Esta experiencia alcanza su más alto grado de expresión en el amor personal, del que el ejemplo más usual –aunque no el único ni el más significativo– es el amor entre varón y mujer. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

Aunque no me detendré en esta cuestión, quiero apuntar aquí simplemente que el amor y la sexualidad son realidades distintas y separables que conviene no confundir. Puede haber amor sin sexualidad (pensemos en el amor de una madre o un padre por sus hijos) y sexualidad sin amor. A pesar de las apariencias, el amor sexual suele contener menos amor del que parece porque se suele identificar la simple atracción física –infaltable para el ejercicio de la sexualidad– con el amor. Lo cual muchas veces es suponer demasiado. A ello se refiere Rilke, al comienzo de la tercera de las Elegías de Duino:

Una cosa es cantar a la amada, y otra –¡ay!–
a ese oculto y culpable dios-río de la sangre.

(Rilke)

El “oculto y culpable dios-río de la sangre” es el impulso sexual entendido como mera vía de autosatisfacción, en el que el otro (o la otra, o el propio cuerpo) no es un , sino –hasta donde eso es posible– un ello, un objeto intercambiable y, por tanto, insignificante, un mero instrumento del que sólo cuenta su funcionalidad. El amor se da a otro nivel: el de la relación personal, donde la unión sexual, la entrega del cuerpo, es signo y manifestación de la donación amorosa y total de la persona. Por eso mismo la entrega amorosa de la persona, de lo que la persona es y vale –que incluye la entrega esponsal del cuerpo– se da al final, cuando se ha eliminado razonablemente el error de confundir el amor con sus múltiples sucedáneos con los que en realidad tiene “tan poco que ver como el Dux con los asuntos del gobierno de Venecia” (La Rochefoucauld). Es razonable que primero se entregue lo que se tiene; pero el cuerpo no se tiene: el cuerpo se es. A la vista de los elementos tan sustanciales que definen la entrega amorosa en el amor personal –y que resultarían seriamente dañados– se entiende el rechazo de las relaciones prematrimoniales. En el amor, el tú es irreemplazable, porque lo que cuenta no es la mera funcionalidad sino la personeidad, es decir, el hecho mismo de ser precisamente él (o ella) y ningún otro.

Es razonable que primero se entregue lo que se tiene;
pero el cuerpo no se tiene: el cuerpo se es

Una experiencia de algo trascendente

Hablando del amor en perspectiva más amplia, se advierte un cierto misterio en el hecho mismo del amor entre varón y mujer. Todo amor verdadero aparece suscitado por la persona amada y dirigido a ella. Pero extrañamente, no se detiene en ella sino que parece transportar más allá, reclamar una meta, una plenitud, que en el hecho mismo de amar se presiente y se pregusta pero no se alcanza. Dicho de otra manera: el hombre siempre ha entendido que en el amor vivía una experiencia reveladora de algo que está más allá de él y de la persona amada, una experiencia de algo trascendente:

El amor nace en los ojos;
(…) la mirada es quien crea,
por el amor, el mundo,
y el amor quien percibe,
dentro del hombre oscuro, el ser divino,
criatura de luz entonces viva
en los ojos que ven y que comprenden.

(Cernuda)

El hombre siempre ha poseído la convicción inicial –incluso ahora, cuando parece extrañamente empeñado en lo contrario– de que en el amor se está rozando el umbral del misterio profundo de su propio ser, que connota una cierta relación con lo sagrado. Ya en las civilizaciones primitiva el amor erótico –aunque no sólo él– tenía (y sigue teniendo) una consideración especial, denominada con la palabra “tabú” (aunque esta voz pertenece específicamente a la cultura polinesia, es la que ha adoptado la cultura occidental para referirse a este hecho). Pero el tabú, como se ha ido sabiendo a medida que progresaban los estudios sobre estas culturas, no tenía una connotación negativa, peyorativa ni oscura, sino al contrario. El tabú era una acción que, precisamente por su proximidad con lo sagrado, se rodeaba del respeto que merecen las cosas esenciales de la vida del hombre, que no deben ser tratadas de cualquier manera, trivializadas ni usadas en su pura funcionalidad.

El tabú era una acción que se rodeaba del respeto que merecen
las cosas esenciales de la vida del hombre

La confusión idolátrica de los objetos iluminados

Thibon expresa bien ese carácter misterioso del amor humano cuando dice: “¿Qué es lo que más nos vincula a un ser amado: su precisa realidad que podemos conocer y poseer, o esa huella de infinito que queda impresa en lo finito, ese rastro de misterio que su aparición deja en nuestra alma, esa irradiación de lo desconocido y de lo invisible que lo atraviesa y trasciende? La respuesta es fácil porque, cuando ese fulgor se disipa, la magia del amor se evapora con él, aunque la realidad sensible del objeto amado siga siendo la misma”.

“Entonces ya no nos queda entre las manos más que un objeto fijado entre sus límites irremediablemente explorados y tildamos fácilmente de ilusión la misteriosa embriaguez pasada. Pero la ilusión no está en la llamada del objeto en sí mismo, sino en esta llamada en cuanto ligada a un objeto determinado. Así, la más humilde nube atravesada por los rayos del sol reviste los colores del sueño y del infinito y vierte en nuestros ojos la nostalgia de la imposible belleza. Cuando el sol se pone, ya no es más que una mancha oscura y vana en el cielo, una nube en el sentido que, desde Aristófanes, todos los realistas han dado a esta palabra: una ilusión. Y en realidad es cierto que el brillo de la nube era una pura ilusión, ¡pero el resplandor del sol era verdadero! Hemos de evitar la confusión idolátrica de los objetos iluminados con la luz que los inunda, porque, al término de nuestras decepciones, llegaríamos a la negación de la luz misma…”.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

| SIGA LEYENDO… ¿A quién amamos cuando amamos a alguien?