Hemos querido hablar con Fernando Alberca, profesor de Secundaria y Magisterio, renombrado experto en educación y autor, entre otros superventas, de Todos los niños quieren ser Einstein (Toromítico), para recibir una clase práctica sobre adolescencia. Este es el resumen de nuestro encuentro. JULIO MOLINA
PREGUNTA. Da la impresión de que a los padres, cuando descubren que sus hijos han dejado de ser niños, empiezan a temblarles las piernas. ¿Qué opina?
RESPUESTA. Se ha creído generalmente, desde siempre, que la adolescencia es una etapa conflictiva en la que los hijos viven demasiado influenciados por agentes externos a la familia, una etapa de especial rebeldía contra la autoridad de los padres, y eso no es exactamente así. Esa percepción adulta de la adolescencia difiere en mucho de la que viven los propios adolescentes. Se trata más bien de un momento fantástico, de oportunidades extraordinarias, para acabar de encauzar muchos aspectos relativos a la educación de nuestros hijos.
Los padres, habitualmente, se han enfrentado a la adolescencia de sus hijos con cierta resignación, empleando la receta de algo así como tener paciencia, quererles mucho y esperar a que pase. Y lo cierto es que es una postura un tanto absurda. Es una etapa demasiado amplia como para esperar simplemente que pase. Hoy comienza a la edad de 9 y puede extenderse hasta los 35 (incluso más allá de esa franja hay personas con rasgos puramente adolescentes). Debemos, pues, aprovechar ese tiempo y ser tan activos como sea posible.
P. ¿Y ese modo de ser activos en qué consiste?
R. Convendría decir primero que es fundamental que los padres conozcan los rasgos característicos de esta etapa.
Por un lado, los adolescentes no tienen confianza en sí mismos, son inseguros; por otro, al mismo tiempo, necesitan demostrar –especialmente a sus padres– que son personas con sentido propio, independientes, autónomas. Esa necesidad instintiva no debe extrañarnos en ningún caso, pues han nacido para eso y, de algún modo, llevan separándose de sus padres desde el mismo parto. Lo que ocurre es que todavía son inseguros y acometen ese proceso de separación de forma acelerada, casi extrema. Tienden a oponerse a todo lo que se les propone para demostrar, simplemente, que ya no son niños pequeños.
Pero el grado de oposición que presentan depende mucho de los propios padres, de cómo los padres los consideren: los niños que están acostumbrados a ser tratados como personas independientes, que sienten que sus padres respetan su diferencia, son los niños que no necesitan ser tan rebeldes ni marcar tanto la diferencia.
En todo caso, sabiendo ya que la reivindicación constante es la manera en que demuestran que son independientes y que son capaces de llevarnos la contraria, la rebeldía no debe preocuparnos en exceso. El adolescente debe de hecho ensayarla en casa. Si queremos que el día de mañana rechace amistades poco convenientes, por ejemplo, o amenazas de distinta índole, es bueno que aprenda a decir “no” en el entorno seguro que es la casa de sus padres.
Y luego hay que tener en cuenta la propia edad de los padres, que es un aspecto que no se considera normalmente. Suelen tener entre 40 y 50 años, una horquilla de edad en la que atraviesan sus propios cambios (son más inseguros, están más preocupados por el futuro de sus hijos). En ese momento corren el riesgo de volverse más negativos que positivos y mucho más impacientes que cuando sus hijos eran bebés. Al principio, el cariño de los padres hace que se levanten cada tres horas, que cuiden al niño, que estén pendientes y lo alimenten, pero ya en la adolescencia parecen más cansados y no tan dispuestos a hacer esfuerzos, a darles tanto cariño. Ese encontronazo de cursos vitales puede hacer ver la adolescencia como una etapa difícil, pero puede superarse normalmente si se conocen sus claves.
“Los niños que están acostumbrados a ser tratados como personas independientes son los que no necesitan luego ser tan rebeldes”
P. Según he leído, conviene anticiparse a la llegada de la adolescencia, actuar antes.
R. Siempre digo que, en educación, cualquier momento es el perfecto para empezar a hacer lo que antes no se hizo y hubo que hacer. No importa que el chico tenga 16 ó 19 ó 22.
Sí es verdad que entre los 3 y los 7 años el niño es consciente de una primera libertad, de que es más capaz de gobernarse y de tomar sus propias decisiones, de su poder para conseguir lo que quiere con cierta tiranía. Pero insisto en que siempre es buen momento para empezar a hacer lo que no se hizo antes.
P. ¿Cómo es esa etapa de los 3 a los 7 años?
R. La experiencia del niño de los 3 a los 7 años es la del adolescente de los 12 a los 19. Se repiten en una y otra los mismos patrones. Al adolescente le sorprende un salto de libertad similar al que le ocurrió cuando tenía tres años. Es importante ser consciente de que actuar en ese momento propicia una adolescencia mucho más suave, casi imperceptible comparada con la que podría haber sido. En esa etapa le enseñamos al niño sobre la autoridad y la obediencia, por ejemplo, o sobre los beneficios y satisfacciones que implica ocupar el lugar que le corresponde dentro de la familia (nunca por encima de la madre, por ejemplo).
“La experiencia del niño de los 3 a los 7 años es la del adolescente de los 12 a los 19”
P. Deme algún apunte sobre lo que sería bueno hacer a esta edad.
R. Es importante asegurarles a los niños las consecuencias de sus decisiones, ya sean buenas o malas. Si decide rechazar una comida, por ejemplo, tenemos que dejarle claro –advertirle, no amenazarle– que su actitud trae consigo una consecuencia negativa (no tanto un castigo, sino una consecuencia natural, que es la de no comer). Debemos aseguramos como padres de que su error acarrea una consecuencia negativa, porque si no la hubiera, no podríamos hablar de que hubiera cometido un error. Se trataría de una torpeza de los padres y de un acierto del niño.
De igual forma, cuando el niño hace una cosa bien, hay que asegurarle que recibe una satisfacción. No hace falta concederle un premio material pero sí que perciba la satisfacción de sus padres que se sienten orgullosos (y que quizás se lo cuentan a otros familiares). Esas pequeñas acciones reconfortan muchísimo personalmente y, si se experimentan de los 3 a los 7 años, marcan para toda la adolescencia.
Por otra parte, también es importante que salven sus propios obstáculos. No debemos resolverles los problemas que puedan haber provocado y deban solucionar.
Otra cuestión interesante es la de ganar los pulsos que nos echen con serenidad y tranquilidad. Si el niño reclama algo llorando, por ejemplo, se puede esperar a que deje de hacerlo un momento y decirle entonces que se le da ese algo porque ha dejado de llorar. Así comprueba, sin quererlo, que al callarse ha recibido lo que reclama, que llorando no se piden las cosas (esto se aprende incluso de bebé, y si no a los 3 años).
Por último, es un buen momento para que aprendan que no son el centro de decisión en casa. Son los padres quienes deciden. Una estrategia para que no confundan nuestra autoridad con la búsqueda de nuestro propio beneficio es que el padre o la madre pongan al otro como objeto que cuidar delante del niño. Así verán que no buscamos nuestro beneficio particular sino el de un tercero. Es fundamental hacerles saber que al ser humano le hace mucho bien ocupar su posición y no el centro alrededor del que gira todo lo demás.
P. Imaginemos ahora que ya ha pasado ese momento. ¿Qué hacemos?
R. Cuando llega la adolescencia, como decíamos, está todo aún por hacer.
En primer lugar, esta etapa requiere de muchos silencios. Es muy importante. Se podría decir que los padres tienen que hablar y explicar menos y actuar mejor.
Debemos saber que el ejemplo de los padres –sus reacciones ante una circunstancia, por ejemplo– educa de manera mucho más efectiva a los hijos que lo que se les pueda decir. Por eso, las conversaciones no son tan necesarias como pensamos. A veces creemos que por medio de palabras les vamos a transmitir la ciencia de la vida –o algo parecido–, pero eso no es cierto. Y es que si pensamos en nuestros propios padres, convendremos en que aun conservando frases o ideas que nos dijeron, nos queda ahora, sobre todo, lo que han hecho, o cómo lo hacían.
Así, el adolescente necesita pocos argumentos –aunque seguros– y pocas palabras. Un adolescente que escucha es un adolescente que se aleja, así que tenemos que dejar que hable él para saber cómo está realmente. Es él quien más necesita hablar.
“El adolescente necesita pocos argumentos –aunque seguros– y pocas palabras”
P. Pero no habla a menudo…
R. Nos quejamos en ocasiones de que los adolescentes no hablan, de que no quieren hablar, pero lo que ocurre en realidad es que no están seguros de que les compense hacerlo. Quieren hablar siempre que sepan que alguien les escucha y que no lo hace críticamente. La mayoría de los chicos que permanecen en silencio consideran que hablar implica riesgo, y por eso prefieren estar callados. Temen las consecuencias que pueda acarrear lo que digan (con toda lógica, por otra parte).
No debe sorprendernos tampoco que empleen monosílabos. Nada de eso quiere decir que no quieran hablar con nosotros. Simplemente, no están seguros de cómo poner en pie una idea y prefieren evitar riesgos diciendo “bien” o “mal”. Un adolescente prefiere decir “estoy mal” a decir “me siento decepcionado”, o “me siento presionado”, porque no sabe perfilar muchas veces cómo se siente y sabe que eso traerá consigo demasiadas preguntas.
Los padres han de aprender el idioma del adolescente, saber que éste no sabe poner palabras a lo que le sucede. La experiencia nos ha ido enseñando a nosotros a explicar sentimientos y otras cuestiones complejas, pero el niño no tiene aún esa experiencia y emplea palabras que no piensa en realidad. Cuando dice “es que con vosotros no se puede hablar”, probablemente le parezca lógico y racional lo que le estemos planteando pero se haya quedado sin argumentos.
P. Entonces se debe hablar menos y escuchar más.
R. Sí. A veces, de todos modos, es cierto que el adolescente pierde el sentido del diálogo y se cierra en banda. En este caso, debemos no olvidar dos cuestiones:
La primera es que no pasa nada porque el niño crea que se ha salido con la suya en una conversación. Es bueno para su seguridad, de hecho, que no salga vencido, que crea haber discutido con nosotros en igualdad de condiciones. Si uno analiza el diálogo, quizás no haya esgrimido un solo argumento, pero es bueno que crea que ha estado conversando y que casi ha vencido. Menospreciarle diciendo “qué tonterías dices”, por ejemplo, le hace débil frente al exterior, que es precisamente lo que no nos interesa. Queremos que defienda sus posiciones fuera de casa y, para ello, conviene proporcionarle cierta confianza.
La segunda es que, llegado el momento de poner fin a la conversación, es importante decirle –o hacerle entender–que nos encanta que tenga una opinión diferente pero que nos ha tocado a nosotros gobernar el barco de esta familia y que, por el bien de todos, teniendo en cuenta su opinión, vamos a actuar de una manera concreta. En este momento hemos de ser firmes, serenos pero muy firmes.
P. Mostrarnos seguros.
R. Exactamente. Debemos considerar su opinión distinta pero mostrarnos especialmente firmes y seguros sobre cuestiones no cotidianas como la religión o nuestra concepción del mundo, o sobre nuestra visión de cómo está organizada la propia familia. Dejar abierta la posibilidad de que podemos estar equivocándonos pero que vamos a hacer de todos modos lo que pensamos –al tener la capacidad de decisión y la última palabra–, es lo que el adolescente precisamente quiere. Él no quiere cambiar nuestra opinión, sino comprobar que estamos muy seguros de ella.
No debemos temer la competencia de los amigos, porque confían en nosotros más que en ellos (por mucho que el lenguaje, los gestos, las acciones, estén siempre abiertos a un escaparate social externo a la familia). Saben instintivamente que es fuera de casa donde van a tener que desenvolverse y están como haciendo prácticas.
Nuestro hijo quiere y necesita que estemos seguros de lo que le mandamos. Si intentan negociar la hora de volver a casa, por ejemplo, es para probar nuestra seguridad. Quieren que la mantengamos, que estemos seguros de que esa hora es la que les conviene. Si el padre es voluble y va cambiando de criterio, el niño entiende que es una cuestión de insistencia o de buscar las debilidades de su padre o de su madre.
Tenemos que mandar con serenidad y con firmeza, aunque como buen adolescente le moleste normalmente. A veces no hay que preguntarle tanto para evitar así que nos contradiga.
“Nuestro hijo quiere y necesita que estemos seguros de lo que le mandamos”
P. No parece fácil alcanzar ese equilibrio de firmeza y diálogo.
R. Conviene saber que los conflictos entre padres y adolescentes son una cuestión de forma, no de contenido. La forma de hablar con ellos –de imponernos y explicar cómo han de ser las cosas– es, en la mayoría de los casos, la causa de las discusiones. Nuestros hijos no van a reconocer –ni siquiera cuando sean mayores– que están de acuerdo con nosotros, pero en realidad están conformes con lo que hemos ido enseñándoles. Y eso debemos tenerlo claro.
Hemos de hablar en casa con amabilidad, pero con toda la firmeza posible, y eso nada tiene que ver con gritos, aspavientos, humillaciones o insultos. Insisto en que ellos necesitan que nos mostremos seguros y firmes.
P. ¿Qué más deberíamos saber sobre los adolescentes?
R. En primer lugar, que quieren ser queridos y, luego también, exigidos, porque así se sienten valiosos. Todo el mundo está diseñado para hacer lo heroico y lo grande, y los adolescentes desde luego también. Tienen a flor de piel el idealismo, que es lo que les lleva a buscar el camino que todavía no han encontrado.
Del mismo modo, como hemos dicho, necesitan nuestra seguridad, nuestro cariño y nuestra paciencia. Su falta de seguridad tiene que ver con que no acaban de sentirse tan generosos, prudentes, aceptados o inteligentes como ven que son muchos adultos y, sin embargo, desean ser como ellos. Esa es su tendencia natural: querer dejar de ser niños. Caminan hacia la madurez imitando todos los gestos de la persona adulta, pero cometen muchas torpezas porque se dejan arrastrar hacia los extremos: o muy eufóricos, o depresivos. Creen que tienen más cosas malas que buenas, que es una muestra de inseguridad, y por ahí sufren mucho. Por eso, los padres no podemos ridiculizarles ni enjuiciarles.
P. ¿Qué preocupaciones tienen los padres hoy?
R. Hay muchas, pero adicciones como la droga o la pornografía, o también la dependencia emocional, son las que tienen habitualmente los padres. De todos modos, debemos saber que la mejor forma de ver a nuestros hijos envueltos en algún problema es preocuparnos únicamente, así que debemos dejar de hacerlo y poner mucho más de nuestra parte. Por ejemplo, debemos ser más positivos que negativos con los hijos –que no suele hacerse en la mayoría de los casos–, decirles a menudo las cosas que hacen bien y hacerles comprender y comprobar que es verdad que las han hecho bien. Cuando el niño descubra que lo que recibe no es una adulación sino un elogio –porque estamos hablando de la verdad, y es verdad que ordenó su cuarto, por ejemplo, o que anduvo 100 metros más cuando estaba cansado–, se sentirá satisfecho. Y el hecho de elevar el concepto que tiene de sí mismo le servirá de coraza, de escudo, y el ambiente no será tan dañino. La seguridad en su familia, el sentirse querido, le permitirá vivir en cualquier ambiente; y eso es lo que debe preocuparnos, no tanto el problema en que pueda caer.
P. No me ha hablado del fracaso escolar.
R. Nos sorprendería saber lo fácil que es pasar del fracaso al éxito escolar, de 6 ó 7 suspensos a media de sobresaliente en un mes y medio. Las malas notas esconden una causa que las origina, y basta con saber de qué se trata –inseguridad, celos, el desprecio de un compañero, etc.– y modificarlo para resolverlo. Sacar buenas notas de golpe es fácil, y no influye tanto el hábito ni otras cuestiones que sí puede que influyeran más en otra época. Todos los recursos están dentro de la cabeza y del corazón del ser humano.
Sobre este asunto conviene decir también que fracaso escolar no es fracaso personal. Nuestro hijo es mucho más que un estudiante, y cuando toma conciencia de eso es más fácil que empiece a estudiar: como respuesta al gran concepto que sus padres tienen de él, será más fácil que lo haga. Pero los padres no suelen tener ese gran concepto de sus hijos. Detrás de casi todos los fracasos escolares hay un concepto más negativo que positivo con respecto a ellos. El niño cree entonces que es un desastre, que no es tan valioso como su padre espera, que no es brillante. La única forma que tiene el niño de comprobar que le quieren por sí mismo es suspendiendo. Entonces sabe que no lo quieren por las notas.
“Fracaso escolar no es fracaso personal: nuestro hijo es mucho más que un estudiante”
P. Me gustaría hablar de una pregunta que se plantean los adolescentes en un momento dado y que puede marcar su vida de forma decisiva: ¿qué estudio?, ¿a qué me dedico? ¿Cómo pueden ayudar los padres en esta elección?
R. Diría que es bueno hablar con los hijos sobre este asunto, desde luego, y, en la medida de lo posible, intentar no demorar la respuesta a esa pregunta. Los chicos tienen los mismos argumentos en 3º de ESO, por ejemplo, que en 2º de Bachillerato (el que no haya madurado una decisión antes, que no espere haberla tomado después).
Y luego, por otro lado, debemos abrir su campo de elección tanto como sea posible, explicándole sobre todo que puede escoger la que más se adapte a él si es la que más le gusta, pues no es posible que le encante algo para lo que no sirva. El ser humano, a esa edad, ya tiene experiencia para saber en qué ha ido triunfando más y en qué ha ido triunfando menos.
Nuestro consejo tiene que ser muy abierto, pero señalando que todo requiere su técnica, su trabajo y su esfuerzo, y que podrá hacer lo que considere mientras no olvide esta premisa. Es importante darle seguridad para que decida lo que quiera, porque en realidad no importa tanto lo que haga como el modo en que lo haga y que le guste realmente.
No debemos condicionarlo, ya que ha de tener conciencia de que está jugando su propia partida, de que él es el único responsable de la decisión que tome. Y aunque nos parezca un disparate, es necesario apoyarle elija lo que elija, pues no tenemos la experiencia que él va a tener después. Cuanto más diseñemos su futuro, más posibilidades de infelicidad le generamos.
P. Me ha dicho que la adolescencia se extiende hoy desde los 9 a los 35 años. ¿Puede decirme por qué?
R. Hemos vivido un tiempo de bienestar que ha propiciado que la gente esté más sobreprotegida, que haya tenido al alcance todo fácilmente, a la que se le han salvado obstáculos. Y esta sobreprotección –el mal más extendido en la educación del primer mundo– nos ha hecho madurar más tarde. La madurez se ha retrasado definitivamente.
Además, debemos tener en cuenta otro factor, el consumismo, cuyo anhelo es hacer perdurar la inmadurez tanto como sea posible. El adolescente es el mejor consumidor porque es muy tenaz, porque dispone de unos pocos recursos económicos, porque es capaz de negociar la paz familiar a cambio de un objeto de consumo. Y la publicidad lo sabe y se aprovecha. La publicidad muestra claramente cómo la adolescencia se ha extendido. Perpetúa la inmadurez con unos deseos ilusorios. Y conviene hacer un último apunte sobre la sobreprotección. Los responsables de que se produzca son los padres, que intentan además manipular el entorno –a los profesores, a los vecinos– para que éste también sobreproteja a su hijo. Pero llega un momento en que la realidad se impone. Cuando el niño cumple 14 ó 15 años descubre un mundo hostil a su alrededor –hostil sobre todo para él, que no ha sabido desenvolverse en ese mundo–, y entonces, curiosamente, se vuelve contra sus padres: el niño sobreprotegido no quiere a sus padres tanto como el niño que ha sido exigido. Debemos tenerlo en cuenta.