Ciertamente, el gran hidalgo universal tenía razón cuando explicaba a su escudero: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”. Y acertaba también al añadir que “con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre”. Y, desde luego, no se equivocaba al afirmar, apasionadamente, que “por la libertad así como por el honor, se puede y se debe aventurar la vida”.
FRANCISCO GALVACHE VALERO

Pero, embargado por la emoción del lance, el buen caballero quizá olvidó los riesgos que su uso entraña, y que el modo de reducir estos, exige respetar el orden de las cosas y de las personas sometiendo la razón a la tutela de la madre de las virtudes: la prudencia. Si le hubiera prestado oído y obedecido su consejo, es probable que no hubiera liberado de sus cadenas a aquellos desagradecidos galeotes, ni desafiado la legítima autoridad de sus guardianes.

Pero la libertad ¡es tan valiosa…! Para los humanos, es un don esencial junto al de la fe y el del amor que justamente es su para qué. En ella radica la dignidad del hombre porque “la libertad es el elemento constitutivo de la persona” (J.P. II, en A. Llano: 1985, p: 162). Sobre esta verdad reina un amplio consenso del que participan tanto pensadores cristianos como escépticos. Desde tal perspectiva, pues, es lógico pensar que, al abrigo de la esperanza, el proceso de crecimiento hacia la plenitud de la persona humana consiste en el despliegue progresivo, intencional y ordenado, de todas sus posibilidades y capacidades, a golpe de actos voluntarios (libres) dotados de sentido y motivados amorosamente por un fin cuya belleza desvela la verdad y el bien en que consiste.

La libertad exige respetar el orden de las cosas y de las personas sometiendo
la razón a la tutela de la prudencia

El orden y las virtudes

Hemos entrado ya, de lleno, en el reino de la libertad humana, y nos topamos  con la cuestión fundamental del protagonismo del hombre en la tarea de realizar, en sí, ordenadamente, los valores que le humanizan, que le hacen libre. Se trata de un proceso largo y arduo. Recorrerlo con éxito requiere compromiso, empeñar mucha ilusión, mucho esfuerzo y mucha ayuda para, en primer término, descubrir su fin; a renglón seguido, lograr los valores-objetivo de los que depende, mientras, mediante la reiteración de actos propios de sus respectivas naturalezas, se van desarrollando los hábitos-virtuosos que posibilitan tan esforzadas tareas. En definitiva, estamos ante el corazón del apasionante proceso de auto-tarea ayudada (cfr. González Simancas: 1992) en que consiste la educación en valores. El único proceso educativo que proporciona al hombre una vida lograda.

Todos estamos llamados a la virtud, a la plenitud personal. Sólo ella da paso al advenimiento de la felicidad. Lograrla depende de que seamos capaces de acoger y de favorecer, con nuestra apertura y esfuerzo, el crecimiento en nosotros del regalo de la fe, de la esperanza, de la caridad y de todas las constelaciones de virtudes que, según sus respectivos fines, giran en torno de una u otra de las cuatro cardinales que les proporcionan referencia y quicio: la justicia que sanea y ordena la coexistencia humana, la templanza que establece el orden en el interior del hombre, la fortaleza que se entrega al bien obedeciendo a la justicia, y al orden establecido por la prudencia, la madre de las virtudes, que las ordena y gobierna a todas, porque sobre ella “descansa nada más y nada menos que la integridad de orden y estructura de la imagen cristiano-occidental del hombre” (Pieper, 1990: 34).

Como vemos, el orden está en la entraña de todas las virtudes humanas, mientras que los vicios –los hábitos desviados–, ni se orientan a las especificaciones del bien: los valores, ni los sirven hacia el fin común a todos. Muy al contrario: lejos de promover la unidad, siembran el desorden y la división dañando la estructura interna de la persona, de la sociedad e incluso de la naturaleza, y proporcionan, así, a cuanto afectan, una apariencia amorfa y opaca al esplendor de la verdad y del bien que es la belleza.

Pero a pesar de todo el daño que el desorden aún sigue causando, la integridad, la proporción y la armonía, que trascienden de tan compleja y admirable arquitectura, aún siguen deslumbrando a multitud de hombres y mujeres, y motivando su entrega generosa y esforzada a la verdad, para lograr vivir, libremente, en coherencia con ella, tras alcanzar la virtud y la sabiduría. Los hermosos frutos de tantos están ahí, a la vista de todos, embelleciendo el mundo y sembrando en él paz y alegría, en tanto que avalan la esperanza firme en que la Verdad continuará promoviendo, incansable, la convergencia hacia el fin común de todo lo creado.

Y es que, desengañémonos, todas estas realidades que venimos considerando, componen la urdimbre y la trama de un mismo tapiz: el tapiz de la libertad humana. De manera que nadie debería olvidar –y en especial los padres– que educar al hombre es educar su libertad. Que sin orden no hay virtud, sin virtud no hay libertad y sin libertad no hay amor que justamente es nuestro destino.

Francisco Galvache Valero es doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación, y orientador familiar por el ICE de la Universidad de Navarra.