Desde otro punto de vista, pero refiriéndose al mismo fenómeno social, Marías (Sobre el cristianismo) habla de la “inmoderada pasión de seguridad” que domina a nuestros contemporáneos. Conceptos como los de incertidumbre, riesgo, audacia –tan vinculados al sentido de la libertad libre–, están alejados de la sensibilidad de amplios círculos sociales, apartados de la vida real de las personas y confinados únicamente en el ámbito de lo lúdico: juego, deporte, diversión… MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS
Esa visión de las cosas produce una imagen plana de la realidad, una realidad sin libertad, sin esperanza, sin responsabilidad, en la que el hombre, cansado al parecer del trabajo de ser él mismo, habría abdicado de su dignidad, del hecho de ser persona, es decir, realidad profunda, inabarcable, nunca concluida, siempre en proceso hacia su meta, dotada de un carácter innovador, abierto a la sorpresa, a la invención, a la novedad, capaz de comprender la realidad y de escapar a su limitación, de ir más allá de sus límites hasta abarcar en cierto modo el universo entero (y llegar hasta su Creador).
Es muy probable que la obsesión por la seguridad sea uno de los más grandes obstáculos para realizar plenamente una vida. Naturalmente es necesaria la prudencia, la reflexión antes de actuar, saber elegir las circunstancias mejores o más favorables (si es que existen, porque pueden no existir en realidad). Pero sin caer en ese modo tergiversado y falso de entender la prudencia que acaba por no ser más que una actitud paralizante. Todo proyecto, toda tarea –y la vida del hombre es tarea y proyecto– implica una componente de riesgo, precisamente porque el futuro es futuro; no está escrito. La vida tiene un evidente carácter problemático. Todas las cosas grandes y verdaderamente importantes de la vida del hombre se ven… pero confusamente, entre tinieblas (Marías): suficiente luz para ver y suficiente oscuridad para dudar, para no estar seguros; pero también para esperar, para confiar. La esperanza y la confianza son esenciales para el hombre. La vida humana implica un componente de audacia… y de confianza. Así hay capacidad de decisión para lo valioso, para lo interesante: “no es que dejemos de intentar ciertas cosas porque son imposibles, sino que son imposibles porque no las intentamos” (San Agustín).
La obsesión por la seguridad es uno de los más grandes obstáculos para
realizar plenamente una vida
Gente sumisa, esclavos
De Bruckner son también estas palabras: “A la famosa pregunta de Stendhal: «¿Por qué no son felices los hombres en el mundo moderno?», podemos responder: porque se han liberado de todo y se dan cuenta de que la libertad es insoportable de vivir. Así como la consecución de la libertad posee una especie de grandeza épica y poética cuando nos libera de la opresión, el ejercicio de esa libertad interior conseguida, porque compromete y obliga, parece tiranizarnos a través de sus exigencias de responsabilidad”.
Dostoyewsky en Los hermanos Karamázov pone en boca del personaje del Gran Inquisidor un severo reproche a Dios cuando, encarándose con Él, le recrimina: “¿por qué a los hombres, en lugar de libertad no nos diste pan?; pues para el hombre y la sociedad humana no existe ni ha existido nunca nada más insoportable que la libertad”. Con estas palabras está haciendo referencia al episodio de las tentaciones de Jesús en el desierto, que nos narran los Evangelios sinópticos, pero también a esta cuestión a la que acabamos de aludir: hay personas –o momentos en la vida de las personas– en las que se aprecia más la propensión a la seguridad que el amor a la libertad. “Convirtiendo las piedras en pan –sigue argumentando el Gran Inquisidor– correría la humanidad detrás de ti como un rebaño agradecido; y, además, sumiso: no fueras a retirar tu mano y faltarles el alimento. Dirán: danos de comer, aunque ello suponga ser esclavos”. Pero esto es justo lo que Dios no ha querido: gente sumisa, esclavos. Dios lo que ha rescatado en Jesucristo es precisamente la libertad del hombre, y que cada uno se busque el pan por sí mismo y lo busque para su hermano, si éste no lo tiene. Una de las lindezas que Nietzsche endosa al cristianismo de su tiempo es que se trata de una moral de esclavos. Quizá ni siquiera en el tiempo en que fueron pronunciadas tuvieron estas palabras un valor de diagnóstico preciso –Nietzsche es maestro en el arte de hacer arder las palabras, exagerando el defecto para que aparezca con mayor claridad–, pero actualmente, desde luego, no lo tienen en absoluto; lo verdadero y cierto es que ahora precisamente el cristianismo es camino de hombres libres.
Una de las lindezas que Nietzsche endosa al cristianismo de su tiempo es
que se trata de una moral de esclavos
Falsas soluciones
Esta promoción de la libertad a que nos hemos referido más arriba puede ser interpretada desde cierto punto de vista como una maldición en cuanto que se trata de una realidad onerosa, una verdadera tarea. Por este motivo hay tantos hombres y mujeres que se consuelan recurriendo a soluciones falsas que le liberen de su libertad personal, de la pesada carga de ser ellos mismos, de construirse un rostro y un nombre propios. Entre esos fenómenos sociales que junto a otras posibles causas parecen esconder ese miedo a la libertad, y sin ningún afán de exhaustividad, se pueden citar:
a) el neotribalismo en sus distintas versiones (movidas diversas, tribus urbanas con su tendencia al hacinamiento, a los eventos multitudinarios donde la orden parece ser “cuantos más, mejor”). En el neotribalismo desaparece el individuo absorbido por la muchedumbre anónima. Consciente o inconscientemente, con el recurso a lo multitudinario se intenta exorcizar el demonio de la soledad y de la incertidumbre del futuro (“tantos juntos no nos podemos equivocar” o “a la verdad por la estadística”); con la apelación al ruido –música siempre, y a todo volumen–, las inquietantes preguntas que al hombre se le encienden dentro en el silencio, en la contemplación; con el requerimiento a una agitación permanente –baile, velocidad, ir y venir sin descanso– el fantasma de la renuncia a la tarea de ser uno mismo: hay quien es capaz de hacer mil cosas con tal de no hacer lo que sabe que debería o le convendría hacer.
b) las drogas, con las que desaparece la conciencia de ser persona: si el sujeto moral desaparece no hay nada que justificar, porque no hay ya quien lo haga. Se puede hacer de todo sin la engorrosa (?) necesidad de responder de ello;
c) los extremismos políticos. Hoy la atención de los asuntos públicos ha decaído notablemente. Desgraciadamente, ya apenas interesan: más a los políticos, naturalmente, pero demasiado poco a los ciudadanos de a pie (salvo cuando las decisiones repercuten directamente en la economía personal). Sin embargo se empiezan a llevar de nuevo los extremismos políticos, los radicalismos. Las razones que se pueden invocar pueden ser muchas y variadas, pero quizá no sea ajeno a este fenómeno su capacidad de mover a la acción obviando los inconvenientes de la responsabilidad. Los radicalismos, con su simplificación abusiva de que “todo es política”, y “la política se justifica por sí misma” sin necesidad de otras referencia valorativas, hace que desaparezca en sus miembros la necesidad de explicaciones estrictamente personales, de justificaciones íntimas de la propia conducta;
d) los esoterismos o falsos misticismos, que suponen la evasión sin esfuerzo, donde el yo se anestesia y parece disolverse tan vaga pero también tan eficazmente como un azucarillo en el agua, en un todo (?) impersonal y anónimo. Chesterton, con su lucidez e ironía habituales, ya avisó de que “cuando desaparece la fe (en Dios), no es que la gente ya no crea en nada: es que empieza a creer en cualquier cosa”. La fe, la creencia, viene así sustituida por la credulidad, y la esperanza cristiana por los intentos, tan compulsivos como exóticos en ocasiones, de conocer el futuro: resurgen los astrólogos y adivinos, los echadores de cartas, augures y toda esa parafernalia de tipos extraños.
Por este motivo el individuo posmoderno –sigue diciendo Bruckner– “desgarrado entre la necesidad de creer y la necesidad de justificar sus creencias, es asimismo un apóstata profesional, el nómada de los transfuguismos continuos, aquel que en el transcurso de una única vida abraza y abjura de montones de fes e ideas, mediante adhesiones tan efímeras como inconsecuentes. La historia del individuo no es más que la historia de sus abdicaciones sucesivas, de las mil argucias con las que trata de burlar el requerimiento de ser él mismo”.
Una de esas argucias con las que el hombre intenta en vano engañarse –quizás también la más usual– es la tendencia a pensar que lo que mejorará su vida y la convertirá en interesante y atractiva vendrá necesariamente desde fuera, en la forma de un golpe de suerte, de un feliz azar: la lotería, las quinielas, o cualquier otra de esas bienaventuradas fortunas que en teoría nos pueden ocurrir pero que en realidad nunca nos suceden. Esa es una perspectiva equivocada, porque lo que de verdad cambia la vida del hombre procede del interior del hombre. “Todo lo que posee un valor verdadero y constante –dice Kafka– siempre es un regalo surgido del interior. Al fin y al cabo, el hombre no crece de abajo arriba, sino de dentro afuera. La falsa libertad, la libertad a la que sólo aspiramos mediante medidas externas, es un error, una confusión, un desierto en el que aparte de las hierbas amargas del miedo y la desesperación no puede crecer nada”. Sólo el hombre puede cambiarse a sí mismo.
Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.
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