El profesor López-Barajas Zayas es catedrático de Fundamentos de Metodología Científica, y actualmente profesor emérito de la Facultad de Educación de la UNED. Se interesa, sobre todo, por la crítica epistemológica del pensamiento clásico, tradicional y moderno, con el objeto de traducir sus nociones de forma atractiva e inteligente a las generaciones de hoy y las del futuro inmediato. JULIO MOLINA
PREGUNTA. ¿Cómo definiría la sociedad actual, la sociedad occidental, la que vivimos cada día?
RESPUESTA. La identidad cultural occidental se fecunda con el helenismo, la civilización judeocristiana, la romanización, y la modernidad.
La modernidad nace, desde el punto de vista epistemológico, de dos corrientes fundamentales: el racionalismo, que desembocará en el idealismo, y el empirismo, que desembocará en el positivismo. Podríamos emplear aquí el símil mitológico del dios Jano, diciendo que tiene dos caras que se dan la espalda, y que vierten sus aguas –en este caso, intelectuales– en el río de la civilización occidental. El racionalismo moderno siembra la duda –que en principio fue metodológica, pero que se convierte en estructural–, ya que antepone el pensar al ser, es decir, abre la puerta del relativismo futuro. El empirismo, por la otra cara intelectual, introducirá años más tarde el positivismo, en cuya corriente intelectual sólo será verdadero lo que pueda someterse a control, contraste y réplica. Ambas corrientes son reductivas respecto de la verdad de las cosas, por propia definición metodológica.
El idealismo de Hegel rehabilita una vieja metodología, la dialéctica, que influirá como es sabido en grandes sectores sociales a través de lo que se ha venido a llamar la izquierda y la derecha hegelianas. La contradicción, que sin duda existe en el corazón y en el contexto social, será la única forma de análisis, ignorando cuál de ellas es la anterior, y cuál su efecto (epifenómeno). Así, el hecho social se explicaría por la lucha de los contrarios. Se ignora epistemológicamente que la metodología dialéctica es una pseudoexplicación, como ya había dicho Aristóteles, porque sólo describe lo que ocurre. Y la descripción, como define la Académica acertadamente, es una explicación insuficiente.
P. El positivismo ha traído progreso.
R. La concepción positivista, a través de la experimentación, ha contribuido a progresos muy importantes en el campo de la biología y algunos otros. Sin embargo, al cercenar la dimensión de racionalidad demostrativa propia del universo espiritual del hombre, que es donde anidan las categorías fundamentales de la vida humana –la libertad, la justicia, la solidaridad, la dignidad humana–, ha generado un híbrido exclusivo de pragmatismo y subjetividad que hace que no sepamos a dónde vamos. Y quien no sabe dónde va, nunca llega a algún sitio.
“La modernidad bebe del racionalismo, que desemboca en el idealismo,
y del empirismo, que desemboca en el positivismo”
P. ¿Qué futuro educativo tenemos, hacia dónde conduce todo eso?
R. Ambas corrientes, que tratan de entenderse, han tenido un enemigo común: que la verdad está en las cosas, y que lo verdadero y lo falso está en el entendimiento. El tecnológico actual, heredero del cientifismo, no quiere saber de filosofías (por lo que irrumpe en el laboratorio muchas veces no sólo como un elefante, sino sin referencias éticas en su trabajo). El relativismo actual, que afirma que todo es fruto de la cultura, que todo es un epifenómeno de ella, no sabe qué responder cuando se le pregunta por la ablación del clítoris, por ejemplo, en algunas culturas del África subsahariana.
Todo eso desemboca inevitablemente en el relativismo ideológico, que es la corriente predominante en el periodo actual. Cuando no existen valores sustantivos o esenciales en la vida personal o social, la persona o el grupo no pueden, por definición, construir y estabilizar su vida personal y social, porque se niegan los fundamentos permanentes. De ahí viene mucho del terremoto y la crisis social actual; la crisis es sobre todo ética. Si sólo hay valores positivistas y culturales –que indudablemente lo son–, si sólo existen éstos porque los esenciales son negados radicalmente por el devenir histórico, la cultura occidental camina hacia la descomposición de forma acelerada.
P. ¿No se dice que futuro es la investigación y el desarrollo?
R. La investigación y el desarrollo son importantes sin duda alguna. Pero el desarrollo material y cultural debe incorporar también otros parámetros que alerten en la vida personal y social sobre qué líneas rojas no se han de atravesar. El presente y el futuro requieren la vuelta al realismo, pero no el ingenuo, sino aquel que formula sus hipótesis de trabajo sabiendo que la verdad está en las cosas, como ya decía Aristóteles y Tomás de Aquino.
La maravilla de la diversidad cultural, psicológica y étnica no tiene por qué entrar en conflicto con la existencia de valores fundamentales, por pocos que sean, pues es de ellos de donde beben, ni más ni menos, los derechos humanos fundamentales. El historicismo radical y la dialéctica mal entendida han sido arietes que, por el prejuicio a no tener prejuicios, arremetieron contra la tradición, y lo siguen haciendo sólo por razones ideológicas.
La investigación y el desarrollo no son ‘huesos dislocados’ de la vida social, no pueden ser en sus propuestas hipotéticas ignorantes de las debilidades de sus propias metodologías. El control de las variables extrañas estará precedido de la selección de los valores óptimos de las mismas y de la validez de los instrumentos de recogida de datos; y en el caso de la dialéctica, pasa como en la paradoja de la gallina de saber si ésta es antes del huevo. Desde luego resulta sorprendente haber confirmado que la contradicción del corazón es anterior a la social; ésta última es el epifenómeno del corazón, y no a la inversa. Por cierto, que ya decía el Génesis que el origen está en el corazón humano.
Si el relativismo se defendiera de forma radical habría que convenir que cada grupo cultural estableciese qué es verdad y mentira, qué es lo justo y lo injusto, aceptando y legitimando luego lo que cada cultura determinara y los excesos que pudieran cometerse. Esto no significa que el consenso no sea necesario para evitar el conflicto, sino que el consenso no siempre es cierto ni justo.
“Por el prejuicio a no tener prejuicios se arremete contra la tradición”
P. ¿El sometimiento a unos valores fundamentales no cercena la capacidad de elección?
R. La libertad de elegir es libertad, sin duda, pero elegir no es toda la libertad. Uno puede elegir lo que considere oportuno, lo que le venga en gana, pero la libertad no es sólo el momento y el acto de la elección. Eligiendo uno puede poner fin a su vida o encadenarse a las drogas, por ejemplo, y no parece que proceder así sea una senda que le haga a nadie más libre.
Los hijos entienden fácilmente que aplicar la libertad radicalmente y acabar esclavizado no parece lo correcto. Y relativizar todo, planteando un construccionismo cognitivo original, puede ser en la práctica caminar hacia el abismo existencial. Las noticias de los diarios confirman dicho fenómeno de forma creciente.
Que haya muchísimas cuestiones que son opinables, una gran mayoría, no debería poner en entredicho la existencia de valores fundamentales.
P. ¿Cómo ve a las familias en este clima?
R. Las formas de producción y de trabajo de las llamadas “sociedades avanzadas” tienen efectos beneficiosos, pero junto a ellos, otros perversos como son el individualismo y el hedonismo.
La familia, como la célula, no es un invento social, sino una institución natural cuyo objetivo primordial es la socialización primaria de los hijos, de los futuros ciudadanos; si esta primera socialización no se produce de forma positiva en el seno de una familia estructurada, y con unos padres suficientemente formados para argumentar a los hijos de forma inteligente y atractiva, no será posible contrarrestar los efectos perversos a los que antes me refería.
En ese supuesto no es temerario decir que esos futuros ciudadanos, fuera de un entorno de hogar verdadero, pueden quedar excluidos más fácilmente del sistema social sobre el que nos asentamos, lo cual hará que los gobiernos, en consecuencia, deban dedicar cada vez mayor parte de sus recursos económicos a reinsertarlos.
“La familia es una institución natural cuyo objetivo primordial es la
socialización primaria de los hijos, de los futuros ciudadanos”
P. ¿Qué medios pueden aplicar los padres?
R. Los padres actuales son una especie de náufragos lanzados al océano, zarandeados por el fuerte oleaje de la sociedad en que vivimos, y han de ser héroes en sus familias y en la educación de sus hijos, que además no es sólo una cuestión de técnica sino de forma de ser. Yo no educo a mis hijos por lo que he aprendido en un libro de psicología –que es un buen recurso–, sino por lo que soy. En la medida en que un padre mejora como persona y va corrigiéndose y limando sus asperezas, su familia también mejora. Solamente el tono pausado que se pueda emplear en medio de una discusión, por ejemplo, ya ayuda de manera significativa a que la familia mejore. Quizás la receta a aplicar sea la de ser el mejor ejemplo posible para los hijos.
P. ¿Están los padres hoy preparados para serlo?
R. Conozco a un buen número de personas valiosas con un grado de formación importante en sus respectivos campos profesionales, pero he observado que, aun siendo muy inteligentes en su oficio, muestran ciertas reticencias a adquirir una formación mínima sobre las ideas del pensamiento moderno. Así, al no disponer de ese conocimiento mínimo, les resulta muy difícil diferenciar el trigo de la paja moderna, y enfrentarse con la munición intelectual necesaria al diálogo con sus hijos adolescentes –más aún cuando ya éstos son universitarios– y ser capaces de transmitirles el atractivo y la vigencia que tienen en el marco de la vida plena una serie de conceptos insertados en la tradición. Es bueno conciliar didácticamente los valores positivos que la modernidad tiene con los que la tradición ha ido decantando con el esfuerzo de numerosas personas (y no sólo en el terreno moral, también en el intelectual).
Éste es uno de los déficits mayores. Quien no conoce a Homero, quien no ha leído a Sófocles, a Platón, a Aristóteles, a Tomas de Aquino, a Calderón, al Quijote de Cervantes, etc., no tiene humus intelectual suficiente para presentar a sus hijos los valores de la tradición.
Cuando los hijos alcancen la adolescencia y vayan creciendo pondrán sobre la mesa todas las cuestiones que se están planteando en esta sociedad que se viene llamando “del conocimiento”. En ese momento los padres han de disponer del caudal intelectual necesario para no responder con tópicos, sino con diálogo que dé luz sobre las tinieblas, y eso es imposible sin conocer las raíces del pensamiento clásico y moderno. Esta deficiencia no tiene que ver tanto con la dificultad que implica formarse como con una actitud de cerrazón hacia las Humanidades, al estar todos contagiados del pragmatismo. Esta actitud tiene que ver con esa fragmentación actual del saber, que lleva a que seamos especialistas en una disciplina y luego unos perfectos ignorantes en el resto. Es necesario realizar un pequeño esfuerzo por entender las claves de lo que no conocemos tanto. La utilidad es necesaria pero el amor lo es aún más. Los padres tienen que hacer un pequeño esfuerzo, que no ha de ser excesivo –no más de veinte minutos al día–, para estudiar otras disciplinas que no le sean propias para saber luego de qué se está hablando. Mejor es callar y parecer un ignorante, que hablar y confirmarlo. Más tarde habiendo estudiado la cuestión que se suscito, volver sobre ella, días después, habiéndola estudiado de forma detenida. Merece la pena, se lo garantizo.