisadas, censuradas y, en su mayor parte, clasificadas hasta el año 2006. Lange accede a la petición, tal como afirma, para colaborar en lo posible a que el proceso sea “más humano”. Hoy sabemos, gracias a las imágenes que reunió en su trabajo, que las condiciones de vida en los campos fueron estremecedoras.
En sus paseos por las calles de San Francisco donde habitaban ciudadanos japoneses, Lange captura escenas llenas de sinsentido: el cartel en la fachada de un establecimiento regentado por un japonés en el cual se lee “I’m an american”, otro en el que el propietario del negocio opta, resignado, por anunciar la liquidación de sus existencias, o el desconcierto de los alumnos de una escuela infantil realizando el cotidiano juramento de lealtad a la bandera antes de ser alejados de las clases tres días después, a la vista del cariz que toman los acontecimientos.
Dorothea vuelve a prestar atención a las miradas y a la actitud recia y paciente de las personas sometidas a la evacuación. Con indisimulada admiración, retrata a los excluidos mientras esperan a ser identificados y vacunados, a que el gobierno vacíe sus casas, a que los trenes o autobuses les conduzcan a los campos de internamiento. Familias enteras de varias generaciones que, según relató, “llegaban con todo su equipaje, con sus mejores trajes, los niños vestidos como si acudiesen a una importante celebración”, antes de que sus fotografías informasen después de que los habían etiquetado como si fuesen paquetes envueltos en nobles atuendos.
Lo cierto es que el trabajo de Dorothea Lange para la WRA supuso su consagración definitiva. “Deslizándose por los márgenes” de la sociedad, como ella misma explicaba, recogió para las generaciones futuras la “intimidad, dignidad e integridad” de quien encontró en su camino.
Dorothea Lange estuvo allí y nosotros, gracias a ella, también.
Esther Rodríguez Fraile es investigadora y licenciada en Historia.