La palabra es la más poderosa herramienta de que dispone el ser humano para expresar las cosas y manifestarse a sí mismo. El hombre y la mujer se dan a conocer a través de ella, porque exterioriza –hace presente– lo que son y desean. Los demás saben de nosotros por lo que decimos. La palabra es el gran signo, que hace posible el encuentro y el diálogo, nos faculta para conocer y dar a conocer la realidad que nos circunda, y, en definitiva, hace que la convivencia sea factible. La persona es palabra. “Vivir –decía Carmen Martín Gaite– es disponer de la palabra”. LUIS CARLOS BELLIDO

La palabra es un don. El poeta Pedro Salinas, en su obra El defensor, compara el lenguaje con la respiración pulmonar. Las palabras son tan necesarias como el aire que se respira: “El lenguaje es el primero, yo diría que el último modo, que se da al hombre de tomar posesión de la realidad, de adueñarse del mundo”. Y más adelante añade: “No habrá ser humano completo, es decir, que conozca y se dé a conocer, sin un grado avanzarlo de posesión de su lengua. Porque el individuo se posee a sí mismo, se conoce, expresando lo que lleva dentro, y su expresión sólo se cumple por medio del lenguaje”. Heidegger, asimismo, si bien en un contexto diferente, expresaba con rotundidad el valor de la palabra al afirmar que “la palabra es la casa del ser. En su morada habita el hombre”.

La palabra define al individuo. Sólo hay que observar cómo habla una persona, para obtener los datos interesantes sobre su modo de ser. Por su forma de expresarse se puede conocer su sensibilidad, su inteligencia, los rasgos predominantes de su temperamento y carácter, su sociabilidad.

Es importante poseer un vocabulario amplio y saber usarlo con precisión y propiedad. Nuestro conocimiento está íntimamente vinculado al número de vocablos que conozcamos. Lo que no se puede nombrar es como si no existiera para nosotros. Sermo generatur ab intellectu et generat intellectum (la palabra es generada por el pensamiento y genera el pensamiento), sentenciaba en el medievo Pedro Lombardo. La abundancia de vocabulario permite al individuo expresarse sin titubeos, repeticiones y rodeos innecesarios, al tiempo que da prestigio a quien habla.

¡Da gusto oír hablar a las personas que se expresan con fluidez y en los términos adecuados!

Hay que hablar con propiedad y precisión. No toda palabra expresa con exactitud lo que queremos decir. Un vocablo, desprovisto de su significado propio, o al margen de las acepciones admitidas por el diccionario, puede ocasionar malentendidos e incluso errores graves. “Hablar sin precisión no sólo hace daño al individuo, sino que crea confusión y hace imposible la convivencia” (Sócrates, en Cratilo).

Por la expresión se conoce la sensibilidad de la persona, su inteligencia,
los rasgos de su temperamento y su carácter, su sociabilidad

¡Cuidado con las palabras!

Somos responsables de lo que hacemos y también de lo que decimos. De ahí, la necesidad de cuidar la palabra. Para pensar con rigor, plantear bien los problemas, y saber desenvolverse en las múltiples y azarosas circunstancias de la vida, hay que dar a las palabras el lugar y el sentido que verdaderamente tienen. “¡Cuidado con las palabras –alertaba Ortega y Gasset–, que son los déspotas más duros que la humanidad padece!”. De la instrumentalización del lenguaje, por cierto, entendía bastante Josef Stalin, uno de los mayores tiranos de la historia, quien afirmaba abiertamente: “De todos los monopolios de que disfruta el Estado, ninguno será tan crucial como el monopolio sobre la definición de las palabras. El arma esencial para el control político será el diccionario”. El nombre de las cosas, por lo demás, con el uso repetido, y pasado cierto tiempo, tiende a desteñir sobre ellas mismas, llegando incluso a modificar su significado. Cuando, pues, a las cosas no se las denomina por su nombre propio, de acuerdo con su etimología, pueden llegar a alterar los usos y costumbres, así como la forma de pensar de los individuos. Hoy, tal vez más que nunca, es necesario reivindicar el valor y la grandeza de la palabra.

“Una palabra de verdad –reza un proverbio eslavo– vale más que el mundo entero”. Usar las palabras a voleo, dándole un significado hoy, y otro distinto al día siguiente, es una irresponsabilidad. La autenticidad de la existencia humana pasa necesariamente por el recto uso que hagamos del lenguaje. La manipulación de la palabra no es un fenómeno moderno, y es tan vieja como la condición caída del ser humano. En la época en la que vivimos, sin embargo, está cada vez más presente en dos áreas de pensamiento: la tecnología y las nuevas ideologías. La técnica, con su terminología esquemática y la introducción de neologismos, está creando una neolengua, que tiende a empobrecer el léxico. Las nuevas ideologías, a su vez, amenazan con tergiversar el significado de las palabras en un intento por introducir teorías subjetivas y caprichosas, que rozan el absurdo.

Vir bonus dicendi peritus (el varón bueno habla con propiedad), sentenciaba Quintiliano. Al hombre y a la mujer cultos, el uso de las palabras no le es indiferente. Son conscientes del valor y del poder que ellas representan. Quienes dominan su lengua y saben dar a cada vocablo su justo lugar y sentido, tienen mucho adelantado en la vida, ya que, además de razonar con lógica, evitan roces y malentendidos, gozan de la estima de los demás y, lo que es más importante, son sembradores de paz y alegría.

Luis Carlos Bellido es lingüista y autor, entre otros, del ensayo ‘Breve diccionario de términos ambiguos’.