El comportamiento de los padres educa o deseduca necesariamente pues, lo quieran o no, a sus hijos les transmiten a diario formas de actuar concretas. Por ello es preciso que se esfuercen sinceramente en vivir lo que quieran transmitir. De ahí que Polo[1], de un modo rotundo, señale que un padre o una madre mal educados no pueden ser, sencillamente, buenos educadores. ENRIQUE ULECIA

En este sentido Isaacs[2] ha comentado que la familia, por sus lazos naturales, favorece el desarrollo de una dimensión única de la persona: el desarrollo del fuero interno y, al mismo tiempo, de las virtudes humanas que toda sociedad necesita; de tal forma que, sin la familia, sería tremendamente difícil lograr el pleno desarrollo personal de aquellos hábitos operativos buenos.

Para ayudarles a desarrollar estas virtudes, el tiempo que los hijos viven en casa de sus padres se antoja crucial. Conviene educar primero en la templanza y en la fortaleza y luego en la prudencia y en la justicia. En cuanto a las dos primeras, para que arraiguen con fuerza en los hijos, resulta necesario educar, sobre todo, en la reciedumbre, explicando quizás en primer lugar por qué es bueno desarrollar esta virtud, por qué es bueno aprender a gobernarse, a no vivir a merced de los caprichos, a vencer las resistencias a las que de forma habitual se ha de hacer frente. Apunta Isaacs que los padres, antes que diseñar un plan específico de actividades para favorecer en sus hijos el desarrollo de dichas virtudes, deben sacar provecho de las sencillas acciones cotidianas de la vida familiar y, cada cierto tiempo, revisarlas para saber si siguen contribuyendo de forma efectiva al cultivo de las mismas.

Conviene educar primero en la templanza y en la fortaleza y
luego en la prudencia y en la justicia

La tentación de eludir la responsabilidad como padres

No se trata tanto de transmitir muchas cosas, como de procurar que los padres vivan aquello que quieren transmitir. Ryan y Bohlin[3] han señalado que la psicología moderna ya da por sentado que las personas aprenden, en primer lugar, del ejemplo de los que están a su alrededor; y no sólo a andar y a hablar, sino también en lo que respecta a los valores morales. De hecho, continúan, un niño debe aprender tempranamente que el buen carácter no se circunscribe a las palabras, que lo que lo forja en realidad y esencialmente es el comportamiento.

Aunque los padres no son personas intachables –tienen también, desde luego, sus limitaciones–, sería un error que por ello desistieran de su labor como educadores. Educar nada que ver tiene con crear en los hijos la necesidad de tener una especie de expediente vital impecable, sino de adquirir las cualidades necesarias para enmendar los errores y superar los fracasos. El fracaso, tan estrechamente ligado a la condición humana, trae consigo lecciones valiosas; de las equivocaciones uno ha de salir, ante todo, fortalecido, más experto para la próxima ocasión.

Que los hijos sepan –y sientan– que son la principal preocupación de sus padres, que lo que éstos pretenden no es otra cosa que hacer de ellos individuos fuertes y de buen carácter, a Ryan y Bohlin les parece de suma importancia. Sin embargo, como educar es arduo –exige sin duda esfuerzo y coherencia–, a menudo comprobamos que los padres eluden su responsabilidad educadora, una renuncia que, ya sea más o menos disimulada, sus hijos acaban percibiendo, haciéndoles sentirse desamparados. No es difícil encontrar a padres que piensan, por ejemplo, que pueden desentenderse de sus responsabilidades como tales si a cambio envían a estudiar a sus hijos a un buen colegio (cuando en realidad la institución educativa complementa y ayuda, sí, pero jamás sustituye la genuina tarea de los progenitores).

Cardona[4] enumera los motivos que explican esta desatención: la ignorancia o la falta de la debida preparación (sobre todo, ética); el egoísmo; las presiones externas de distinto signo; el exceso de trabajo fuera del hogar. Sea como fuere, los principales perjudicados de esta mala práctica son los propios padres. Así lo manifiesta Covey[5] cuando advierte que algunos padres no están dispuestos a pagar el precio real que significa educar a sus hijos, y que la eventual caída posterior de éstos en las drogas, el alcohol o el sexo, a fin de llenar alguna clase de vacío, multiplicará sin duda aquel precio (hasta hacerlo en ocasiones inasumible).

Enrique Ulecia es consultor y orientador familiar.


[1]Polo, L. (2006/2007). Ayudar a crecer. Cuestiones filosóficas de la educación (1ª Reimpresión). Pamplona: Ediciones Universidad de Navarra.
[2]Isaacs, D. (2001). Character building. Glasgow: Omnia Books Ltd.
[3]Ryan, K. & Bohlin, K. (1999). Building Character in Schools. San Francisco: Jossey-Bass Publishers.
[4]Cardona, C. (2005). Ética del quehacer educativo. Madrid: Ediciones Rialp.
[5]Covey, S. R. (1995). El liderazgo centrado en principios. Barcelona: Paidós.