La rentabilidad como fin último de la empresa –y no como medio de sostenibilidad– dio pie a que los empleados, con el devenir del capitalismo, fueran entendiendo su trabajo desde un punto de vista exclusivamente remunerativo y no como vía de desarrollo personal: el trabajo sufragaba los gastos familiares pero perdía su sentido como medio de crecimiento y desarrollo comunitario. Este cambio de modelo trajo consigo un genuino desarrollo económico –aumento de la oferta de bienes y disminución de su coste gracias al nuevo proceso productivo, entre otras cosas–, pero también algún efecto no deseado en varios aspectos del desarrollo de la persona. GUILLERMO M. FRAILE

En la encíclica Centesimus Annus, Juan Pablo II define la empresa como “…comunidad de hombres que, de diversas maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la sociedad entera”. Esta precisión se hace después de aclarar que el beneficio económico es la función clave de la empresa para garantizar su supervivencia pero no el último fin de la misma. La última gran crisis económica –la crisis global financiera de 2008-2009– fue consecuencia, en gran parte, de los incentivos que recibían los dirigentes de las organizaciones empresariales, que, parapetados detrás de la llamada “creación de valor económico”, hacían caso omiso del impacto que sus actuaciones tendrían, por ejemplo, sobre el empleo a largo plazo.

Si consideramos la empresa como una comunidad de personas, sería conveniente analizar qué significa la vida comunitaria. El ser humano es un ser social, y su pleno desarrollo requiere interactuar con otros para poder aprender y crecer (lo que implica necesariamente un orden y una participación en el ámbito social en que actúa). Esta dinámica de aprendizaje constante va configurando consciente –o inconscientemente– sus agendas y hábitos hasta afectar también a los que lo rodean, especialmente si desempeña un papel preponderante de autoridad (si es directivo de empresa, por ejemplo, o padre de familia).

Entender que la empresa es una organización intermediaria que pone en relación a la persona con la sociedad –que no es sólo un medio de oferta de bienes y servicios para obtener lucro económico–, puede aportar una visión más integradora y precisa de la misma a quienes la conforman. Compartir las razones, los fines y las motivaciones de la tarea común permite que sus participantes se identifiquen con ella y se eduquen en ese modo de convivencia.

La empresa pone en relación a la persona con la sociedad,
no sólo oferta bienes y servicios para obtener lucro económico

Formadora por excelencia para la vida comunitaria

“La familia, en los tiempos modernos, ha sufrido, quizás como ninguna otra institución, la acometida de las transformaciones amplias, profundas y rápidas de la sociedad y la cultura” (Juan Pablo II, Familiaris Consortio). En el caso de la comunidad familiar, el centro reside más explícitamente en las personas, cada una con su identidad y sus diferencias: varón, mujer, adulto, niño, anciano, saludable o enfermo, etc. La familia es la formadora por excelencia para la vida comunitaria, tanto en los aspectos prácticos como en los afectivos y espirituales (“La familia es la primera, pero no la única y exclusiva, comunidad educadora…”). De ella se reciben los medios útiles para aprender a hacer uso de la libertad personal. Cumple la función de creadora de sociedad, pero no sólo en lo biológico, sino también a través de la educación que proporciona a sus miembros desde el momento en que nacen. De este modo, teniendo en cuenta su importancia como cauce de desarrollo de las personas, parece lógico que sea el ámbito que mayores satisfacciones proporcione.

La génesis del problema

Para entender el origen del conflicto de intereses entre la vida familiar y laboral habría que tener presente, en primer lugar, que la familia, hasta el siglo XVI, no era sólo el centro de la vida de las personas, sino también una unidad productiva (en la mayoría de los casos, además, autosuficiente). La vida económica y social se desarrollaba con naturalidad en el ámbito familiar, de modo que participaba decisivamente en el engranaje productivo de la sociedad feudal. El artesano era padre de familia, pero también dueño de su trabajo, que ofrecía al resto de la comunidad.

El desarrollo progresivo de la mecanización de la producción –consolidado después con el estallido de la Revolución Industrial– dio lugar a un nuevo periodo hasta entonces inimaginable. La inversión de capital en prometedoras iniciativas de negocio y novedosos sistemas de producción trajo aparejado un cambio sustancial: de un dueño de la tarea productiva –el trabajador– pasó a haber dos –el trabajador y el inversor–, ya que se hizo imprescindible contar con quien aportara capital para acometer inversiones.

Empieza a producirse en este tiempo el éxodo del campo a los centros urbanos, cada vez más grandes, donde el anonimato empieza a ser moneda corriente. Todos estos cambios –bastante vertiginosos– afectaron necesariamente a las costumbres de un gran número de personas, porque no se trató sólo de una revolución de eficiencia y productividad, sino también de una revolución social, que transformó a personas, familias, ciudades, en su modo de relacionarse. Los empleados del nuevo aparato productivo, por ejemplo, debían salir de casa para conseguir su sustento, lo que les llevó a perder la conexión directa y permanente que habían mantenido con sus familias hasta ese momento.

Al mismo tiempo, el ánimo de lucro de los inversores capitalistas fue creciendo: la expectativa de conseguir una rentabilidad que compensara el riesgo asumido pasó a ser el criterio exclusivo de inversión. Así, la creación de valor económico se convirtió en –prácticamente– la única variable que medía el buen desempeño empresarial. La empresa buscaba resultados cada vez más cortoplacistas, lo que llevó a sus empleados a soportar paulatinamente mayores presiones y tensión de tiempo y horarios. En lugar de proveer de manera eficiente bienes y servicios a la sociedad, la empresa se limitó a priorizar poco a poco la búsqueda de la rentabilidad, lo que llevó a contraponer sus intereses a los de la familia.

A nadie se le escapa que la consecución de beneficios empresariales implica generalmente largas jornadas laborales –generadoras de estrés, cansancio y tensión– y resultados más o menos inmediatos; los proyectos familiares –la educación de los hijos o la construcción de relaciones conyugales sólidas, por ejemplo–, en cambio, no constituyen una obligación imperiosa, pues presentan sus cuentas en años o décadas. De este modo, las urgencias del ámbito laboral acaban generalmente imponiéndose sobre las menos evidentes del ámbito familiar.

Las urgencias del ámbito laboral acaban generalmente imponiéndose sobre las menos evidentes del ámbito familiar

Un conflicto dentro de la misma persona

En todo caso, erraríamos el tiro si consideráramos este conflicto como una batalla de ámbitos enfrentados. Se trata más bien de un conflicto dentro de la misma persona, y tiene su origen en que familia y trabajo –las comunidades en las que habitualmente participamos– empezaron a precisar motivaciones distintas, a perseguir fines distintos.

La motivación fundamental del trabajo es, en líneas generales, el dinero, y a él dedicamos gran parte de nuestro tiempo. Así las cosas, corremos el riesgo de sustituir con bienes el tiempo no dedicado a la construcción de una familia sana y unida.

En La vida lograda (Ariel, 2002), el filósofo Alejandro Llano define cuatro estadios diferentes en los bienes y servicios que podemos ofrecer a nuestra familia: dos de ellos mejoran al agente en cuestión –bienes necesarios y bienes convenientes–, y otros dos lo dañan (bienes superfluos y bienes nocivos). Suponiendo que nadie dejará de intentar proporcionar los bienes necesarios –educación, alimentos, vestimenta, salud, etc.– y evitará en su hogar los bienes nocivos, el gran desafío de la sociedad actual será el de no traspasar la delgada línea divisoria entre los convenientes y los superfluos. Es importante no olvidar que el uso habitual de los bienes convenientes los convierte en necesarios, y el de los bienes superfluos en nocivos. ¿Es bueno que una hija preadolescente tenga móvil? Deberán decidirlo los cónyuges. Quizá sea conveniente, quizás superfluo. Si es conveniente, a la larga será un bien para toda la familia; si, por el contrario, es superfluo –porque la niña ha impuesto su voluntad de comprar el último modelo, por ejemplo–, quizás se convierta en nocivo (cuando salga a la venta otro nuevo). En este sentido, el propio Llano explica un modo de actuación que puede resultar útil: “Lo que necesito no siempre coincide con lo que me apetece… De manera que conviene preguntarse con frecuencia si eso que persigo con tanto ahínco es realmente necesario o, por lo menos, conveniente”.

Guillermo M. Fraile es profesor titular del Área Académica Dirección Financiera del IAE Business School y director del Centro Conciliación Familia y Empresa (CONFyE).