Por eso no es ocioso, sino casi inevitable, que al cabo de tantos siglos nos planteemos de nuevo la pregunta esencial: ¿quién es el hombre?, ¿quién soy en realidad yo? Desde siempre el hombre ha sido para el hombre lo más próximo y conocido, y a la vez lo nunca del todo conocido. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS

Los primeros testimonios del homo sapiens sapiens están relacionados con dos hechos que se dan simultáneamente: la técnica –es decir, la elaboración de instrumentos– y el culto funerario (el respeto a los muertos). Esos dos testimonios reflejan esa doble vertiente del hombre: la conocida y la enigmática, es decir, aquello que el hombre sabe y sobre lo que sabe dar razones –lo que sabe hacer– y aquello que el hombre conoce pero de lo que no sabe dar razones precisas y concluyentes. Esto último lo ve claramente –tan claramente como que entierra a sus muertos, no se los come ni los abandona a las fieras, lo que le resultaría más práctico en términos de supervivencia biológica– pero sólo confusamente acierta a explicarlo.

Todos en algún momento hemos tenido que soportar una invectiva, generalmente lanzada por alguien que nos quería bien –habitualmente la madre, o la novia– que nos resultaba particularmente molesta: “No hay quien te entienda”. En general esa especie de acusación solía hacer referencia a la impredecibilidad de nuestro comportamiento en cuestiones normales, cotidianas, pero la raíz de la cuestión es muy profunda. Profúnditas est homo, et cor eius abyssus, dice la Escritura: “el hombre es profundidad; su corazón, un pozo sin fondo”. Cuando pensamos en descubrir algo desconocido solemos pensar en la espeleología, en la exploración de esas simas profundas y oscuras que sólo con dificultad y bien pertrechados de material podemos abordar. Hasta hace bien poco el paradigma de lo maravilloso por descubrir era el mar, del que se conocía poco más que la superficie y el perfil de sus fondos; lo que las redes de pesca solían sacar y lo que el propio mar vierte espontáneamente en la playa eran poca cosa, indicios someros e insuficientes de la vida que se ocultaba en su interior.

No se trata sólo del problema de averiguar si Hitler y el Padre Kolbe, el estrangulador de Boston y la Madre Teresa de Calcuta, pertenecen a la misma especie, ni de la sorpresa mayúscula de comprobar que la respuesta no tiene más remedio que ser afirmativa. Se trata más bien de comprobar que todas esas posibilidades, aparentemente contradictorias, y otras muchas igualmente dispares, conviven –al menos como posibilidad– dentro de cada uno.

El hombre es un enigma porque conoce algo de lo que no sabe dar
razones precisas y concluyentes

Una casi-nada capaz de casi todo

El hombre es a la vez poderoso y frágil; capaz de conocer y dominar la naturaleza, pero una modesta e imprevisible hemorragia cerebral termina con su vida; capaz de lo mejor y de lo peor, de la abnegación más absoluta y de la traición más vil; compasivo frente a la desgracia de un próximo, y cruel con otros como ninguna bestia puede serlo: una casi-nada capaz de casi todo; Pascal ha sido quizá el autor que más vivamente ha presentado el dilema que el hombre es para sí mismo: “¿Qué quimera es, pues, el hombre? ¡Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué sujeto de contradicciones, qué prodigio! Juez de todas las cosas y miserable gusano de tierra; depositario de la verdad y cloaca de incertidumbres y de errores; gloria y rechazo del universo. ¿Quién logrará desenredar esta madeja?”.

Esta cuestión del hombre como enigma recuerda a los viejos portulanos, aquellos primitivos mapas de los continentes entonces recién descubiertos por los audaces navegantes europeos de los siglos XV y XVI, que recogían poco más que el perfil costero de las nuevas tierras y la localización de los puertos, con la inmensa zona interior rotulada como terra incognita (tierra desconocida). El problema del hombre como realidad no del todo conocida y cuya exploración completa resulta harto difícil, ha sido una constante del pensamiento antropológico hasta hace muy poco, y lo vuelve a ser ahora mismo después del fracaso de esas antropologías reduccionistas.

Ya Sócrates advertía: “el mayor de todos los misterios es el hombre”; y San Agustín, el pensador más agudo y penetrante de los primeros siglos de nuestra Era, recoge en sus Confesiones: “he llegado a convertirme en un problema para mí mismo”. En continuidad con esta tradición, no es difícil encontrar textos actuales que recogen la extrañeza que el hombre experimenta al considerarse a sí mismo. Heidegger insiste en esto: “ninguna época ha sabido tantas y tan diversas cosas del hombre como la nuestra… Pero en verdad, nunca se ha sabido menos qué es el hombre”. Y Scheler: “somos la primera época en que el hombre se ha hecho problemático, de manera completa y sin resquicio, ya que además de no saber lo que es, sabe que no lo sabe”.

Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.

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