Si bien el temperamento se compone de hábitos adquiridos de forma natural, existe la posibilidad de transformarlo mediante el aprendizaje de otros  nuevos, mejores, que los sustituyan. Rudolph Steiner ya lo apuntó: “el temperamento influye en nuestra personalidad, pero tenemos la capacidad de modificarlo en gran medida”.
ANDREW MULLINS

Existen varias clasificaciones del temperamento, siendo quizás la del médico griego Hipócrates, que distinguía cuatro tipos –sanguíneo, colérico, melancólico y flemático–, la que goce de mayor popularidad. Otras basan su enunciado en el método observacional que se emplea en el campo de la psicología. Una de ellas, por ejemplo, reconoce tres tipos de temperamentos básicos en bebés y niños pequeños: temperamento fácil (un 40% de los niños); temperamento difícil (10%); y temperamento prudente o slow to warm, que se refiere a aquellos niños en principio reacios a adaptarse a nuevas situaciones pero que poco a poco acaban aceptándolas (15%). El temperamento del 35% restante no encaja perfectamente en ninguna de estas categorías, y resulta de una combinación de las mismas. Otra clasificación, la de los doctores Alexander Thomas y Stella Chess, establece en cambio nueve dimensiones –nivel de actividad, ritmos biológicos, enfoque/retiro, adaptabilidad, mood, intensidad, sensibilidad, distracción y persistencia– para determinar el temperamento general del niño.

Las generalizaciones, siempre imprecisas

No debemos perder de vista, en cualquier caso, que los temperamentos son generalizaciones, y que las generalizaciones desatienden las particularidades que hacen de las personas seres únicos. Conviene ser muy cauto a la hora de emitir lo que muchas veces no son sino sentencias imprudentes. Considerar a las personas según sea su temperamento –flemático, por ejemplo, o sanguíneo–, y tan sólo por eso, equivale a prescindir de los matices –ricos, esclarecedores, fascinantes– que nos definen decisivamente. Los sanguíneos no son necesariamente más superficiales que los melancólicos, por ejemplo, ni todos los coléricos reaccionan de forma desairada cuando se les dice algo que les desagrada. Algo parecido ocurre cuando se generaliza sobre las capacidades distintas de los chicos y las chicas: “a ellos se les dan mejor las matemáticas”, por ejemplo. ¿Es eso cierto? En realidad, las capacidades de ambos sexos son idénticas, y tan sólo difiere el promedio. Estadísticamente, puede que los flemáticos sean pasivos… pero la vida no son estadísticas.

Considerar a las personas según sea su temperamento, y tan sólo por eso,
equivale a prescindir de los esclarecedores matices

Factores externos

Por otra parte, el orden de nacimiento de los hijos influye sobre el temperamento de cada uno de ellos. Los hermanos mayores, por ejemplo, a menudo soportan mayor peso sobre sus hombros que sus hermanos pequeños, de ahí que se les presente una magnífica oportunidad, si sus padres son lo suficientemente diligentes, de adquirir entereza y responsabilidad, y de desarrollar un sentido especial para cuidar del resto. Cabe decir que la ansiedad provocada por las expectativas creadas a su alrededor puede también ser un factor que afecte a su temperamento.

Pero si existe una circunstancia que determina de forma decisiva la vida de cualquier persona, es sin duda el estilo de apego que establece durante su primera infancia. Ese vínculo afectivo temprano marca la vida adulta: aquellas personas autónomas que se relacionan con su entorno favorablemente, las que se sienten inseguras y desprecian o idealizan las relaciones interpersonales, las que se sienten en cambio abrumadas, y las que son propensas a la tristeza. La naturaleza del apego que un niño establece con sus padres viene dada por la capacidad de éstos para ponerse en su lugar: “la capacidad del cuidador para observar las intenciones, los deseos y el mundo interior del niño parece influir en el desarrollo de una relación de apego seguro”. Esta capacidad de los padres para entender las ideas y los sentimientos de los demás, de estar en armonía con otros –de vivir para los otros, se podría decir–, la recibe el niño de forma automática. Y conviene apuntar que este vínculo, tan determinante, apenas se ajusta a las concepciones clásicas y comúnmente aceptadas del temperamento.

Lo que determina la vida adulta de la persona es
el estilo de apego que establece con sus padres durante la primera infancia

Un gran margen de mejora

Como vemos, cada niño tiene a fin de cuentas un temperamento diferente, único, de tal modo que inscribirlo en un patrón de temperamento preestablecido, cualquiera que sea la clasificación a la que atendamos, resulta insuficiente a la hora de procurar su pleno desarrollo y educarle convenientemente. Es probable que ignoremos de ese modo sus peculiaridades, sus singularidades, y que dibujemos al fin un retrato demasiado grueso, una personalidad caricaturizada. Los flemáticos pueden llegar a ser fantásticos líderes, y los coléricos aprender a anteponer las personas a sus propios objetivos. Según se cuenta, Francisco de Sales tenía bastante mal genio, lo que resulta sorprendente a la vista de su lúcida y serena escritura.

Existe en todos nosotros un considerable margen de mejora, así que es preferible centrar la atención en las fortalezas y debilidades específicas que observamos en el temperamento de cada individuo.

Amor y temperamento

Se cree habitualmente, de forma errónea, que existe una estrecha relación entre la inclinación genuina de una persona hacia el amor, el cariño y la ternura, y su temperamento, cuando en todo caso el temperamento es sólo un buen punto de partida. El temperamento no predispone al amor, que es un acto consciente y deliberado; como mucho, el temperamento puede predisponernos a actuar con empatía y a controlar nuestras emociones. Se trata sin duda de una confusión generalizada, de la que conviene por tanto alertar.

Un chico puede emplear su temperamento amable y considerado para servir a los demás o, por el contrario, para preocuparse en exclusiva de sus propios asuntos. Los rasgos característicos del flemático, entre los que se encuentra la imperturbabilidad, pueden hacerle tender a centrar la atención sobre sí mismo y su confort personal si no considera al resto con el respeto e interés que merecen.

Así las cosas, las fortalezas del temperamento no tienen valor moral si no se rigen de acuerdo con el amor. Napoleón fue un pensador sobresaliente, un estadista de relumbrón y enorme talento, pero el amor no guio sus acciones. Los autores de los ataques a las Torres Gemelas de Nueva York, por su parte, demostraron arrojo y una espeluznante capacidad de sacrificio, pero carecieron de respeto y compasión por la vida humana.

Cuando un niño se desenvuelve en casa, o en el colegio, o con sus amigos, de forma generosa y desinteresada, a menudo se atribuye el mérito a su temperamento diciendo algo así como “es muy servicial”, sin tener en cuenta que bien podría ser servicial sólo consigo mismo. Atender a los demás, preocuparse por ellos, mostrarse cercano y cariñoso, cabe insistir en ello, no viene dado por el temperamento, sino por nuestras convicciones acerca de la verdad y de nuestro deber de respetar a los otros. En la Odisea, Telémaco le dice a su madre Penélope: “conozco la diferencia entre el bien y el mal, ya no soy un niño”. Una conciencia formada, capaz de distinguir el bien y el mal, era en la Antigüedad la marca distintiva de quien alcanzaba la madurez de carácter. Es la conciencia la que nos dice que amemos a los demás en todo lo que hacemos.

Andrew Mullins es doctor en Filosofía por la Universidad de Notre Dame, Australia.