La importancia que la antropología filosófica le concede a la dimensión histórica del ser humano se ha acrecentado en nuestra época notablemente. Algo que sin duda tiene que ver con la mucha mayor capacidad –y necesidad– que tenemos hoy, en comparación con el pasado, de tomar decisiones. MIGUEL ÁNGEL GARCÍA MERCADO

Primero, porque disfrutamos de mayor libertad; y segundo, porque las decisiones, que tienen un carácter cada vez más condicionado y temporal, son susceptibles de continua revisión. Julián Marías, en su Idea de la metafísica, sugiere lo siguiente: “La vida me es dada, pero no me es dada hecha –una antigua y decisiva tesis de Ortega–; yo me encuentro con las cosas, en una circunstancia, y tengo que hacer algo para vivir; tengo, pues, que proyectar sobre las facilidades y dificultades con que me encuentro un cierto proyecto o pretensión que imagino, y que a su vez sólo es posible en función del programa total, pretensión o vocación que me constituye”.

Me interesa no sólo el contenido de esta tesis, sino el hecho de que Marías la considere “antigua”. Recordemos que si Idea de la metafísica es del año 1957, El hombre y la gente –la obra de Ortega de la que Marías recoge este pensamiento– ve la luz apenas algo más de una década antes, en 1945. De esta manera, que Marías tilde de “antigua” una cita contemporánea revela –de un modo muy significativo– lo rápido que se renuevan los pareceres filosóficos en nuestro tiempo. “La vida me es dada, pero no me es dada hecha” es una frase que sirve hoy de aviso para padres y educadores, que alerta de que la vida que se les ofrece hoy a los jóvenes está, en efecto, singularmente poco hecha. En nuestros días, la cita encierra también una advertencia que bien podría formularse del siguiente modo, pese a su eco un tanto trágico: o tomas decisiones certeras, o corres el riesgo de no construir tu vida.

Este desafío puede llegar a ser particularmente problemático, pues pone en entredicho la identidad de la persona. La identidad se construye, fundamentalmente, con las decisiones firmes e inalterables que uno toma en la vida: las realidades de las que parte –familia, temperamento, educación– y aquéllas que se fabrica en base a sus propias decisiones –la familia que funda con otra persona, el carácter, el trabajo, la actitud social– condicionan notablemente quién es, y conforman su propio ser.

Si la identidad de una persona es mudable –“fluida”, como se dice hoy– puede renunciar naturalmente a cualquier compromiso que se vuelva áspero o difícil, aunque en tal caso expone su vida, desprovista ya de guías maestras que la orienten y hagan valiosa, a un devenir irrelevante de acontecimientos, pues en el fondo dará igual lo que haga. Todo valdrá lo mismo, que es tanto como decir que nada valdrá nada. El pensador Charles Taylor, en su obra Horizontes ineludibles, apunta: “Poner entre paréntesis a la historia, la naturaleza, la sociedad, las exigencias de la solidaridad, todo salvo lo que encuentro en mí, significaría eliminar a todos los candidatos que pugnan por lo que tiene importancia. Sólo si existo en un mundo en el que la historia, o las exigencias de la naturaleza, o las necesidades de mi prójimo humano, o los deberes de ciudadano, o la llamada de Dios, o alguna otra cosa de este tenor tiene una importancia que es crucial, puedo yo definir una identidad para mí mismo que no sea trivial. La autenticidad no es enemiga de las exigencias que emanan de más allá del yo; presupone esas exigencias”.

Apliquémoslo al tema nuclear del amor. La persona debe aprender a perseverar en el amor como debe aprender a vivir en verdadera libertad, pues ni amor ni libertad están resueltos por el mero hecho de existir, por haberse adscrito a los postulados de la sociedad. Más bien al contrario: el amor conyugal es una incondicionalidad creciente y mutua que nos une y lleva a ser un solo cuerpo. Ésta es ni más ni menos que la clave del futuro, de modo que hay que prever las dificultades y fortalecerse ante ellas.

El amor conyugal es una incondicionalidad creciente y mutua que
nos une y lleva a ser un solo cuerpo

El amor en la niñez

Este proceso de crecimiento en el amor nace en la infancia. En el niño, el amor está medido por la necesidad. El niño es afectuoso con aquellos que le tratan bien, con aquellos que satisfacen sus necesidades. Este amor es muy leal y transparente, y reporta a los padres cierta plenitud, pero está lejos de la perfección a la que debe aspirar la persona. Ese interés que guía la vida del niño no es dañino –especialmente si los padres ayudan a normalizarlo–, pero puede dejar en él un estigma: ver a los demás, incluso a los que amamos –y yo diría que especialmente a los que amamos–, desde el prisma de la utilidad, del beneficio que nos procuran. Del amor de niño hay que guardar una virtud esencial, para todo tiempo y todo ser humano: el agradecimiento, la convicción de que, pese a lo que creamos que somos y valemos, no merecemos el amor que se nos da, y éste es siempre un regalo; la idea fundamental de que venimos de otros, que no procedemos de nosotros mismos ni somos el fin último de la existencia del mundo. Cuando los padres consienten con todo para no perder el amor egolátrico e inmaduro de sus hijos les hacen –y se hacen– mucho daño. No en vano, los hijos malinterpretan así la verdadera expresión del amor, que es la donación, y, llegada la adolescencia, buscan un destinatario del mismo que se les antoja mucho más estimulante: los amigos.

Del amor de niño hay que guardar una virtud esencial,
para todo tiempo y todo ser humano: el agradecimiento

El amor en la juventud

La juventud es el recodo obligado por el que gira el niño en su camino para constituirse en hombre. El joven, celoso de sí, desconfía de sus padres, y todo lo que antes le parecía medianamente razonable provoca ahora en él la mayor de las oposiciones. Sin embargo, contrariamente a lo que parece, nada en ello –por lo menos en un principio– es preocupante. Es de hecho imprescindible que el amor, al llegar a esta etapa del recorrido, deje de ser pasivo y se haga reactivo, que empiece a nacer del sujeto y fluya más allá de él. En eso consiste precisamente la adolescencia, en dar cauce a un amor que, pese a sus progresos –conviene advertirlo–, sigue siendo limitado: nacido del sujeto, muere en él, es egocéntrico. El impulso pasional orienta los actos del joven, que se enamora a la misma velocidad con que se desenamora y vive sus más o menos fugaces deslumbramientos como si fueran una suerte de amor absoluto.

En realidad, la fuerza del joven es prestada, y quien por temperamento es enamoradizo sabe que puede llegar a sufrir un buen número de reveses. Existe hoy una corriente de pensamiento, ciertamente generalizada, que tiende a reducir la esencia del amor al puro sentimiento, hasta el punto de convenir que de éste depende la supervivencia de aquél. Pero esto es falso: la solución del amor –de un amor maduro, comprometido y en constante progresión– pasa por que la voluntad fomente el sentimiento. Tanto es así que, de otro modo, perseverar en el amor se convierte en tarea casi imposible. El joven de hoy no sabe –nadie se lo ha mostrado con palabras y hechos, nadie parece habérselo enseñado– que se empieza a amar de verdad justo cuando los fogonazos propios del enamoramiento se extinguen. No se trata con esto de violentar el amor juvenil para convertirlo de súbito en otro maduro –incurriríamos en una equivocación si no respetáramos su natural proceso de maduración– sino de arrojar luz sobre lo que el amor en verdad es.

El amor juvenil, además, conviene preservarlo en más de un sentido, pues hablamos de un amor capaz de renovarse, de acoger lo mejor que hay en el otro, de afrontar nuevas metas. Posee la capacidad de acoger con plena radicalidad aquello que vale la pena, una cualidad característica del joven verdadero.

La solución del amor pasa por que la voluntad fomente el sentimiento

El encuentro con el otro

Estas dos primeras fases del amor, como ya hemos apuntado, se circunscriben al ámbito del sujeto, de sus necesidades, de sus intereses. El amor verdadero exige, por el contrario, salir de uno mismo. Ya Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, distinguía tres tipos de amistad: por utilidad, por placer, y verdadera o plena. En las dos primeras la amistad gira en torno al propio sujeto, mientras que en la tercera éste sale de sí al encuentro de otro. El amor pleno, su irrupción, es un acontecimiento novedoso y transformador, que modifica en gran medida las coordenadas de la propia vida.

Un aspecto sustancial de esta cuestión merece una última reflexión. Amar es reconocerse limitado, contingente, incapaz de bastarse con uno mismo. Contrariamente a lo que planteaba Jean Paul Sartre, los demás no son el infierno. George Mcdonald, en las antípodas del pensamiento del filósofo francés, más bien pensaba que el infierno comenzaba al pronunciar esta frase: “al fin soy mi propio dueño”. El infierno –para el que hoy, tristemente, no hay que esperar a estar muerto– está precisamente en la autoposesión egolátrica de un ser finito que no se tiene más que a sí mismo: la autoconciencia de una limitación, de una caducidad, de una imperfección irremediable. “Tú me completas”, le decía lúcidamente el protagonista de la película Jerry Maguire a su esposa; lo cierto es que quien no llega a amar en plenitud, queda incompleto, frustrado. Tenía mucha razón Kierkegaard al señalar que “engañarse respecto al amor es la pérdida más espantosa, es una pérdida eterna, para la que no existe compensación ni en el tiempo ni en la eternidad”.

Miguel Ángel García Mercado es catedrático de Filosofía y orientador familiar.