La pregunta que, en mi opinión, resulta urgente contestar respecto a la educación familiar, es la siguiente: ¿por qué con la llegada de los hijos a la adolescencia fracasa tan a menudo, cada vez con mayor frecuencia, la entera tarea educativa de los padres? ¿No convendría, de hecho, a la luz de esta realidad, replantearse las cosas?
IVÁN LÓPEZ CASANOVA

Muchos son los padres que se esfuerzan −y hacen muy bien− en transmitir valores firmes a sus hijos. Son sin embargo bastantes menos, desafortunadamente, los que están pendientes de preparar a sus hijos para que, cuando lleguen a la adolescencia, sepan desenvolverse en la sociedad actual, donde muchas de las ideas que circulan y de las que −a buen seguro− tendrán conocimiento son distintas −y, en ocasiones, opuestas− que las que han recibido en el seno de la familia. Desafortunadamente, digo, porque ante esta situación, si es inesperada, resulta normal que los jóvenes se sientan solos y confusos e inclinados a pensar que aquello que han aprendido en casa no tiene que ver con la vida real, que es algo, más bien, que les aísla de ella, que les aparta, haciéndoles sentirse señalados, de la mayoría de compañeros y amigos; algo que, en fin, pone en grave riesgo la educación que los padres, durante los tranquilos años de la niñez, han dado a sus hijos.

En la novela Olga, escrita por una jovencísima Chiara Zocchi −por aquel entonces tenía 18 años−, se aborda con lucidez el modo en que los adolescentes se enfrentan a esta encrucijada. En ella se lee, por ejemplo: “no hay gente mala; nos parecen malos, pero lo que pasa es que están solos y para gustar a los demás incluso hacen el mal”. O, diciéndolo de otro modo, los adolescentes, para no sentirse solos, no sólo abandonan los valores recibidos, sino que los traicionan para ser así aceptados.

Es preciso, pues, que los padres hagan ver a sus hijos que entienden el momento que atraviesan, que hagan ver a sus hijos que no están solos, que en ellos cuentan con apoyo, con aliados, con un acompañamiento. Los padres tendrán que seguir corrigiéndoles o aconsejándoles, qué duda cabe, pero redoblarán al tiempo esfuerzos por escucharles con paciencia y afecto, haciendo así lo posible por entender las razones de sus dificultades, preocupaciones, etc. Obrar de otra manera, según hemos sugerido, alimenta la confusión en los menores, les hace más vulnerables a toda una suerte de condicionamientos externos (modas, opiniones poco o nada fundamentadas, temor al ridículo, etc.).

Muchos adolescentes no sólo abandonan los valores recibidos en casa,
sino que los traicionan para ser así aceptados

Lo propio y lo ajeno

Pero, más allá del apunte anterior, de lo imprescindible que resulta acompañar en la adolescencia a los hijos, quisiera centrar la cuestión en la desorientación que experimentan muchos jóvenes al comprobar que la educación que han recibido en casa se contradice de forma recurrente y no pocas veces mayoritaria fuera de ella −con los riesgos a lo que todo esto les expone−, y en su posible remedio, que he venido en llamar “educación para la pluralidad”[1].

Así designo al empeño educativo de transmitir a los hijos valores firmes −de tal forma que puedan aferrarse a ellos en toda situación−, pero sin dejar de informarles acerca de la sociedad plural en la que viven, acerca de la existencia de otras maneras de ver y acercarse al mundo −y de ver y acercarse a la persona−, y con las que, necesariamente, tendrán que convivir y, en la medida de lo posible, mostrarse comprensivos. Esta aproximación nace justamente del profundo respeto a cada persona, que es un fin en sí misma −en el decir de Kant−, y que tiene el derecho a formar sus propias convicciones y a expresarlas (siempre que no dañen a otros). No se trata, huelga decirlo, de amparar relativismo moral alguno −el todo vale porque todo está bien−, sino de respetar el hecho de que cada persona forme sus propias opiniones y actúe de conformidad con ellas. (Una actitud de respeto tanto a las convicciones de terceros como −por supuesto− a las que se transmiten en el seno de la propia familia.)

Así que desde esta perspectiva se educa, por así decirlo, explicándoles a los hijos tanto lo propio como lo ajeno, con el fin de evitar el desconcierto que experimenta quien desconoce cuanto, a partir de un momento dado, empieza a rodearle. Es claro que el reto es difícil, pero conviene afrontarlo para preparar a los hijos en el camino de apertura al mundo que transitan durante la adolescencia, de la cual depende una juventud vivida en plenitud, el buen comienzo de los estudios, el establecimiento de sólidas relaciones de amistad y una buena preparación para el noviazgo, la solidez del edificio moral y la firmeza de las convicciones sobre las cuestiones últimas. Lo cual no es poco, ciertamente.

Si se atiende a este enfoque, si desde pequeños se les explica a los hijos, cuantas veces sea necesario, que “hablando cada cual con el fondo insobornable de sí mismo, es como comprendemos, como entendemos mejor, a los demás”, como decía Ortega y Gasset, entonces pisamos un suelo educativo firme.

Iván López Casanova, licenciado en Medicina, ha impartido numerosas conferencias sobre Antropología filosófica para universitarios, y sobre adolescencia, y es autor, entre otros, de los libros ‘Pensadoras del siglo XX. Una filosofía de esperanza para el siglo XXI’, ‘El sillón de pensar’ y ‘Educar para la pluralidad’ (RIALP).


[1]El cortometraje Fuera de juego recoge las ideas fundamentales de esta «educación para la pluralidad»: https://www.youtube.com/watch?v=Kv74t7RqvRY