Que la sonrisa es el gesto más grato y expresivo del rostro humano, o que es el más universal de cuantos existen –puesto que no hay pueblo ni cultura que no lo entienda y lo emplee–, son afirmaciones que hace ya tiempo dejaron de resultar controvertidas. La sonrisa es, después de la razón, lo que más distingue al hombre del animal. Lo afirmaba, a su modo, el filósofo alemán Emmanuel Kant: “Como el camino está sembrado de espinas, Dios le ha dado al hombre tres dones: la sonrisa, el sueño y la esperanza”.
LUIS CARLOS BELLIDO
La sonrisa manifiesta luminosamente a la persona entera: embellece el rostro, expresa sentimientos de toda índole, favorece la comunicación, da la medida de la efusividad. Se trata, por tanto, de un signo de plenitud y de felicidad –eso es algo que salta a la vista–, pero también lo es, y conviene tenerlo presente, de coraje. Contrariamente a lo que se piensa de ordinario, la sonrisa es sobre todo un gesto de superación personal. Sonreír cuando no se tienen ganas, cuando se encuentra uno contrariado o afligido, es un acto que manifiesta una talla moral poco común. “Aunque quieras llorar, sonríe, y el mundo te sonreirá a ti” (Víctor Ruiz Uriarte).
Esto es así porque, en efecto, una sonrisa genera otra. Es un reclamo que llama a la cordialidad, al acercamiento, a la amistad. La sonrisa del otro raramente nos deja indiferentes, y, por lo general, provoca la nuestra. Si bien es cierto que a veces nuestro semblante no es más que una reacción instintiva al semblante del otro, y que en esos casos la sonrisa deja de ser un acto voluntario de correspondencia, de gratitud, de generosidad, para convertirse más bien en un reflejo mecánico, producto de la química de nuestro cuerpo, no lo es menos que este gesto, pese a todo, sigue filtrando a su través una muestra de amor, un mensaje con el que se le comunica al otro, sin que medien las palabras, algo así como un “estoy contigo”.
Ocasiones para sonreír nunca faltan. No todo es incertidumbre, monotonía y sinsabores en la vida. La existencia humana está plagada de ratos de alegría, de gozo, que no sólo hacen sombra a los momentos de dificultad, sino que llegan incluso a eclipsarlos. La vida nos invita a sonreír constantemente. Las muestras de amor, afecto y ternura, la amistad, los saludos, los éxitos tanto propios como ajenos, la satisfacción del trabajo bien hecho, la reconciliación y el acuerdo, la mera contemplación de un bonito paisaje, y en fin, multitud de actos nobles, de detalles y de atenciones para con los otros, son siempre motivos de alegría.
Un compromiso con la excelencia
Pero no sonreímos sólo cuando el otro nos sonríe o nos sentimos alegres. También lo hacemos para facilitar el diálogo, distender la polémica, crear un ambiente cordial y relajado. Una sonrisa en los labios es, con frecuencia, la forma más efectiva de aplacar los ánimos o encauzar una negociación. “Madre Teresa, ¿qué podría hacer yo con mis empleados en momentos de conflicto o crispación?”, le preguntó un ejecutivo a Teresa de Calcuta en una convención a la que había sido invitada por empresarios americanos. “Sonría”, fue la escueta e inmediata respuesta de la santa religiosa, antes de esbozar, como de costumbre, una de sus amplias y contagiosas sonrisas. Siempre surgirán conflictos, confrontaciones, desacuerdos, pero, como muy sabiamente decía el dramaturgo Alejandro Casona, “no hay ninguna cosa seria que no pueda decirse con una sonrisa”.
Sonreír por sonreír carece de sentido. Hacerlo, en cambio, contra la inclinación natural del momento adverso, cuando a uno le van mal las cosas o se está afligido por una contrariedad, aparte de ser un acto de extrema delicadeza y generosidad, demuestra una gran madurez. La persona de temple recio, consciente de estar llamada a ser más, no se contenta con aceptar el prosaísmo de la vida cotidiana con resignación, sino que trata de darle sentido y sublimarlo en la medida de lo posible. Es precisamente ese compromiso con la excelencia el que lleva a la persona a responder con una sonrisa a la salida de tono o al exabrupto de un compañero de trabajo, a ignorar elegantemente los malos modos de la gente en las más diversas circunstancias, a afrontar con sonriente serenidad las incomodidades y complicaciones de la convivencia humana.
Sonreír contra la inclinación natural del momento adverso demuestra
una gran madurez
Conocerse, aceptarse, sacar de sí lo mejor
En uno de sus libros José Luis Martín Descalzo hace la confesión siguiente: “Si debiera pedir a Dios un don, solamente le rogaría el arte supremo de la sonrisa”. La sonrisa es, ciertamente, un don, que algunos tienen la inmensa suerte de heredar. Son, sin embargo, pocos los privilegiados. El resto, mediante repetidos actos de cordialidad, atención, generosidad, amor a los demás, tenemos que esforzarnos en naturalizarlo. Porque sonreír, aparte de un don, es básicamente una tarea, un trabajo en ocasiones arduo pero asumible si, por una parte, se está persuadido del gran valor y de la importancia que tiene para uno mismo y para los que le rodean, y si, por otra, se está dispuesto a ponerlo en práctica. Porque, como no se nos escapa, el hecho de reconocer el valor de algo no implica necesariamente su inmediata ejecución. “El conocimiento no es causa de lo que se hace”, su puesta en práctica es fruto de la voluntad. “Si no lo queremos, no hacemos lo que sabemos.” Aristóteles lo dice taxativamente en la Moral a Nicómano: “No se adquieren las buenas costumbres, sino después de practicarlas”. Sonreír, pues, al igual que cualquier otra acción física o moral, no se improvisa, exige esfuerzo y un aprendizaje cultivado hasta el final de la vida.
Sonreír es un arte, una técnica que se aprende con la práctica. Ahora bien, si uno quiere sonreír con autenticidad y sin afectación, necesita, en primer lugar, conocerse a sí mismo, luego, aceptarse tal cual es, y, por último, sacar de sí lo mejor:
- Evidentemente, uno no puede comportarse con autenticidad si no se conoce a sí mismo. El autoconocimiento es un saber al que apenas se le suele prestar atención y que, sin embargo, constituye el cimiento sobre el cual construir una sonrisa genuina.
- La belleza de la sonrisa, en segundo lugar, tiene mucho que ver con la aceptación de uno mismo, una suerte de sabiduría que Romano Guardini llama la “Carta Magna del existir”; esta fidelidad a lo real, a reconocerse y aceptarse tal cual uno es, con sus cualidades y talentos, pero, al mismo tiempo, con sus disposiciones naturales y con sus limitaciones, constituye la clave de la verdadera sonrisa.
- La autenticidad de la sonrisa, por último, guarda relación directa con el grado de accésit moral que se imponga a sí mismo cada uno. “La cara –dice la sabiduría popular– es el espejo del alma”. Por lo común, la bondad de la persona se asoma a su semblante, a su mirada, a su cara externa, a poco que luche por sacar lo mejor de sí misma. No creo que sea desacertado afirmar que no existe gesto humano que mejor revele la bondad de alguien que su sonrisa. “Por su aspecto se conoce al hombre, y por su semblante al prudente” (Eclo 19,29).
Un estado de opinión preocupante
Todavía hay mucha gente que piensa que la sonrisa es un gesto irrelevante, que no contribuye especialmente a la comunicación verbal. Así se desprende, al menos, de los resultados de una encuesta, realiza allá por 1996, en la que se trataba de evaluar la relación entre bondad y sonrisa y su contribución a las relaciones sociales. Solo el 5% de los encuestados opinaba que un semblante risueño facilita “en gran medida” el trato con los demás. La mayoría de los participantes –hasta el 85%– estimaba que la sonrisa tiene “escaso valor comunicativo”, mientras que el 10% restante creía que “no añade nada nuevo a la comunicación oral”. Al parecer, pocos son los que aprecian el valor y la trascendencia que este gesto posee para una buena convivencia, así como para la salud y la felicidad de quien lo prodiga. “Uno de los pecados de hoy en día –cito de nuevo a Teresa de Calcuta– es el de no tener tiempo de sonreír”; y más adelante: “Tengo la impresión de que andamos tan acelerados, que ni siquiera tenemos tiempo para mirarnos unos a otros y sonreírnos”.
La bondad de la persona se asoma a su semblante, a su mirada, a su cara externa, a poco que luche por sacar lo mejor de sí misma
Contentos porque sonreímos
Padres y educadores, por medio del ejemplo, harían bien en inculcar en los niños y los jóvenes la excelencia de este gesto. “Una buena sonrisa –decía William Thackeray– es la luz del sol en un hogar”. Un semblante amable ayuda sin duda a resolver muchas tensiones familiares (no es lo mismo entrar en casa de cualquier manera, responder sin miramientos de ningún género o decir lo primero que se nos viene a la cabeza, que saludar a quien sale a nuestro encuentro con una sonrisa).
En definitiva, “sonreír es sembrar humanidad” (J. L. Lorda). Quien sonríe acoge, inspira confianza y hace de su rostro una casa en la que el otro tiene cabida.
“Desgraciadamente –decía Juan Pablo I en su libro Ilustrísimos señores– solo puedo vivir y repartir amor en la calderilla de la vida cotidiana. Jamás he tenido que salir huyendo de alguien que quisiera matarme. Pero sí existe quien pone el televisor demasiado alto, quien hace ruido, o simplemente es un maleducado. En cualquiera de esos casos, es preciso comprenderlo, mantener la calma y sonreír. En ello consiste el verdadero amor sin retórica”.
Es muy conocida aquella afirmación de William James, uno de los fundadores de la psicología contemporánea, de que no lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos. Algo similar puede decirse respecto a la sonrisa. De hecho, cuando me encuentro con personas que sufren por su aislamiento, o por sus dificultades de comunicación con los demás, les invito a sonreír sin miedo allá donde vayan; intento hacerles ver que no sonreímos porque estamos contentos, sino que estamos contentos porque sonreímos. Aunque pueda resultar al principio un tanto forzada o artificiosa, la sonrisa, si se recurre a ella habitualmente, acaba por rebosar de nuestro corazón con una fuerza y una espontaneidad sorprendentes.
Luego, no lo olvidemos, existe en todos nosotros la necesidad de sentirnos acogidos, reconfortados, queridos, una necesidad que bien merece la pena que contribuyamos a satisfacer sonriendo, prodigando sonrisas, las cuales, al fin y al cabo, son la genuina expresión de nuestra condición humana.
Luis Carlos Bellido es lingüista y autor, entre otros, del ensayo ‘Aprender a sonreír’ (Rialp).