La tarea del noviazgo no es la prueba de la persona, sino la verificación del amor. Se trata de un período cuyo principal objetivo es ayudarse a adquirir las virtudes necesarias para lograr la posterior comunión matrimonial de vida y de por vida.
JAVIER VIDAL-QUADRAS TRÍAS DE BES

Noriega[1] ha destacado el peligro que supone un noviazgo centrado sólo en discernir si esa es la persona adecuada con quien compartir la vida. Esta postura desconoce que, antes de que la radical novedad del amor acontezca, no tenemos una idea clara de nuestro destino, de la vida plena a que estamos llamados. Esperar encontrar una persona que responda a un retrato robot confeccionado previamente bloquea la experiencia del amor, que aparece siempre como una revelación, como una llamada –vocación– inédita, e impide reconocer a la persona amada en su propia, única y exclusiva personalidad.

Insiste este autor en que la tarea principal del noviazgo consiste en verificar: (i) que la revelación en que el amor consiste ha acontecido también en la otra persona y ambos ven y van en pos de la misma verdad; (ii) que se va dando una concordia mutua en los caminos a recorrer para alcanzar esa verdad; y (iii) que los dos van integrando sus dinamismos –sexualidad, afectividad, inteligencia, memoria, voluntad, imaginación…– en el amor mutuo.

Veamos ahora los rasgos principales del noviazgo.

Honestidad, autenticidad y sintonía

Honestidad. La honestidad impone una proporción entre la acción y la intención, una unidad intencional. Dar dinero por conseguir una buena imagen no es un acto de limosna, sino de marketing, de la misma manera que dar un beso para seducir no es un acto de amor, sino de posesión. Entre el acto y la intención ha de haber unidad –continuidad–, que aquí consiste en contemplar esa relación como una eventual futura relación definitiva. Consecuencia de la honestidad es la sinceridad. El noviazgo exige también una fidelidad sincera, que no compromete del todo –porque la entrega no es total–, pero que exige poner unos límites y establecer unos criterios (“no me comporto como cuando no tenía novia”).

Autenticidad. La verdad del amor, según la conocida definición de Aristóteles, consiste en querer el bien del otro en cuanto otro. El amor auténtico no se detiene en la persona del amado, sino que va más allá, en pos de los bienes que merece y le convienen como ser humano. ¿Qué bienes anhelo para aquel o aquella que amo? Si no se persigue tal fin, se trata de un amor insuficiente, todavía demasiado centrado en uno mismo.

Sintonía. La ayuda mutua en la verificación del amor de que antes hablábamos se logrará en la armonía, que no surge siempre de manera espontánea, sino que hay que trabajarla un día y otro alcanzando acuerdos y hablando de todo aquello que nos afecta o puede hacerlo. Un ámbito sensible y muy importante para fundamentar bien la relación son los gestos físicos del amor (besos, caricias…). Cada manifestación llama a la siguiente –los besos y caricias preparan al cuerpo para la entrega total (Jokin de Irala)–, de modo que es preciso establecer los límites claramente.

Un ámbito sensible y muy importante para fundamentar bien la relación son
los gestos físicos del amor

Equilibrio e igualdad

Equilibrio. Hay equilibrio cuando la respuesta afectiva es adecuada, proporcionada al motivo que la genera. No amo por compasión, ni por urgencia –porque pienso que se me acaba el tiempo oportuno–, ni porque todos tienen novio o novia, sino que amo por amor. El amor es gratuito, que no es lo mismo que desinteresado (un amor desinteresado minusvalora la amistad, que consiste en la unión: amar y ser amado). Se da antes y sin condición, pero espera correspondencia.

Igualdad. Nadie es superior. No hay condiciones. Si alguno las impone –“hijos ¡ni hablar!”, “por la Iglesia ¡ni en broma!”, “si no lo hacemos, te dejo”, entre otras–, es mejor dejarlo, porque un amor condicionado no lo es: dos que se aman han de estar al mismo nivel. Se ha dicho que un príncipe puede casarse con una campesina siempre que esta tenga corazón de princesa; sin embargo, recuerda Thibon[2], hay muy pocas campesinas con corazón de princesa (normalmente, las campesinas tienen el corazón campesino y las manos encallecidas). El riesgo –y digo riesgo, no certeza– de un distanciamiento cultural y educacional grande es que uno de los dos, inconscientemente, acabe pensando que el otro está en un nivel superior.

El amor es gratuito, que no es lo mismo que desinteresado

Contraste y decisión

Contraste. Hace falta un tiempo mínimo para conocerse, por lo menos en lo esencial. Por otra parte, quien no es capaz de afirmar el “para siempre” ha sufrido una confusión trágica: confundir el amor con el sentimiento. El que ama cree en el otro y promete. Pero para poder prometer hace falta conocer (hasta donde una persona admite ser conocida).

Decisión. Tras una breve pero suficiente biografía en común, los novios están en disposición de decidir amarse para siempre. El miedo al compromiso es, en realidad, miedo a dominar las circunstancias, a tomar las riendas de nuestra vida, del destino común que se nos ha anunciado. El amor deja entonces de ser el motor y cede la dirección a las circunstancias. El error consiste en no decidir nosotros mismos. Si hay decisión firme, determinada, comprometida y recíproca, no hay error porque nuestro destino lo iremos construyendo cada día partiendo de una premisa ineludible: nosotros mismos.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes es secretario general de IFFD y subdirector del Instituto de Estudios Superiores de la Familia de la Universitat Internacional de Catalunya (UIC).

| SIGA LEYENDO… El sentido del noviazgo (y II)


[1]Noriega, J. (2005). El destino del eros. Madrid: Palabra.
[2]Thibon, G. (2010). Sobre el amor humano. Madrid: El Buey Mudo.