La educación no puede adoptar la forma de un proceso técnico ideado con todo detalle para el logro de un artilugio controlable. Más bien, por el contrario, la educación ha de surgir como resultado imprevisto de un proceso que apunta a otros fines. Es la consecuencia de la convivencia en la familia, en el colegio, y en la sociedad en general. ALEJANDRO NAVAS

La educación es algo obvio, natural e inevitable. En la medida en que hay vida humana, tenemos educación. La biología no nos dice cómo vivir, tenemos que aprenderlo.

El bebé humano nace siempre prematuro, es el más indigente e inerme de los neonatos, y necesita durante bastantes años del cuidado de sus padres (o de los adultos). Claro que esa condición inespecífica y abierta se traduce en una gran ventaja: al ser tan flexible, el ser humano se adapta a todos los ambientes. Frente a los demás animales, abocados a su nicho, el hombre tiene mundo: puede vivir en el Polo Norte o en el desierto, come de todo, desarrolla las tecnologías más variadas.

Educar al niño es enseñarle a vivir: a alimentarse, a cuidar la higiene básica, a incorporar los elementos de la propia cultura –tecnología, reglas, símbolos– que constituyen la forma propia de vivir. La educación consiste en aprender a distinguir: un triángulo de un cuadrado; una lagartija de un cocodrilo; un planeta de una estrella; un adjetivo de un adverbio; y, más en general, lo útil de lo inútil, lo bello de lo feo, lo verdadero de lo falso, el bien del mal.

Educar no trata primordialmente de transmitir o trasladar, sino de contagiar, suscitar, estimular (la “estimulación precoz” es un concepto clave en la educación infantil hoy). Los dos requisitos imprescindibles para que pueda darse una auténtica educación son: por una parte, convicciones firmes en los padres (o en los adultos con los que tienen trato); por otro, confianza en los niños.

En el fondo, antes de hablar o discutir sobre educación, los adultos de referencia –padres, y luego profesores– tienen que plantearse cómo viven o quieren vivir. Así, distinguir lo bello de lo feo, lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo implica disponer de un criterio. Uno de los grandes problemas hoy es que se ha roto el consenso en torno a valores fundamentales: vida humana, persona, sexualidad, matrimonio y familia, lo justo y lo verdadero, etc. Esta discrepancia básica dificulta notablemente la tarea educativa.

En la medida en que hay vida humana, tenemos educación:
la biología no nos dice cómo vivir, tenemos que aprenderlo

Las nuevas tecnologías, el nuevo agente educativo

Otra dificultad añadida es la difuminación de los agentes educadores tradicionales y la aparición de otros nuevos. Si los principales actores de educación eran tradicionalmente la familia, la escuela y la Iglesia, la situación hoy ha cambiado.

La familia –cuando hay familia o vida familiar–, sigue siendo el principal agente educativo. La Iglesia, por su parte, ha perdido protagonismo: la catequesis parroquial tiene ya poco alcance y los colegios de religiosos sufren un proceso de desnaturalización que parece imparable, con una media de poco más de dos religiosos por colegio –generalmente, mayores– y el cierre de una media anual de cien colegios de religiosos en los últimos diez años. La escuela, si más o menos cumple satisfactoriamente su cometido, sigue siendo muy importante.

La crisis actual en el sistema educativo arranca en los años sesenta con la revolución del 68, que proclama una pedagogía antiautoritaria, la educación comprehensiva, la devaluación del esfuerzo y la depreciación de la memoria, la aplicación y la disciplina. En general, se advierte una fuerte aversión a las llamadas “virtudes secundarias”, de las que el filósofo y sociólogo alemán Habermas dijo en su día que eran las habilidades necesarias para gestionar un campo de concentración. Entre otros efectos de aquello, hoy se aprecia un notable desconcierto y desánimo en buena parte del profesorado –tal vez más acusado en la enseñanza pública–, y una extensión del síndrome del profesor quemado (la docencia se convierte en una profesión de riesgo).

Es muy reseñable la aparición de nuevos agentes educativos –las pantallas, los auriculares–, hasta el punto de que un adolescente occidental de dieciocho años ha pasado unas 10.000 horas en la escuela y unas 13.000 ante las pantallas. Además, no se limitan ya a utilizar una sola pantalla, sino que se generaliza el multitasking o multitarea: se oye música, se contempla un vídeo en Youtube, se habla con los amigos en una red social y se navega por la red simultáneamente. Se trata de un uso –en gran parte– descontrolado del que los padres saben muy poco. Como consecuencia de lo anterior hay una cascada de efectos sobre la salud –trastornos en el sueño, sobrepeso, cefaleas…– y el rendimiento escolar, a lo que habría que sumar el coste de las oportunidades perdidas (todo lo que se deja de hacer en ese tiempo). Las tecnologías de la comunicación ofrecen grandes oportunidades educativas, pero ¿qué uso se hace de ellas?

Un adolescente occidental de dieciocho años ha pasado
unas 10.000 horas en la escuela y unas 13.000 ante las pantallas

De la verdad y el bien al progreso

El adolescente anda a la búsqueda de su identidad y de un lugar en el mundo, tarea en la que el grupo de pares adquiere una importancia creciente. La necesidad de sentirse acogidos e integrados en el grupo es muy humana, como confirma la investigación empírica: la mayoría de las personas está dispuesta a renunciar a la evidencia antes que a discrepar de la opinión vigente en el grupo. Este fenómeno se aprecia también en el ámbito de la opinión pública, como pone de manifiesto la teoría de la espiral del silencio: la gente capta los valores o ideas que parecen dominar en la sociedad y, por temor a aislarse, calla su opinión discrepante, de modo que al final esas ideas o modas acaban siendo verdaderamente hegemónicas. Ya lo anticipó en su momento Gracián: “Antes loco con todos que cuerdo a solas”[1]. Así, los hijos están sometidos a un conjunto de influencias que los padres no controlan y a veces ni siquiera conocen.

En la sociedad clásica manda la realidad, que es criterio de verdad y de bondad: la verdad se adecua a la realidad, y el bien hace justicia a la realidad. El hombre es ético y cabal cuando hace justicia a la realidad en sí mismo, en los demás y en la naturaleza. El que se deja llevar por las pasiones más elementales, como una bestia, no hace justicia a su condición racional. El cristianismo asume esa visión del hombre y del mundo, y coloca a Dios como creador.

Con la crisis moderna se produce la revolución del yo. En ese momento se desconfía ya de la capacidad del entendimiento para conocer la realidad (crisis del nominalismo tardomedieval). La ciencia, desde entonces, va a ser explicación de lo puramente fenoménico y, además, hipotética y provisional. Las leyes científicas se convierten en meros enunciados de probabilidades (Niels Bohr: “La física no se ocupa de la naturaleza, sino de lo que se puede decir acerca de la naturaleza”). Dejan de interesar cuestiones fundamentales y ahora sólo importa la investigación aplicada.

A la vez, se consagra la máxima del “saber es poder”. La ciencia se prolonga en la tecnología, que permite el control del mundo y el logro de un bienestar nunca conocido. La ciencia y la tecnología alimentan el progreso, que se convierte ahora en el gran mito de la modernidad, y ocupa el lugar que en la cultura clásica correspondía a la verdad y al bien. El progreso apunta al futuro, a la utopía, a la sociedad perfecta, a un paraíso en la tierra (Karl Marx), y si ese estado ideal se retrasa, puede acelerarse a través de la revolución: intento de tabla rasa del pasado e instauración de nuevo de un régimen social perfecto.

La mayoría de las personas está dispuesta a renunciar a la evidencia antes que a discrepar de la opinión vigente en el grupo

Nada resulta ahora inamovible

La cultura moderna parece pisar fuerte en un clima de entusiasmo y exaltación cuando entra en crisis en la primera mitad del siglo XX: guerras mundiales; totalitarismos; crisis económica; crisis en la ciencia, en la filosofía y en el arte. Convengamos en denominar a esa situación “posmodernidad”, que se refiere al todo vale, al pensamiento débil, a la proliferación de lo alternativo en el mundo del pensamiento –se desconfía de la capacidad del hombre para conocer la verdad–, del arte, de la cultura popular, al nihilismo y al ateísmo, al relativismo y al escepticismo.

De este modo, si cada uno piensa como le parece y vive a su manera, la cohesión social corre serio peligro (anomia). Si no hay verdades o valores absolutos que todos acepten, ¿cómo asegurar el necesario consenso para que la sociedad pueda seguir funcionando? La fuente de legitimación se va a trasladar de la realidad al procedimiento: lo bueno, lo justo, será ahora lo que nosotros determinemos. En lo político y económico, en el derecho y en la justicia, nada resulta ahora inamovible: todo queda sometido al juego de las mayorías cambiantes y de la opinión pública mudable. Estamos en la “sociedad abierta” que tuvo en Karl Popper a su gran teorizador, que considera que el único remedio para evitar los totalitarismos, de uno u otro signo, consiste en rechazar cualquier pretensión de verdad absoluta.

Entonces, ¿cómo educar verdaderamente en este ambiente? El escepticismo, cuya expresión en el ámbito educativo recibe el nombre de “educación neutra”, tiene efectos de fuerte calado. Los hijos, sobre todo, quieren saber de qué van sus padres, qué les importa verdaderamente, porque si advierten que los adultos transmiten un paquete de valores en el que ellos mismos no creen –o que no viven–, se sentirán manipulados y lo abandonarán en cuanto tengan oportunidad. Este asunto adquiere especial importancia en la formación religiosa.

No hay por tanto más que una manera para conseguir que los hijos se conviertan en personas maduras y libres: predicar con el ejemplo. Necesitan ver actuar a sus padres con libertad y responsabilidad, no en circunstancias o momentos excepcionales, sino en el día a día. Es conveniente saber que los hijos –incluso los más pequeños–, son testigos perspicaces y jueces implacables del comportamiento de sus padres, esponjas capaces de absorberlo todo. Las pantallas y la calle pueden dificultar o desbaratar los proyectos educativos mejor planteados, pero nada valioso se consigue sin esfuerzo.

Alejandro Navas es profesor de Sociología de la Universidad de Navarra.


[1]Gracián, B. (1647). Oráculo manual y arte de prudencia.