La idea del futuro como tiempo abierto a la novedad siempre ha chocado contra su contraria: el deseo de convertir el futuro en algo predecible, cognoscible de antemano. El inconveniente es que el futuro conocido no sería algo distinto del destino, el fatum de los clásicos (impuesto a los mortales por los dioses): sólo si está escrito de antemano podemos conocer el futuro. Pero por este sencillo procedimiento para ponernos a salvo del futuro estaríamos cuestionando frontalmente la libertad. Si nuestro destino está escrito en las estrellas, en las líneas de la mano o en las entrañas de los pollos sagrados, la libertad es una ficción, una apariencia. MIGUEL ÁNGEL MARCO DE CARLOS
Actualmente se detecta el regreso de los astrólogos, la recuperación de los horóscopos, de las echadoras de cartas, de los adivinos seculares. La novedad de la época, sin embargo, la versión moderna del futuro predecible –versión que pretende fundamentarse en la seriedad y la credibilidad de la ciencia–, es la propensión a mentar lo genético en toda discusión acerca de la conducta humana. Es un resto, sin duda del reduccionismo biologicista, pero también de ese temor que inspira la seriedad de la libertad, e indicio también de esa propensión actual a minimizar los riesgos y ampliar el margen de seguridad, de la que hemos hablado anteriormente.
Se trata en el fondo de eliminar la libertad, y por tanto el futuro abierto a la novedad, como si fuera una ficción. No se puede creer a la vez en la libertad y en el destino. Creer en el destino es no tener ninguna esperanza depositada en el futuro, creer en el destino es pensar que el futuro –al menos el mío, el de cada uno– no depende para nada de mí; y esto es incompatible con la afirmación de la libertad. En este sentido, la libertad ha de verse no como una condena sino como una tarea.
Cuando la vida sale mal –porque a veces la vida sale mal; no hay un seguro de vida, no hay una vida segura–, cuando el futuro ya no tira del presente, cuando el futuro no atrae porque decae la esperanza, sobreviene la añoranza del pasado, se hace presente la nostalgia. La nostalgia tiene que ver con el tiempo, con ese tiempo acumulado en el hombre que es la memoria. La interpretación trascendental de la memoria contiene una fuerte dosis de nostalgia: es el intento de revivir el pasado, de volver a una situación perdida, mejor que la actual o requerida por ella.
Cuando el futuro ya no tira del presente sobreviene la añoranza del pasado
Referirse al pasado con preferencia, lamentando que ya no sea
La nostalgia es un sentimiento cercano a la tristeza, y por eso un poco negativo, con el cual el hombre se refiere al pasado con preferencia, y lamentando que ya no sea; aunque su sabor no siempre sea amargo, sino a veces dulce, como en la saudade: una nostalgia resignada por la ausencia del amor o del amado. La lírica gallega, tanto popular como culta, cuenta con excelentes ejemplos, como éstos que cita Gurméndez:
As frores do meu amigo
briosas van no navio
Idas son as frores
de aqui ben con meus amores.
(Payo G. Chariño, Cantigas)
Y Rosalía de Castro, en sus Cantares gallegos, generaliza ese sentimiento: en algún momento todos hemos suspirado por algo que no volverá:
Alguns din: miña terra
din outros: meu cariño (…);
todos sospiran, todos
por algún ben perdido.
(R. de Castro)
(Aunque pocas veces se ha descrito tan admirablemente la aparición súbita de la nostalgia como hace Joyce en Los muertos, el último relato de su libro Dublineses).
Pero es más propia del hombre y más valiosa la que Polo llama “nostalgia de futuro”, que tiene que ver con el sentido: “El hombre presiente –y ese presentimiento no tiene nada que ver con una vida anterior mejor– que el futuro es mejor que el presente. Quizá haya gente que carezca de este sentido de la nostalgia, o que no lo llame así. Quizá sea abusar del sentido de la palabra, pero se trata de marcar la diferencia: no cualquier tiempo pasado fue mejor, si es que se espera lo inesperado”.
La nostalgia es un sentimiento cercano a la tristeza, y por eso un poco negativo
Esperanza de mejora personal
La esperanza de lo inesperado no tiene la seguridad del pasado, que ya pasó: es justamente esperanza de que el futuro es mejor. Esperanza de futuro es también entender que la novedad no se refiere sólo a lo exterior, sino también a lo interior del hombre. Esperanza de futuro es esperanza de cambio, de mejora personal, de conversión, de reorientación, aunque eso suponga la valentía de abandonar la comodidad de lo rectilíneo, del “siempre lo he hecho así”, cuando la verdad o la felicidad nos reclaman en otra dirección. Pero para eso es necesaria una de las formas menos habituales de la valentía que consiste en reconocer los propios errores, en decir “me equivoqué” y, en su forma más positiva, también en saber decir “lo siento”, en saber pedir perdón y en saber perdonar. Esto quizá sea una de las cosas más difíciles en la vida de los hombres, pero curiosamente es una de las más necesarias tanto en la vida pública como en la privada.
Esa nostalgia de futuro, esa propensión del hombre a pensar que el futuro será siempre mejor, que lo mejor está por venir, apunta hacia una nostalgia más radical y más profunda, que no se sabe de dónde nace ni cuál es su fuente, pero que deja al hombre con el convencimiento de que este vivir actual es andar lejos de nuestra verdadera casa, que éste de ahora no puede ser nuestro sitio definitivo. A ella se debe referir el poeta cuando dice:
Ven de mansiña co-a Lua
Dios sabe de donde chega.
(Noriega Varela)
Miguel Ángel Marco de Carlos es teólogo y profesor de Teología.