Una de las premisas del amor es la inteligencia, la razón. Siempre se encuentra presente, hasta el punto de poder afirmar que, sin ella, no hay amor cabal (lo que no quiere decir, por otra parte, que con inteligencia lo haya). JAVIER VIDAL-QUADRAS TRÍAS DE BES

Se puede decir que es una premisa necesaria pero no suficiente porque, además de inteligencia, el amor humano reclama afectos, voluntad, imaginación, memoria y mucho más… Se entiende, además, que me refiero aquí a un grado o a una clase determinada de inteligencia, a una sabiduría prudencial que muchas personas aparentemente menos cultivadas disfrutan en niveles muy superiores a los de tantos ilustrados que desconocen casi todo sobre el ser humano y el amor.

¿Es la inteligencia el origen del amor? Suena raro. Alguno podría pensar que parece como si el amor se desvirtuase. Sin embargo, quisiera señalar que el origen del amor verdadero depende, en gran medida, de un primer acto de la inteligencia. De ordinario, la voluntad sigue los bienes que la inteligencia le presenta como tales. Después, si de amores hablamos, esa voluntad y el trato diario generan el sentimiento.

A mi hijo o al del vecino

Podría uno preguntarse qué sucedería si una inteligencia desnortada convenciera a una madre de que no ha de amar a su hijo sino al hijo del vecino. ¿Haría caso?

Imaginemos un supuesto. Una madre embarazada espera su primer hijo. Llega el día del nacimiento y entra en la sala de partos, pero el padre no llega a tiempo (a veces ocurre). El parto se complica y hay que hacer una cesárea. Al final nace el niño, la madre está aturdida, la comadrona se lo lleva para lavarlo… y se produce una trágica confusión: en un despiste, otra comadrona se lleva a ese niño y deja otro en su lugar, que se entrega a la madre. No es el suyo. Llega el padre –hay padres que llegan tarde a casi todos los eventos familiares–, y ambos se llevan a un niño que no es suyo. Es un niño precioso, como todos. Aquellos padres no podrán tener más hijos, por lo que nunca sabrán cómo son sus hijos biológicos. Igual que hacen todos los padres, amarán a ese hijo, que no es el suyo, en la certeza de que lo es. Volcarán en él todo su amor.

Ahora han pasado 18 años. El padre coge un día el autobús y en el asiento de al lado hay sentado un joven que podría tener la misma edad que su hijo. En realidad lo es: ¡es su hijo biológico! ¿Qué pasa? Nada. No hay una corriente biológica que fluya entre ellos y les advierta de su parentesco natural, porque en el ser humano el instinto, podría decirse, no es orgánico, sino racional: nuestro instinto es la razón. Ni el hijo ni el padre presienten que el otro está a su lado. Todo sigue igual.

¿Y qué quiere decir que todo sigue igual? Que los padres de este supuesto han amado a un hijo que no era suyo pensando que lo era, lo que no es especialmente grave, pues amar a los demás es un principio básico de la ética humana. El problema es que nunca –insisto, nunca– han amado a su hijo natural. ¡Hombre, pero ellos pensaban que lo amaban! Sí, pero el hecho es que no le han amado nunca, han amado a otro. ¿Qué ha sucedido aquí? Que la inteligencia ha fallado, que ha transmitido una información errónea. Ha dicho, equivocadamente: “este niño es tu hijo… y lo has de amar para siempre”. Y la voluntad, dispuesta a secundar lo que la inteligencia le muestra, se ha puesto a amar con el grado exacto de amor que la inteligencia le requiere: un amor paterno inmarcesible, para siempre. Y el sentimiento, naturalmente, se pone a amar desde el primer día al hijo que no lo es.

El origen del amor verdadero depende, en gran medida,
de un primer acto de la inteligencia

La importancia de la inteligencia

Esos padres no han amado a su hijo biológico, pero no ha sido culpa del sentimiento – pues han entregado todo el que tenían–, ni tampoco ha fallado la voluntad, ni ninguna otra facultad humana. Como todos los padres del mundo, han puesto todo lo que eran, sabían y podían en amar a su hijo; pero no le han amado: han amado a otro. Y todo porque la inteligencia falló, se equivocó, sin culpa propia, pero cometió un error que condicionó todo el amor.

La inteligencia es tan importante que es capaz de dar al traste o de afianzar cualquier amor. Por eso los padres adoptantes pueden amar exactamente igual que los padres biológicos, y lo hacen. Porque la inteligencia les dice: “este es tu hijo y lo amarás para siempre”. Y desde el primer día, antes incluso de conocerlo –tal como les pasa a los padres biológicos–, le aman ya como si fuera hijo suyo o, mejor dicho, porque ya lo es. Y no se plantean devolverlo si no es de su agrado. La voluntad no duda ya, y genera y refuerza cada día al sentimiento, un sentimiento que, en este caso, el de los padres biológicos, se crea ex novo, casi desde la nada, sin soporte biológico alguno.

La inteligencia es tan relevante en el amor que un error suyo puede corromper los amores más puros. Eso es lo que está pasando, por ejemplo, con el aborto: que la inteligencia, la razón –o la sinrazón–, erróneamente, ha dicho a la voluntad: “este hijo no es como los otros, es defectuoso o va a arruinarte la vida o no es más que un órgano que puedes extirpar. Puedes deshacerte de él”. Y, entonces, se da lo impensable, una madre deja de amar a su hijo… o se ama a sí misma por encima de él.

Algo parecido sucede en el matrimonio. Si la inteligencia no comprende que lo más alto, lo propio de la naturaleza humana es amar para siempre, simplemente, no lo hará. No podemos pedir a la razón que lo sepa todo; somos limitados. Pero sí podemos exigirle que no descanse en la búsqueda de la verdad… y, sobre todo, que sepa de quién se fía. ¿De quién me fío en materia de amores? Buena pregunta.

Javier Vidal-Quadras Trías de Bes es secretario general de IFFD y subdirector del Instituto de Estudios Superiores de la Familia de la Universitat Internacional de Catalunya (UIC).